Política argentina en la era de la globalización

Compartir
Compartir articulo

Con la globalización se come, se educa, se cura. Más de 600 millones de chinos emergieron de la pobreza en las últimas tres décadas de crecimiento vertiginoso, amarrado al comercio y la inversión internacionales. Hasta Fidel Castro admite que la globalización es una realidad tan contundente como la ley de gravedad.

Los críticos del precario orden mundial prevaleciente predijeron que la crisis financiera de 2007-2008, con sus pérdidas de ahorros y fuentes de trabajo, bancos en quiebra, deterioro de bienes públicos y balcanización política que afecta a numerosas naciones de Europa y Medio Oriente, detendría el proceso de globalización. Y los presidentes de Rusia y Ecuador se abalanzaron a promover el capitalismo de Estado como solución alternativa. Pero la agenda de desarrollo que funciona no estimula ni la cerrazón económica ni la degradación de las instituciones ni el auge del tráfico clandestino de drogas narcóticas.

Por el contrario, nos encaminamos a una profundización del proceso de globalización, con énfasis en una hiperracionalidad que cuestiona los fundamentos mismos de la administración económica, la constitución política y el orden social prevalecientes. Complejidad a la que se agrega un renovado interés práctico por el sentimiento religioso, que condujo a la creación del Instituto Europeo de Ciencias de las Religiones en 2002, bajo la inspiración del filósofo Régis Debray. La noción de destrucción creativa está tan a la orden del día como cuando la introdujo el gran economista Joseph Schumpeter en 1942.

No es la teoría económica la que no da respuestas idóneas ni tampoco la falta de comprensión de los problemas que nos incumben, ni mucho menos la falta de instrumentos técnicos para resolverlos, aunque haya multitud de opciones contrapuestas. El problema real es el marco ético —límite exógeno del Estado y del mercado, como enseña el filósofo económico Israel Kirzner—, así como la acción de las instituciones de Gobierno, que no logran prevalecer sobre los intereses de sector y la corrupción que estos suscitan. La gobernanza ética y la convergencia sistémica son, por tanto, los imperativos de la hora, dado el calibre de los desafíos irresueltos.

La Argentina, miembro del G-20 desde 1999, debe ser locomotora regional, no furgón de cola, en la resolución de retos globales tales como los excesos de especulación financiera, los movimientos disruptivos de capitales, los refugiados y los migrantes internacionales, el crecimiento de la economía subterránea del delito transnacional, la violación de los derechos humanos, laborales y de la conservación del medio ambiente, la legitimidad insuficiente de los gobernantes y de las instituciones de Gobierno, la violencia racial y religiosa, el desempleo secular, la fatiga tributaria, el recalentamiento global, el agotamiento de recursos naturales vitales, la proliferación de fuerzas mercenarias al mejor postor, el terrorismo internacional, los brotes pandémicos, y la lista continúa.

Los desafíos son múltiples, de muy difícil resolución permanente y no afectan exclusivamente al sector público. Así lo muestran los últimos escándalos de Volkswagen y FIFA. En el primer caso, se trata de la insuficiencia ínsita en el autocontrol de calidad y el monitoreo interpares, como también promueve la industria financiera. En el otro, del descomunal poder discrecional que ejerce la dirigencia de un organismo internacional privado que representa a 209 miembros nacionales (la ONU suma sólo 193). Con un giro de negocios multibillonario, la FIFA acumula funciones ejecutivas, administrativas, comerciales (especialmente por derechos de transmisión), reglamentarias, disciplinarias y jurisdiccionales. No es necesario ponerse a leer a Montesquieu o a Lord Acton para saber que, tras décadas de excesos, tanta concentración de poder corrompe cualquier institución irreparablemente.

Cuando se le pregunta a los argentinos de hoy cuáles son las causas profundas de la incapacidad del país de darse una organización política, económica y de justicia que funcione para todos, más de ocho de cada diez contestan que se trata de un problema de mentalidad, que quizá se pueda resolver si mejora, algún día, la educación. A esta actitud la alimentan muchas interpretaciones conocidas, como la incapacidad de llegar a acuerdos transaccionales en un marco de tolerancia y respeto; el predominio de la vocación rentista y el egoísmo psicológico; una patética falta de compromiso con el país; una falla colectiva de autoestima. Si se intenta enriquecer el intercambio de ideas, proponiendo agregar la vertiente de las circunstancias, como la desventajosa situación geográfica del país, la discriminación contra las exportaciones agropecuarias o el alto costo del financiamiento externo, cuando está disponible, la reacción es un tibio reconocimiento.

Pero cuando se busca demostrar al interlocutor que la Argentina política eligió caminos gravemente errados a lo largo de muchas décadas, como el otorgamiento de beneficios discriminatorios a favor de intereses británicos en virtud del pacto Roca-Runciman de 1933, o el acogimiento clandestino de centenares de criminales de guerra nazis, fascistas y ustachas tras la Segunda Guerra Mundial, la muestra estadística cae por una vaguada muy empinada.

La interpretación del mal argentino como mentalidad gana sin reservas, independientemente de la clase social o la filiación política. Es lo que lleva, a su vez, a considerar a la Argentina como una experiencia política tan singular que las categorías generales de análisis no le cuadran y toda explicación debe ser, por definición, autorreferencial. Con la globalización eso no es posible.

Existió una Argentina que no le tenía miedo al mundo hace 100 años, hace 90 años, hace 80 años, hace 70 años, hace 60 años, hace 50 años; cuando el país era tan próspero que atraía a inmigrantes e inversores extranjeros como el que más, década tras década. Fueron decisiones erradas las que agostaron esa pujante realidad. Por ejemplo, si el electorado en 1946 hubiera decidido echarle la culpa de todo lo que andaba mal a los militares de la revolución de 1943-1946, como en 1983 lo hizo con los del proceso de 1976-1983, es más que probable que con ellos también habría desaparecido el estigma de una alianza con el fascismo y el nazismo. Muchos inversores internacionales habrían seguido las indicaciones de los Gobiernos aliados vencedores de transferir capital, tecnología y know-how a la Argentina, en vez de a otros destinos, y la industrialización del país se habría consolidado una década antes.

Es hora de que una nueva generación de argentinos se proponga no aceptar "nunca más" ni la mentira ni el odio como principios ordenadores de la vida en sociedad y del sistema de gobierno. En 1838, cuando el degüello era el castigo por disentir, los jóvenes de la Asociación de Mayo, inspirados en la prédica del patriota italiano Giuseppe Mazzini, se propusieron adoptar "las armas de la luz" (Romanos 13, 12-14) para que "el pueblo pensase y obrase por sí". Hoy, como ayer, el camino de la verdad se recorre desbrozándolo primero de obstáculos, percibiendo los matices después, y confrontando, por fin, la esencia de las cosas. No avanzaremos mientras prevalezca el autoengaño.


El autor es Profesor de Economía y Gobernanza Internacionales de la Escuela de Diplomacia y Relaciones Internacionales de Ginebra