Religión y política en Argentina, una relación polémica y ambivalente

En su nuevo libro "La larga agonía de la nación católica", el reconocido historiador italiano Loris Zannatta analiza el rol de las autoridades eclesiásticas durante los tumultuosos 70. Infobae publica un adelanto

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Jorge Mario Bergoglio apenas había sido elegido Papa y el mundo ya estaba dirigiendo su mirada a la Argentina, a su pasado, a sus fantasmas, a sus misterios. Algunos para absolverla, otros para infamarla y muchos para conocer una historia llena de dificultades y trampas. Era inevitable que el centro de estas historias fuera la pesadilla de la dictadura militar; la última y la más cruenta de las muchas que tuvo la Argentina, surgida en 1976 y famosa en el mundo por los desaparecidos. La tragedia fue tal que se impuso a todo juicio, a los parámetros de todo análisis para proyectar su sombra sobre todo el resto de la historia argentina. Así pues, los actores de ese drama acabaron de un lado o del otro de esa línea divisoria erigida entre cómplices y víctimas.




A primera vista, la crisis argentina de los años 1960 y 1970 no fue diferente de las muchas que afectaron a Occidente. Las protestas socavaron los pilares del orden tradicional, cuestionaron el principio de autoridad, se extendieron a las fábricas y universidades, provocaron un enfrentamiento generacional irremediable e invocaron la revolución, la tierra prometida del socialismo. Mientras tanto, se consolidaba la sociedad del consumo y cambiaban rápidamente los códigos morales, las costumbres sexuales, los mitos musicales, las referencias literarias. Evidentemente, todo esto generó furiosas reacciones, clamores de escándalo e indignación. Y de esto también derivaron conflictos cuyo entrelazamiento con la ya accidentada historia argentina llegó a ser explosivo. Nadie quedó indemne. A este destino no escapó la Iglesia, que experimentó la peor crisis jamás vivida. Por eso, se suele decir que esas dos décadas fueron de una politización a ultranza. Lo confirman las imágenes de las enormes multitudes en marcha, las plazas colmadas, las universidades ocupadas, las fábricas en huelga. Todo era militancia, todos eran militantes. Así fue, en efecto, si por politización se entiende la adhesión a un movimiento o partido y la movilización en su nombre.


No obstante, si por política se entiende la dialéctica de las ideas, la competencia por el consenso, la formación de alianzas, hay muy pocos indicios de ella en la Argentina de la época. Y menos aún de la política entendida como una lucha entre diversos individuos dentro de un marco legal y constitucional común. Lo que surgió fue una guerra de religión, un enfrentamiento entre visiones absolutas del mundo, seguras de poseer las llaves del Reino de Dios y la receta de la felicidad. Y, por lo tanto, decididas a negar legitimidad a las ideas de los otros, a rechazar los límites institucionales y las mediaciones políticas que minaran la verdad revelada. Hasta tal punto que se luchó, se asesinó y se murió en el nombre de Dios, del catolicismo de la Patria, de la fe del Pueblo. Incluso el marxismo llegó a ser, en ese marco, una religión secular. La fidelidad al evangelio suplantó la lealtad hacia la Constitución y la ley del Estado.


De hecho, además de la política, el gran ausente del panorama argentino fue el Estado de derecho. En las guerras de religión de la época muy pocos lo exigían. A la mayoría no le interesaba. O peor, era un obstáculo que impedía defender como es debido a la patria en peligro; un fetiche legal para adornar la opresión del pueblo. Es más, la aversión por el universo de valores sobre los que se apoya el Estado de derecho fue el abono común que nutrió a las partes en lucha. Al respecto, se puede decir que la brutalidad de la dictadura fue la más cruel escuela en este sentido, debido a la reacción provocada en defensa de los derechos humanos. Pero hasta ese momento, el bienestar y la libertad de los individuos estaban generalmente subordinados a los grandiosos ideales en pugna.


 Nicolás Stulberg 162
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Quizás esto no se deba a un atributo genético de los argentinos, sino a las razones históricas. En efecto, si en muchos países el Estado de derecho ha impuesto reglas comunes a las ideologías que se encuentran en las antípodas, induciéndolas a convivir de un modo pluralista, en la Argentina no ocurrió lo mismo. A la inversa, en ella prevaleció un principio de unanimidad sobre un principio de pluralidad. En la construcción de la nación argentina, se impuso sobre la Constitución y las instituciones un mito fundador de tipo religioso, el mito de la nación católica. Un mito que impuso su tutela sobre el ámbito político y sus actores. Se trataba de un mito basado en la idea de que la nación argentina era una entidad espiritual antes que una comunidad política, y que su unidad e identidad estaban comprendidas en el catolicismo. Por lo tanto, esa entidad espiritual devino una premisa ineludible del orden político y social. Ese mito fue la principal arma que usaron la Iglesia y el ejército, los bastiones del orden corporativo, para derribar el orden liberal. Después, con el peronismo que fue su heredero secular, ese mito triunfó y se convirtió en un mito hegemónico. Desde entonces, fue el catolicismo del pueblo el que dio sustancia al catolicismo de la nación y todos lo invocaron para legitimarse.


El resultado fue que mientras la Argentina llegaba a ser cada día más heterogénea, ese mito no contemplaba la pluralidad dentro de la unanimidad ideal que exigía. Su poder fue tan notorio y llegó a ser tan impopular contradecirlo, que los partidos e instituciones, los sindicatos y movimientos obreros procuraron demostrar su conformidad con sus postulados. Lejos de reconocer la naturaleza plural de la sociedad y de considerar el Estado de derecho como el único instrumento para evitar la lucha de todos contra todos, trataron de apropiarse del mito común. En la pretensión de unir el país en torno a él, ese mito se convirtió en el canal de su violenta laceración. ¿Cómo atribuirle un significado unívoco? ¿Cómo no crear otras tantas versiones para todos aquellos que lo evocaban? La subversión socava la identidad católica del país, decían los militares. Católica es la nación donde reina la justicia social, rebatían los trabajadores. La revolución creará un orden basado en el evangelio, sostenían los guerrilleros y sacerdotes revolucionarios. El peronismo es un movimiento humanista y cristiano, advertían los viejos dirigentes del partido; no, es la vía argentina hacia el socialismo, respondían los jóvenes militantes formados en las parroquias. Todos en nombre de Dios, de la Patria, del Pueblo; todos teólogos, pues, si la nación era católica, todos se erigían en intérpretes de la Sagrada Escritura y en jueces de la fidelidad de la Iglesia al evangelio. En el centro de esta historia estaban la Iglesia como custodia de la nación y el catolicismo como fundamento de su identidad.


Como el mito que había creado, también la Iglesia dio el éxito por descontado. De hecho, terminó por interpretar todos los papeles. Bendijo a los militares y educó a los guerrilleros, protegió a los obreros y confesó a los industriales, invocó al Cristo revolucionario y al Dios antisubversivo. Hasta convertirse en una mezcolanza de almas, de mártires y verdugos, incendiarios y bomberos, dudas y sombras. Encontrar la unidad fue para ella un proceso largo y doloroso. Lo cual demuestra que la pretensión de mantener unida y en paz a una comunidad política moderna sobre la base de su identidad religiosa fue un fracaso. También es cierto que el final de esta historia, con el retorno a la democracia y la apertura de la caja de Pandora de los derechos humanos violados, significó el redescubrimiento de las virtudes liberales que los cultores de la nación católica habían despreciado, como el pluralismo, la democracia sin monopolios ideológicos, los derechos individuales como un freno a las pulsiones totalitarias y la libertad como un bien inseparable de la justicia. Así pues, tanta sangre y dolor fueron el precio pagado por un mito ideal hostil a los principios del Estado de derecho.


"La larga agonía de la nación católica", de Loris Zanatta (Sudamericana).