"La máxima 'nadie lee cuentos' parte de las editoriales, no del público"

Dueño de una especial sensibilidad para recoger la oralidad, Patricio Eleisegui habló con Infobae sobre su libro de cuentos Ninguno es feliz, donde, con humor y el sarcasmo, lleva al lector al borde de la asfixia, el dolor y la conmoción

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El primer golpe llega en el título: Ninguno es feliz, editado por Alto Pogo es el nombre que eligió Patricio Eleisegui para reunir sus once relatos que se abren con el segundo mandoble para el lector, el cuento "Chola", que narra la historia de una pelea de mujeres en La Paz, con hombres que hacen negocios sobre sus cuerpos golpeados ("Llueven las trompadas sobre las tetas de Clotilde. Los puños que amoratan las cejas, la nariz chata, los labios de mi mujer: la muda").

Con una especial sensibilidad para recoger la oralidad contemporánea, Eleisegui se mueve con firmeza no sólo en los ámbitos privados, la vida en pareja, o los públicos, sino también lo hace en distintos escenarios geográficos: sus relatos pueden estar ambientados en La Paz, como en Buenos Aires o en algún pueblo del interior argentino. El ritmo y la voz cuidada lleva al lector siempre al borde de la asfixia, el dolor y la conmoción, pero quizás es el humor y el sarcasmo el que provea el oxígeno para pasar de página e iniciar un cuento nuevo. Un empleado de un supermercado chino, un represor oculto en un pueblo que cuenta en la escuelas una vida heroica falsa, un chico que crece entre cargadas y golpes a causa de su psoriasis, los agroquímicos, o un único párrafo contundente en uno de los relatos más logrados, Gimnasia localizada, aparecen en este libro de relatos que publicó Alto Pogo.

Hay en Eleisegui una evidente angustia frente a la condición humana. Le duele la humanidad y quizás en el protagonista de otro de los relatos, "La montura", haya una clave de lectura cuándo dice: "No sé todavía qué hago acá. O sí. En realidad me gusta simular que escribo meditaciones profundas. En eso me parezco a los escritores que leo: pura gimnasia mental. Y redacto porque no me sale otra cosa. Bah, sí me sale...". Eleisegui narra. Y narra con la potencia de los que eligieron resistir al mundo que los rodea. De los que no se resignan. De los que sueñan con que la sociedad despierte.

Eleisegui nació en 1978 y es escritor y periodista. Fue dos veces finalista del Premio Clarín de Novela y escribió Envenenados, una investigación que denuncia el uso sin control de agroquímicos en Argentina.

-En los 70 hubo una discusión en el cine entre el sector de Pino Solanas y el Cine de Base, que venía de la izquierda más que del peronismo. Ellos decían que el cine debe ser un cross a la mandíbula. Pienso en eso cuando leo a alguien como Pablo Ramos y pensé lo mismo con sus cuentos. ¿Fue un objetivo?

Seleccioné con cuidado los cuentos que incluí en Ninguno es feliz, por lo que es correcto leerlo en clave boxística. Cada texto es un round y una andanada de golpes diferente. Creo que la idea de descolocar al lector se alcanza por momentos. También abundan los golpes bajos, pero no me los cuestiono porque creo que en la literatura no tienen por qué haber límites.

Al mismo tiempo, pensé el libro casi como un disco. Si me dejás elegir la placa: "...and Justice for All" de Metallica (1988). La idea: un comienzo vertiginoso, con intenciones de prosa espontánea, un intermedio abrumador, de dramas sin finales previsibles, para llegar a un desenlace que funcione casi como un atropello. Que el lector diga "no puede haber escrito eso".

Es un libro breve en cantidad de relatos y páginas, y eso responde a la densidad de las historias. Y también al modo en que está escrito. Soy bastante obsesivo en las cuestiones de forma, los ritmos. Creo que lo más relevante que veo en el libro es que no hubiese podido escribirlo de otra forma.


-Creo que hay dos ejes que unifican estos relatos: la oscuridad y el uso de la primera persona. ¿Es así? Y si esto es cierto, ¿por qué lo decidió así?

Las lecturas que se hacen de los cuentos que integran Ninguno es feliz enriquecen al libro con aspectos que uno como autor quizás no vio al momento de escribirlo. Es el caso de esta apreciación en torno a la oscuridad.

Una vez editado creo que mi primera sensación respecto del contenido fue que había cierto culto a los excesos y un manto de tragedia de principio a fin. También me pregunté por qué, como autor de ficción, mi tendencia es hacia la inmoralidad. Todavía no tengo esa respuesta.

La oscuridad de Ninguno es feliz la asumí más hacia acá. Insisto: a través de las lecturas que me han ido acercando. Probablemente el oscuro sea yo y de ahí que no perciba la diferencia al momento de enfrentar mi propio libro.

El predominio de la primera persona tiene un poco de casualidad. De la selección de textos que hice para la concreción del libro, el grueso de los que quedaron está en ese registro. En lo estilístico me resulta más cómodo de construir que trabajar en tercera. Más fácil.

Lo curioso es que suelo ser bastante crítico de la primera persona porque, precisamente, a mi entender demanda menos esfuerzo narrativo que otras voces. Hay quien dice que la primera persona hace todo más verosímil. Tengo mis dudas.


-Esa oscuridad por momentos agobia pero el humor permite evitar la asfixia, ¿lo ve así?

El humor es clave, sobre todo para enfrentar las situaciones dramáticas en general. La ironía y el sarcasmo permiten relativizar buena parte de los pasajes de alienación y desaliento que acompañan a casi todos los relatos. Y el absurdo, claro.

En definitiva, es lo que nos permite sobrevivir no sólo a un libro. Trabajar en un supermercado chino y que el único mérito sea tener talento a la hora de descargar cajones de pollo, o crecer en un pueblo en el que muchos de nuestros vecinos han tenido que ver con la página más triste de nuestra historia, se puede sobrellevar más con el condimento extra de la risa. Aunque sea funesta.

El humor es el contrapeso de las existencias desgraciadas que integran Ninguno es feliz. Y es la variable que hace la diferencia en nuestra cotidianeidad. Si ejerciéramos únicamente la conciencia creo que todos formaríamos parte de las estadísticas de suicidio.


-Por el lado de esa presencia de la primera persona, se trata de seres desesperados y, al mismo tiempo, explotados pero que se permiten esperanza...

La esperanza es la mentira que nos mantiene a salvo. Esa confianza en que las cosas cambiarán cuando, para ser justos, lo real es que hacemos muy poco para que el destino sea diferente. La mayoría vive esperando el milagro.

Los personajes de mi libro, principalmente los adultos, en algunas situaciones son atropellados por el infortunio y, en otras, también se ufanan de contemplar el naufragio ajeno. En todos convive una deshumanización, un cierto cansancio ante las complicaciones de la vida diaria, que los anestesia a la hora de tomar decisiones trascendentes.

La contracara es la impunidad de los niños, que crecen practicando una crueldad sin límites que más adelante los mecanismos sociales se encargarán de maniatar. Los adultos desesperados mueren ansiando el salvajismo gratuito de los primeros años.


-Ese ahogo no sólo es social, sino que también refiere a los ámbitos de la vida privada y de pareja. ¿Cómo afecta el uno al otro?

Hay una contaminación permanente entre el afuera y el adentro. Una interrelación. Por citar un caso, la opresión de las relaciones laborales luego se recrean en eso la pareja en términos de dominio y sumisión. La conocida cuestión del poder. La voz de mando.

Se concibe la idea del hogar como un espacio en el que estaremos a salvo siendo que, salvo contadas excepciones, lo que se hace es volver construir un ambiente tan corrupto como el laboral aunque más acotado.

Se recrean los vicios del exterior, a los que se les adiciona miedos infantiles no resueltos, frustraciones de adolescencia, y reveses de última hora. Semejante carga no deja mucho lugar al optimismo. Hay quienes logran superar semejantes obstáculos pero siempre son los menos.

Hoy mandan las separaciones, y eso es señal de que la vida en pareja a veces es un infierno más terrible que el yugo del trabajo.


-Permítame una vinculación arbitraria: ¿la oscuridad se vincula con tu trabajo sobre agrotóxicos?

Aunque pueda leerse en esa clave, trato de que no necesariamente exista un vínculo entre mis textos literarios y la investigación periodística. Claro que la problemática de los agroquímicos tampoco está entre las más optimistas a la hora de ejercer el periodismo.

En ese caso, hubo un seguimiento si se quiere casual del incremento en las denuncias de contaminación hasta que en un momento dar el paso atrás ante semejante drama sanitario me resultó imposible.

Ahondar en el drama de los agroquímicos, dar testimonio de lo que está sucediendo principalmente en el interior de la Argentina, me resulta una obligación moral. Ejerzo el periodismo y eso me facilita ciertas herramientas a la hora de investigar. Pero creo que aun si dejara mi profesión igual me seguiría preocupando por las víctimas y las particularidades del tema.

Por lo pronto, es evidente que cuento con algunas resistencias para sobrellevar las permanentes malas noticias que se suceden en torno a los plaguicidas. Por supuesto que nada es gratuito: más de una vez pagué con salud toda la carga que uno recibe al tratar cotidianamente con personas que sufren.

-¿Por qué piensa que para ciertos editores el cuento es un género menor? Más si uno piensa en la tradición cuentística argentina con Borges a la cabeza.

Predomina una tendencia a suponer que la literatura es la misma en cualquier parte y que, por eso mismo, hay que aplicar a nivel local el mismo criterio que se repite a nivel global. En cierto punto es entendible para las multinacionales del libro, que tienden a homogeneizar la demanda tanto para garantizarse un determinado flujo de ventas como para acotar el riesgo financiero.

Lo preocupante es que ese tipo de metodología también es aplicada por muchas editoriales locales, que en los últimos años impusieron la idea de la novela como único texto relevante. Por estos días se impone una variedad de editores que creen conocer las reglas de la mercadotecnia y es a través de ese aparente saber que colocan a un género por encima de otro. La máxima "nadie lee cuentos" parte de las editoriales, no del público.

Esa misma arbitrariedad acota el espacio artístico de los escritores al tiempo que desalienta a quienes buscan novedades del género en las mesas de las librerías. Darle la espalda al cuento es, al mismo tiempo, una expresión de ignorancia: el grueso de las obras argentinas que más se leyeron en las últimas décadas fuera del país pertenecen a ese género. Y los autores que más nos distinguen, si no el que más, expusieron su arte en el cuento.


-Como autor, ¿qué diferencia siente a la hora de sentarse a escribir?

Creo que hay hábitos y modos de hacer que varían según el escritor. En mi caso, adhiero a la idea de que es el mismo texto, la historia y su horizonte, aquello que desnuda si eso que se empieza a escribir es un cuento o algo más extenso y, si se quiere, divisible.

En cuanto comprendo que estoy ante un relato corto ahí sí comienzo a fijar una dosificación de determinados aspectos. Esto no necesariamente se da en la instancia de la escritura. Como rara vez corrijo, por lo general sólo me siento a escribir una vez que tengo el cuento prácticamente definido en mi cabeza. Al menos, en sus aspectos centrales. De ahí que puedo estar semanas definiendo el cuento interiormente. En el caso de la novela, en tanto comprendo la comodidad de la extensión, me permito sin licencias la posibilidad del azar.

El cuento es una pieza que demanda una orfebrería muy sutil. El número de personajes, el tenor de las voces, los cambios de ritmo que posibilita tal o cual puntuación, el empleo de alternativas como la imagen u otros discursos, el recurso de la descripción, son variables que el género no permite manejar con libertinaje.