A finales de 2013 me encontré en una situación bastante imprevista y complicada. Un intercambio de opiniones casual se había convertido, con el correr de los días, en una oferta concreta de trabajo. La situación era imprevista porque hasta ese momento pensaba que mi vida se desenvolvería casi íntegramente en el ámbito universitario, al que había dedicado la mayoría de mis esfuerzos. Y era complicada por dos razones: en primer lugar, porque acababa de ganar una beca del CONICET para empezar al año siguiente mis estudios doctorales y, en segundo lugar, porque el trabajo era político: asesor de un diputado del PRO en la Legislatura Porteña. En ese diciembre de 2013, y con más incertidumbre que certeza, decidí dar un paso hacia un mundo que me era desconocido.
Sería hipócrita decir que no tenía reservas y prejuicios. Entre otras cosas, temía que el PRO fuera un partido que, al estar conducido por un ingeniero como Mauricio Macri y enfocado en la gestión, no tuviera lugar para el pensamiento o la reflexión acerca del propio trabajo. Y, en particular, me molestaba que muchos de sus referentes repitieran que había que dejar atrás las ideologías a la hora de hacer política. Veía esa consigna como imposible y paradójica: un partido político con voluntad de ser gobierno cuyo discurso predicaba dejar atrás la política. Las críticas no eran novedosas y aún hoy se repiten como un eco en los ámbitos intelectuales y culturales.
Sin embargo, la idea de que en el PRO no había lugar para la reflexión sobre las propias tareas se esfumó al cruzar la primera puerta. Es que, en realidad, sucede todo lo contrario y existe un constante esfuerzo por intentar dar cuenta cotidianamente de un fenómeno político difícil de explicar. En primer lugar, el modo del PRO de llevar adelante la gestión pública, enfocado en solucionar problemas reales, supone un constante ejercicio de interpelación y discusión en un marco tan ajeno a esta forma de pensar como es el de la política argentina.
En segundo lugar, la estrategia asumida para encarar al electorado y a la ciudadanía, centrada más en sus demandas que en las ofertas que los propios políticos puedan presentarles, contrasta mucho con el estilo tradicional del dirigente argentino de hablar desde un estrado al pueblo y supone, por sí solo, un enorme incentivo para hacerse preguntas y ensayar respuestas. El peso de estas incógnitas, además, se vuelve cada vez mayor en el marco de intentar comprender el clima de época y de construir una alternativa electoral sólida.
En este sentido, el reciente Grupo Manifiesto surge, en gran medida, para dotar a esas personas, ideas y reflexiones de un funcionamiento más articulado y visible y abrir nuestra discusión a sectores cada vez más amplios de la comunidad. En realidad, la crítica tradicional puede ser invertida: donde no hay lugar para la reflexión es en la política vieja y tradicional, que parece a ya tener todas las respuestas formuladas para las pocas preguntas que se hace.
La segunda crítica que hacía, centrada en la consigna de dejar atrás las ideologías, también encontró una respuesta conceptualmente muy interesante. Ante la pregunta "¿Qué es el PRO?" y la incapacidad para dar una definición sencilla, contraponía las ideas detrás del proyecto kirchnerista, la prédica de los socialistas, los discursos de algunos radicales y los programas de la izquierda. Todos ellos, con sus ideas y contenidos, siempre aparentaban tener claro lo que pensaban y lo que querían para el país.
Pero el problema que tenían y tienen, en realidad, era obvio: entre ellos no existía ni existe el diálogo, cada uno habla consigo mismo y niega constantemente a su interlocutor. En otras palabras, todos estos actores son parte, en Argentina, de una conversación política que está rota.
En ese sentido, una respuesta interesante y superadora es decir que el PRO, a diferencia de los otros partidos y frentes políticos, es una conversación: tiene dentro de sí personas con posiciones diversas que a veces, incluso, no logran ponerse de acuerdo. Su identidad, en otras palabras, no es tal o cuál idea definida sino la posibilidad misma de que distintas ideas se encuentren, interactúen y coexistan en el intento por llevar adelante la gestión de lo público bajo estándares cada vez más elevados. En este contexto, ser alternativa a la política de siempre no es tanto oponerse a esta o aquella política pública o iniciativa sino al modo general que le ha dado el Gobierno al diálogo democrático. La supuesta carencia de ideas definidas del PRO, que en realidad es una multiplicidad de ideas en discusión, es entonces un enorme acto de construcción democrática en sí mismo: la apuesta de que hay otras maneras de hacer las cosas que pueden funcionar no sólo a nivel partidario sino también a nivel nacional.
Hoy, más de un año después, mis prejuicios iniciales se probaron como falsos. No sólo existe en el PRO una alternativa electoral real y sólida, sino que detrás de ella funciona, hasta ahora silenciosamente, una reflexión constante sobre la política, la democracia y la ciudadanía en el siglo XXI. Los sucesivos resultados de esa reflexión no conformarán a todos, pero están ahí, esperando y pidiendo que en Argentina retomemos una necesaria conversación.
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