El "sueño argentino" de los inmigrantes surcoreanos cumple cinco décadas

Con motivo del 50° aniversario de la llegada de las primeras familias surcoreanas a nuestro país, un joven hijo de inmigrantes evoca las dificultades iniciales y destaca la voluntad de progreso de su comunidad y su afán de superación basado en el esfuerzo

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Veinte dólares y cuatro bultos de ropa. Ese era el patrimonio de mis padres hace 28 años, cuando abandonaron Corea del Sur y llegaron al aeropuerto de Ezeiza. Sin saber una palabra de español, se tomaron el 86 y se bajaron en el Bajo Flores, uno de los barrios más modestos de la Ciudad de Buenos Aires.

Nuestros primeros años transcurrieron azarosamente entre casas de allegados, casas abandonadas y sótanos, donde dormíamos en camas hechas con cajones de botellas de Coca-Cola. Pero tanta penuria encontró refugio en el progreso: con mucho trabajo nos pudimos dar el lujo de construir nuestro futuro a la talla de nuestro incansable esfuerzo y salimos adelante.

Hoy, casi tres décadas más tarde, somos un caso de lo que me gusta llamar "Sueño argentino", una versión criolla del "American Dream" de los estadounidenses.

Esta historia se repite, con algunas variantes, en las familias Lee, en las casas de los Kim, de los Park, de los Choi y de muchas otras familias coreanas en la Argentina. Somos una inmigración muy reciente: las primeras generaciones llegaron a partir de los 60/70 y se instalaron en zonas rurales y en villas de emergencia como la de Retiro; en barrios como Villa Soldati y Presidente Mitre; en el Bajo Flores y en el complejo departamental de Ciudadela.

Los libros de geografía de las escuelas coreanas dibujaban a la Argentina como una potencia mundial en crecimiento. En los años sesenta, devastada por la guerra, Corea del Sur era más pobre que la mayoría de los países africanos. Argentina, por el contrario, estaba dentro de las primeras veinte economías del mundo. Los coreanos soñaron con un futuro mejor en el país de las oportunidades, tal y como décadas atrás habían hecho inmigrantes de otros continentes.

El crecimiento de la colectividad no fue sencillo. Además de la pobreza, los coreanos tuvieron que lidiar con barreras idiomáticas y prejuicios culturales a consecuencia del desconocimiento local. Nada que no hayan sufrido otras comunidades inmigratorias en el pasado. Por eso se agruparon en torno a diferentes círculos dentro de la comunidad para defenderse de las diferencias, del miedo y de la pobreza. La mayoría se dedicó al rubro textil: trabajaron en talleres, negocios y fábricas.

En términos éticos y espirituales, una serie de mandamientos confucianos traídos de Oriente y adaptados a la realidad local tomaron un lugar fundamental en los cimientos de la comunidad. Los inmigrantes se apoyaron en valores como el sacrificio por los hijos, la unidad de la familia, la cultura del trabajo, la solidaridad, el cultivo de las aspiraciones, el respeto por los mayores, la disciplina y la educación como base fundamental para progresar.

Para la mentalidad del inmigrante coreano, la pereza era un pecado y el individuo debía armonizarse con el resto de la comunidad. Es decir, el progreso individual debía ser parte de un progreso colectivo.

Con el tiempo, estos engranajes impulsaron la formación de un modelo de organización comunitario con diferentes sistemas de ayuda basados en la confianza. Dicho de otro modo, la asistencia que pudieran recibir provenía de otros inmigrantes con los que compartían idénticas miserias y fortunas. La comunidad coreana, ya desde sus comienzos, no sólo se identificó por su vínculo con una nación lejana sino también por el persistente afán colectivo de superación.

Con perseverancia y mediante pequeños ahorros e inversiones, los primeros inmigrantes lograron sembrar un mejor porvenir para las generaciones posteriores. A través de los años comenzaron a ser parte de un proceso de integración con su nuevo país y muchos alcanzaron el ansiado sueño argentino: se consolidaron económicamente, sus hijos fueron a la escuela y a la universidad, y dejaron atrás la pobreza como un pasado ya cicatrizado.

La experiencia de nuestra colectividad, si bien corta, replica la identidad de la Argentina. Es decir, refleja el núcleo de valores de las familias que mediante el esfuerzo construyen y definen diariamente el sentido del progreso. La historia de nuestra colectividad, en realidad, suena familiar porque refleja la esencia de todos los argentinos que empujan este país hacia un futuro mejor.

Ante épocas difíciles, en las que tal vez por momentos cuesta encontrar la esperanza en el progreso, los 50 años de inmigración coreana son una fuente de inspiración y referencia que nos ayudan a desempolvar la memoria y el corazón para redescubrir una variante nueva y fresca del sueño argentino.

Para aquellos primeros coreanos no importó qué apellido portaban, en dónde habían nacido ni de dónde venían. Pero sí que con esfuerzo y trabajo se podía salir adelante. Esa fue la promesa de la Argentina para nuestra colectividad hace 50 años. Y esa debe seguir siendo la promesa de la Argentina para las generaciones venideras.

El autor es miembro directivo de la Cámara de Empresarios Coreanos en Argentina y asesor de la Asociación de la Colectividad Coreana. Actualmente se desempeña como secretario parlamentario del legislador Iván Petrella. Becario de la universidad de Georgetown.