Lo de Alemania es incomprensible. Se parece a cuando, ante el asunto de las pasteras, Néstor Kirchner acusó a Finlandia de ser un país contaminador del mundo, cuando todos sabemos que hace años encabeza todos los listados de antipolución conocidos. En cuanto a Estados Unidos, Washington tiene tantas cuentas pendientes en América Latina, que cualquier líder político que haga antinorteamericanismo siempre tiene auditorio dispuesto, especialmente a la gente proclive a creer que nuestros problemas siempre se originan en conspiraciones ajenas. Pero llevar eso a un antimperialismo de barricada, propio de la década de los setenta, Fidel Castro y el delirio socialista de aquella época, lo único que exhibe es la ceguera ante la realidad y la impotencia para ofrecer a la gente un proyecto que tenga algo que ver con el mundo actual. El mundo cambió pero ellos siguen recitando las consignas montoneras de hace cuarenta años.
El principal desafío es recuperar la confianza del mundo. Confianza en que cumpliremos los contratos, la palabra dada y que sigamos honrando los compromisos aunque vayan cambiando los presidentes. Argentina necesita más confianza que dólares. Con confianza vendrán inversiones y no al revés. Pero toma tiempo. Otra sería establecer relaciones maduras con Washington, lo que no supone sumisión alguna. Tenemos que comportarnos como algo más que una asamblea universitaria. Estrechar los lazos de cooperación con los vecinos, especialmente con Brasil y, juntos, girar el cuello del Mercosur desde su visión originariamente atlántica hacia el Pacífico, China y el Sudeste Asiático, probablemente a través de la Alianza del Pacífico.
En todas partes las economías populistas producen aislamiento, no integración. Eso llevó a que nuestro aporte al progreso del Mercosur descendiera a un nivel bajísimo, aumentando las protecciones y las excepciones arancelarias, esto es, perjudicando la integración. Solo en ese clima pudo aceptarse el ingreso del chavismo. Venezuela será siempre bienvenida, pero la que gobernaba el chavismo no cumplió nunca, ni de cerca, los requisitos para incorporarse al Mercosur. Y como ese fracaso económico de integración comenzó a ser cada día más evidente, se tomó el atajo "revolucionario" de alegar que era mejor una supuesta, nunca lograda, ni siquiera intentad, integración política que, en los hechos, se limitó olvidarse del objetivo económico para convertir al Mercosur en un ámbito de consignismo epopéyico, salpicado con proyectos directamente lunáticos: el batigasoducto de ocho mil kilómetros, unas fuerzas armadas únicas, un único banco de desarrollo, la moneda única, todo eso ya mismo y no al final del proceso, con tanto divorcio de la realidad como que se propuso el tren bala para el mismo país cuya escandalosa obsolescencia ferroviaria iba a producir, poco tiempo después, la tragedia de Once y tantos descarrilamientos más. El Mercosur puede llegar a parece al Cid Campeador, al que, ya muerto, sus capitanes ataron a la montura para no confesarle a la gente, que lo amaba, que ya no lo tendrían más. Hay que salvar al Mercosur.
Ciertamente se da lo de "Dios los cría...", pero hay un fuerte componente supuestamente "antimperialista" de cliché en lo de Rusia y Venezuela, una gran desesperación por fondos frescos desde China y, en el caso de Irán, un disparate ya muy conocido en que terminamos firmando un acuerdo asombroso mediante el cual parece que le pedimos al doctor Jekyll que nos ayude a encontrar a mister Hyde.
Cuando a un país, como a las personas, los problemas se le acumulan sin solución, siempre lo asalta la tentación de patear el tablero y empezar todo de nuevo. El discurso populista tiene un doble atractivo: las culpas son siempre ajenas y no hace falta trabajar demasiado, porque hay un colchón (heredado) de riqueza a repartir. Y cuando se acabe, ya encontraremos a quien culpar. La juventud es particularmente atraída por estos planteos tanto porque no los padecieron en épocas anteriores como porque se los presenta como una cruzada, una epopeya, formato sumamente atractivo para los de poca edad.
Como un desastre. La utilización descarada de un sentimiento naciónal, con muertos entrañables, para olvidarse de buscar soluciones y batir el parche del patrioterismo puramente declamatorio para quedar bien en el frente interno, sin que ello ayude un ápice en la búsqueda de una solución. El único gobernante igualmente malo al respecto es Cameron, el actual Primer Ministro británico. Pero en su caso es astucia: nos provoca para que los insultemos y así poder presentarnos como un país fascista con el que no se podría entrar en razones. Y le venimos dando el gusto.
El tema de Malvinas no tiene una solución cercana. Requiere una política de Estado de treinta o cincuenta años en que hagamos dos cosas. Una, que volvamos a convertir a la Argentina en un país económicamente poderoso, respetado y con alianzas de peso. La otra, que nos aliemos con Brasil y Uruguay para discutir, en bloque contra Gran Bretaña y otros europeos, el futuro del entero Atlántico Sur, esto es, las aguas más Malvinas y Antártida, ya que Gran Bretaña aspira allí al mismo territorio que nosotros y el Tratado Antártico no superará el siglo XXI, lo que supondría un conflicto peor que el de Malvinas. Brasil y Uruguay no tienen aspiraciones territoriales en la Antártida, pero Argentina si y podríamos garantizarle acceso a la explotación de sus riquezas, saltando de la mera solidaridad folclórica "con el hermano pueblo argentino" para saltar a concertar en base a intereses concretos.
Como en todos los períodos, la política exterior de los '90 tuvo aciertos y errores. El principal de los aciertos fue reconocer que el gobierno anterior, del Dr. Alfonsín, había hecho cosas buenas que merecían ser continuadas, algo muy infrecuente en la Argentina. Las dos más importantes fueron la solución, después de un siglo, de los problemas limítrofes con Chile, la alianza estratégica con Brasil (luego de casi un siglo de desconfianzas) y su principal subproducto, el Mercosur, seguramente la más importante política exterior que tuvo la Argentina en toda su Historia. En Malvinas reiniciamos relaciones con Gran Bretaña y un diálogo sensato que inició el único camino posible, que, en su momento, llegará, que es el de la negociación. El tema de las pasteras con Uruguay pudo solucionarse igual que Yacyretá o Salto Grande, asociándonos con los vecinos, no peleándonos, pero con el kirchnerismo se hizo todo lo contrario. Con Estados Unidos y Brasil procuramos identificar nichos de coincidencias para construir donde pudiéramos y acomodar las cargas de cualquier diferencia...Bueno, todo eso fue brutalmente barrido por el kirchnerismo, que trasladó a la política exterior su lógica del amigo-enemigo con la que tanto poder construyó en la vida interna del país. Este antimperialismo de opereta de los últimos días y su patética identificación con el "Braden o Perón" no puede sino llevar a la cita que muchas veces hizo la propia Cristina Kirchner: "La historia primero se da como tragedia y después como farsa," que es de Marx, Carlos, pero ahora parece más de Groucho.
Lo que pasa es que el peronismo histórico sí sufrió el antimperialismo. En el primer gobierno de Perón la campaña norteamericana era tan evidente que se dio el insólito fenómeno del "Braden o Perón." Y después, hasta 1983 –con las cortas excepciones de las presidencias de Frondizi e Illia, a las que llegaron merced a la proscripción de peronismo- Washington apoyó abiertamente a los gobiernos militares que nos privaron de nuestra democracia, nuestras libertades personales y, en muchos casos, de la propia vida. Eso también fue imperialismo y el peronismo lo combatió sin flexibilidades. Las demás fuerzas políticas, con los méritos que pudieren tener en otros campos, y a diferencia del peronismo, avalaron elecciones con proscripciones y aportaron ministros, gobernadores, legisladores, embajadores y miles de funcionarios de todos los niveles a esos gobiernos, a menudo criminales, que eran sostenidos por Washington con el argumento del anticomunismo. En cuanto a sus aportes, el peronismo anticipó al Mercosur a través del tratado del ABC con Chile y Brasil e impulsó políticas de entendimiento, no de hipótesis de conflicto con los vecinos. Cualquiera sea la opinión que se tenga de Perón como gobernante, fue un pensador con el que, en materia internacional, no puede compararse ninguno de los políticos de otras corrientes partidarias. En este mes van a cumplirse cien años de la muerte de Julio A. Roca quien, a lo largo de toda su vida política, se negó a hacer la guerra con Chile –a pesar de enorme presiones- y trabajó siempre por la cooperación, no por el conflicto con Brasil. Cualquiera que recorra los escritos y el accionar concreto de Perón podrá comprobar que, con todos los defectos que pudo tener, algunos enormes, tuvo la misma visión y trató de llevarla adelante.
Seguramente los dos de Roca, tanto por la importancia de los temas -límites con Chile y cooperación con Brasil- como por el acierto de las medidas que tomó, y la que se negó a tomar, que fue el conflicto armado. Más modernamente, reivindico al canciller Di Tella quien, entre otras cosas, pudo precisamente finiquitar los temas limítrofes con Chile y concretar al Mercosur.
En todo el mundo las políticas de Estado han surgido luego de períodos muy revueltos, muy dolorosos, y a eso nos encaminamos nosotros. Piense en la Moncloa, por ejemplo, o en el Pacto de San José de Flores en Argentina. Una política de Estado no consiste en las bellas coincidencia tipo "educación para todos, hambre cero o que haya gasas en los hospitales." Eso es declamativo y las políticas de Estado son transaccionales. Se tiene una política de estado recién cuando todas las partes efectivamente sacrifican alguna ventaja sectorial en beneficio del conjunto. Por eso surgen de las crisis, no de las bonanzas. No son hijas del amor sino del espanto. Así que, efectivamente, le respondo que si, nos acercamos rápidamente a un clima en que podremos concertar políticas de estado. Espanto tenemos a montones.
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