Catarsis de un intelectual venezolano expulsado por el régimen

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No es fácil opinar sobre la fuga de cerebros en nuestros países latinoamericanos. Mucho menos el fenómeno vivido en los últimos años en Venezuela. Alguien me escribía hace días "este país te dejó ir", a lo que respondo: No me dejó ir, me botó, que no es lo mismo.

Y es que en muchísimos casos, más de los que uno puede contar, el mismo sistema se ha encargado de "limpiar" a punta de martillo, balas, gas pimienta y terror a una especie de raza "bastarda", la cual luce desencajada en un mar rojo que lo único que hace es destruir todo lo que deja a su paso. Sé que el decir bastardo ya es bastante fuerte, pero es así. Yo no me siento hijo de Chávez, mucho menos de un parapeto llamado revolución a la que popularmente se le cataloga como "robolución", una obviedad ante las características opulentas de sus dignatarios.

Una vez cercenados los medios de comunicación y expropiadas las empresas que realmente producían en Venezuela -salvo contadas excepciones- tendrían que iniciar esa limpieza con los que estorbaran. Y es que casi se ha convertido en un axioma la afirmación "o te la calas o te vas". Y sí, duro para los que tenemos años luchando contra este régimen. Duro porque es golpear a nuestro propio ego y decir que, lamentablemente, lo que hemos hecho no ha sido suficiente para sacar a estos vagabundos del poder. Un poder bañado en petróleo, pero profundamente pobre y desganado, intelectual y moralmente.

Es triste ver como poco a poco la resignación ha ganado terreno en la inmensa mayoría de los venezolanos. En este punto me refiero a todos, no a los de un "bando" en particular. Ante la crisis de alimentos y medicinas, ante la realidad de ser el país con mayor índice de violencia de todo el continente, ante esa devoción a la suerte como única vía para sobrevivir, pues nada, el oído atento a las agujas del reloj se hace más fino, como esperando a que pase el tiempo, y sea este último, el encargado de borrar el rastro de este lustro oscuro, menguado, desarraigado.

Cierto que desde el 2013 ha venido creciendo un importante movimiento de la mano de la propia sociedad civil a la cual pertenezco. Que los sucesos de febrero-junio de este año demostraron el profundo descontento y las ganas de salir de esta pesadilla. Pero no fue suficiente. Aun así, miles y miles de venezolanos salieron de su tierra como hijos destetados, con el corazón quebrado dentro del equipaje y unas millas de vuelo para no volver.

Mi esposa, mis dos hijas y yo, somos un ejemplo de ese mar de gente que tuvo que dejar su país y su familia para asegurar algo más que el sustento diario, un trabajo o una estabilidad. Se trata de asegurar la vida misma. Una vida que corría peligro nada más con el hecho de disentir, de opinar. O peor aún, de salir a la calle. Es decir, o te mataba el gobierno o te mataban los malandros. ¿Reduccionista? Sí. ¿Falso? No.

El hecho es que al estar afuera, sea donde sea,

los sentidos se afinan y las cosas comienzan a tomar su cauce natural

. Las oportunidades están allí, sobre todo para aquellos que aprendieron que más allá de un título, más allá de estar de último en la fila, como extranjero, tienes la oportunidad de demostrar que sí se puede, que sí vale la pena disfrutar la vida más allá de complejos etnocentristas y de mecanismos de defensa desgastados por tanto uso y atropello.