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Es junio de 2019. Theresa May ha dimitido como primera ministra, incapaz de persuadir a su propio partido para que respalde su acuerdo del Brexit. Los conservadores eligen a un nuevo líder, que automáticamente ocupará su lugar. De la nada, Rory Stewart, un excéntrico y aristocrático antiguo alumno del internado más prestigioso de Gran Bretaña, Eton, ha pasado a ser el segundo favorito, tras una destartalada pero muy eficaz campaña en las redes sociales. El favorito es su malévolo alter ego, otro excéntrico y aristocrático antiguo alumno de Eton, Boris Johnson.
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Los cinco candidatos finales, Johnson y Stewart incluidos, se enfrentan en un debate de la BBC, torpemente montados en taburetes, como una decrépita boy band. Pero los demás, frustrados por la repentina prominencia de Stewart, se vuelven contra él. Agotado y enfermo, es incapaz de defenderse. En un sorprendente momento de resignación, se quita la corbata y suspira. Días más tarde es eliminado de la carrera.
En realidad, Stewart nunca habría vencido a Johnson. Ex militar y diplomático, se dio a conocer caminando por Afganistán y luego como gobernador provincial de Irak tras la invasión de 2003, escribiendo por el camino dos best-sellers: “The Places in Between” (2004) y “The Prince of the Marshes” (2006). Su conservadurismo romántico, paternalista y de la vieja escuela, forjado a partir de estas experiencias y de su infancia en un internado, no habría tenido cabida en el Partido Conservador de 1989, y mucho menos en el de 2019.
En sus memorias, “Cómo no ser político”, reconoce que no habría llegado al Parlamento sin varias dosis de suerte. Eligió presentarse en un momento en que el partido estaba desesperado por candidatos, tras haber perdido a docenas de parlamentarios por un escándalo de gastos, y durante un breve experimento en el que todos los votantes, y no sólo los miembros del partido, podían elegir al candidato conservador.
Tras fracasar en su intento de hacerse con el liderazgo del partido, acabó abandonando la política, a excepción de un intento frustrado de convertirse en alcalde de Londres. En lugar de ello, acabó copresentando el podcast político de más éxito en Gran Bretaña y regresando al mundo académico como becario en Yale.
El relato de Stewart sobre sus nueve años en el Parlamento es muy superior a las habituales autojustificaciones de muchos ex políticos. Para empezar, sabe escribir. “Cómo no ser político” es entretenido, ágil y fácil de leer sin caer en la condescendencia. Su vívida descripción de Johnson - “la furtiva astucia de sus ojos, que hacían parecer como si una criatura alienígena hubiera poseído su tranquilizador cuerpo y estuviera entrecerrando los ojos fuera de las órbitas”- es sólo una de las frases que se quedan grabadas en la memoria.
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Como Johnson le echó del partido parlamentario, Stewart tiene la libertad de ser deliciosamente ácido con la mayoría de sus antiguos colegas. Pocos salen bien parados. Mientras que Johnson es el villano principal, un charlatán inmoral movido puramente por el interés propio, David Cameron apenas sale mejor parado: un traje vacío sin experiencia profesional fuera de la política, que valora la lealtad y las relaciones públicas por encima de los logros materiales. El desastroso mandato de 49 días de Liz Truss queda prefigurado por sus absurdas instrucciones a Stewart cuando era su jefa de departamento.
El libro también se centra en la política y no en chismes rancios. Los mejores capítulos son aquellos en los que Stewart, ascendido a cargo ministerial, lucha contra el esclerótico Estado británico y un funcionariado profundamente receloso del carrusel de políticos que deposita cada pocos meses a un nuevo ministro sin conocimientos ni experiencia relevantes. En el espacio de cuatro años ocupa cinco puestos en cuatro departamentos, y en cada uno de ellos encuentra un abyecto desorden. Nos enteramos con cierto detalle de problemas como la insuficiente protección contra la contaminación atmosférica y los planes de desarrollo para el África subsahariana, tan poco prácticos como llenos de jerga. Nada de lo cual le da tiempo a solucionar antes de ser trasladado.
El Departamento de Justicia es un semillero particular de impotencia aprendida. Como ministro de prisiones, se enfrenta a cárceles mugrientas, superpobladas, plagadas de drogas y violentas. Hay poco dinero para mejoras y la moral de los funcionarios de prisiones está por los suelos. Stewart se pasa el tiempo intentando cambiar la situación de las diez peores prisiones con un enfoque de “mano dura”, con cierto éxito, aunque ninguno de los problemas fundamentales se ha resuelto y se podría decir que han empeorado.
El propio Stewart es un fascinante lío de contradicciones. Está lleno de vergüenza y autodesprecio, pero también parece seguro de que debería ocupar un alto cargo. Odia los compromisos sucios de la vida política y al mismo tiempo se hace experto en ellos, forzándose a entrar en el gabinete antes de su fracaso final. Estas tensiones hacen de él un personaje central convincente. También serán de interés para cualquiera que esté pensando en hacer carrera política, ya que permiten comprender el tipo de cosas -vergüenza, dignidad, principios- que hay que sacrificar para triunfar en la política moderna. Una situación que, por desgracia, no se limita a Gran Bretaña.
Pero hace que uno se pregunte si habría sido capaz de sobrellevarlo en caso de haber ganado de algún modo las elecciones al liderazgo (aunque casi cualquiera habría sido preferible a Johnson). Las convicciones políticas de Stewart son muy diversas. Denuncia los efectos nefastos de los recortes de gastos en los departamentos en los que trabaja, se lamenta de las prisiones infradotadas y pide un poco más de dinero para mejoras medioambientales. Sin embargo, en su campaña por el liderazgo prometió el enfoque más agresivo para la reducción de la deuda de cualquier candidato, sin ninguna indicación de cómo se lograría.
Afirma ser localista, pero su enfoque como ministro fue asumir el control operativo personal de todo, desde la gestión de emergencia de las inundaciones hasta el arreglo de las ventanas de las cárceles. Se muestra escéptico ante la injerencia occidental en el mundo en desarrollo y también quiere duplicar el tamaño de los equipos británicos de desarrollo sobre el terreno. Parece que no puede evitar querer ser como su padre -un administrador colonial aventurero y espía- al tiempo que rechaza la premisa de su carrera.
El lector cree que Stewart se está preparando para volver a la política, pero es difícil que lo consiga. En todo caso, este libro se lee mejor como una guía de por qué su tipo de conservador anticuado se extinguió, nunca muy seguro de cómo transformar su nostalgia por una Gran Bretaña que ya no existe en un programa para el mañana. No es que esto le impida intentarlo.
* Sam Freedman es investigador del Institute for Government de Londres y ex asesor del Gobierno británico.
(C) The Washington Post.-
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