Maradona, las Malvinas y la pandemia: que el dolor quede en la pantalla

El psiquiatra, médico legista y neurólogo analiza nuestro comportamiento frente a las tragedias. ¿Las enfrentamos como sociedad o huimos hacia escenarios más confortables?

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Hay una foto de la final del Mundial ’78 en la que a Leopoldo Jacinto Luque se lo ve con la camiseta ensangrentada, debido a que uno de los mellizos Van de Kerkhof, le dió un fuerte golpe en la nariz. Ese equipo holandés tenía una ausencia indisimulable, la del mítico Johan Cruyff, quien no había venido -según algunas versiones- en desacuerdo con la dictadura argentina. Otras señalaban su temor a la violencia imperante, ya que había quedado afectado por un violento asalto sufrido en Barcelona, donde jugaba por entonces. Ese 25 de junio de 1978, sin embargo, los argentinos olvidaríamos todos nuestros conflictos, pesares y muertos. Todo quedó en nuestros gladiadores, que nos dieron no solo el triunfo, sino la imagen de su sangre, símbolo de la lucha en pos de la victoria.

En el transcurso de ese mundial muere el hermano de Luque y el sabor de la victoria ensangrentada parecía un grito de rabia ante la muerte. Esa muerte que el país padecía, pero no miraba, había quedado suspendida en lo individual de Luque y en el colectivo por la hazaña, que imaginariamente nos hizo olvidar la tragedia que se vivía generada por cultores de la muerte sin distinción. Los diarios publicaban los partes diarios de muertos en “enfrentamientos” o víctimas del terrorismo, pero eso había tenido la pausa de los juegos en el coliseo, a su vez tan cercano a un lugar donde se cometían atrocidades que ofendían la condición humana, centro transformado hoy en el Museo de la Memoria. Al año siguiente Jorge Videla respondió a una pregunta tautológicamente, e ilustró el espíritu de la época: los “desaparecidos” -diría-, eran una incógnita, ya que no estaban, por eso era desaparecidos, haciendo uso vejatorio de en uno de los tantos recursos retóricos, pero que permitían negar y huir de la realidad.

Un tweet del día lunes de esta semana, 2 de noviembre de 2020, decía que 42 años después, Leopoldo Luque estaba explicando algo a los periodistas. Sin embargo, rápidamente mi asombro cedió ante la información de que se trataba de otro Luque, y que sin ser futbolista sino neurocirujano, nos hablaba de otro futbolista, retirado este, y también de una situación trágica, aunque repetida: la salud en riesgo de Diego Armando Maradona, nuestro icono nacional.

Este Diego es el mismo que inevitablemente queda grabado en nuestra historia reciente, el 22 de junio de 1986 fecha cercana una vez más al junio del final de la guerra, Diego marcaría el llamado gol del siglo, y decretaba la victoria contra el equipo de Inglaterra, al “hacerle el gol con la mano a los ingleses”, el gol de “la mano de Dios”. Pero es en el mundial anterior donde la historia es otra y trágica ya que el 2 de abril de ese año había comenzado una guerra, en el contexto de un país en una crisis terminal del gobierno militar, los muertos, la crisis socioeconómica y política. La guerra se terminaría con una rendición el 14 de junio de 1982, y en el contexto de un mundial que había comenzado, como si fuese una historia de mundos paralelos, un día antes, el 13 de junio.

En esa guerra, en un contexto trágico y extraño, con un general que soñaba ser Patton y se consideraba el aliado de Estados Unidos, murieron 650 compatriotas, 323 de los cuales lo harían en el hundimiento del Crucero General Belgrano, hecho que la historia incorporará como una de las tantas barbaries de las guerras, al encontrase fuera de la zona de conflicto. Esas muertes se siguieron multiplicando, y seguirán, con todas las secuelas -muchas psiquiátricas-, posteriores a la guerra.

Soldados argentinos recorren la zona destruÌda por los bombardeos ingleses en cercanÌas del aerÛdromo malvinense.
(1 de mayo de 1982).
Foto: Rom·n von Eckstein
Soldados argentinos recorren la zona destruÌda por los bombardeos ingleses en cercanÌas del aerÛdromo malvinense. (1 de mayo de 1982). Foto: Rom·n von Eckstein

Volviendo al día de hoy y al Luque que nos recuerda al otro Luque, ya Diego no está igual y ha sufrido una serie de ciclos en su vida que ameritaría una saga. El país y el mundo tampoco son los mismos, sino que ese mundial que trajo la televisión color a la argentina con el primer Luque y nos permitió ver el rojo de la sangre en su camiseta, ahora llevó a una sociedad de la información, en la que todo es al instante y se encuentra globalizado con enormes ventajas y algunos inconvenientes. Uno de ellos es el que desde diciembre de 2019 en el mundo y oficialmente desde marzo de este año aquí, transformó nuestras vidas una vez más, con la pandemia, su consecuente cuarentena y todas las consecuencias de ello.

En este mundo de información interminable y a veces caótica, nos enteramos en esa semana que la Argentina -que se creía al inicio estaría prácticamente a salvo de ese “virus chino”-, ahora pasaba el millón de infectados y particularmente los 30.000 muertos. De hecho, el día que Luque nos comentaba sobre el bajón anímico de Diego, que luego sería un hematoma subdural (otra vez la sangre), se tenía una cifra récord de muertos superado los 450: los dos días siguientes, también hubo cantidades similares. Tampoco sabríamos, al igual que en las épocas anteriores, si el dato era real, quizás por la retórica erística a la que tan bien refería Schopenhauer. Pero objetivamente, la sociedad que había cambiado el foco obsesivo de la información sobre una muerte, la de un joven en Villa Gesell, Fernando Báez Sosa, y súbitamente pasó (luego de comprender que Europa ya no era un lugar lejano y la enfermedad estaba aquí) a la lógica de la pandemia, y las noticias sobre el COVID-19 y el número de muertos e infectados fueron eje las 24 horas del día. Todos... hasta que habló Luque y las noticias, las requisitorias periodísticas, fueron el hematoma subdural de Diego.

Otra vez de lo particular a lo general, pero con la característica que ambos temas no tienen relación entre sí. Todo de lo que esto se trata es el de otra de las vedettes de estos tiempos, que son los sesgos cognitivos, en los cuales la información pasa a modelarse plásticamente, y lo particular pasa a ser general, luego desaparece, es ignorado y la digitalización sucede en nuestra mente, que modela la información sin que la misma guarde necesario contacto con lo real, el dato objetivo. Así un muerto puede acaparar toda la atención, luego será lo colectivo, dentro de lo colectivo algún caso en particular, y de nuevo a lo individual, hoy con el caso de Diego Armando Maradona.

Un fanático de Maradona monta guardia en la clínica. REUTERS/Matias Baglietto
Un fanático de Maradona monta guardia en la clínica. REUTERS/Matias Baglietto

El proceso de negligencia atencional sobre los muertos por COVID posterior a Maradona/Luque, dólar, vacunas, elecciones norteamericanas etc., es el mismo que durante toda la pandemia han sufrido todas las enfermedades y los muertos, que superan ampliamente a los del COVID pero dejaron de ser noticia. Y especialmente y de manera más preocupante de atención, tema que quizás deberemos revisar antes de su llegada a los tribunales, cuando los números de esta pandemia oculta salgan a la luz.

Quizás un recurso fácil sea adjudicar la creación de tal distorsión a los medios. Sin embargo, vemos en la historia que esto ocurre de diversas formas, en las cuales de alguna manera lo que en un momento es drama, súbitamente deja de serlo y viceversa, y lo que hoy importa inmediatamente deja de importar. No hay valoración moral de si un muerto o varios, sino la incógnita respecto a cómo procesamos el trauma en nuestras mentes, cómo manejamos aquello que nos interpela y nos conmueve.

Los mecanismos que referíamos de distorsiones cognitivas, en realidad de manera general nos ilustran que la realidad no es algo fijo, sino es nuestra representación de la misma, y los diversos componentes emocionales y de diverso tipo que confluyen con el dato concreto.

En la misma semana se nos avisa sobre la compra de una vacuna que tiene una limitada experimentación y que de hecho será un ensayo clínico, y que al mismo tiempo sigue siendo posible que la vacunación sea obligatoria.

En cualquier área del proceso científico o intelectual, pero aún en la vida, aprendemos a separar lo fundamental de lo accesorio, lo importante de lo que es menos, lo urgente de lo que puede ser puesto de lado. Ahora ¿qué pasa cuando todo adquiere características de urgente e importante? Allí nuestra mente e inclusive la de los formadores de opinión e informadores entra en contradicción y necesita invariablemente de una solución de emergencia, que indefectiblemente será una actividad cognitiva de menor intensidad y compromiso. Algo que permita apartarse y ser mirado con la distancia que no tenemos con los otros temas.

Un paciente de coronavirus en una terapia intensiva de la provincia de Buenos Aires. EFE/Juan Ignacio Roncoroni/Archivo
Un paciente de coronavirus en una terapia intensiva de la provincia de Buenos Aires. EFE/Juan Ignacio Roncoroni/Archivo

Es el efecto adictivo de las series de narcotraficantes o de violencia extrema, en un mundo que lo está padeciendo. Está en la pantalla, no está al lado mío.

Luque nos permitió ver, en su drama personal y su camiseta manchada de sangre en la victoria, algo de naturaleza simbólica de nuestros temores pero que nos protegía de la realidad, un país que se desangraba.

Galtieri nos hizo imaginar que los detestables generales ahora volverían a repetir una épica contra “la pérfida Albión”, creía él y quisimos creer que su parecido con George C. Scott, el actor que encarnó a Patton en la película, eran reales. Trágicamente todos quisimos creerlo, excepto los ingleses.

Diego, cuando ya la realidad y los casi adolescentes muertos y la tragedia de la guerra eran inocultables, nos hizo creer en nuestra victoria a pesar de todo, en particular de la realidad.

Muchos años después, otra vez Luque acompañado de Diego -que no pudo jugar el mundial con Luque ya que Menotti lo consideró demasiado joven-, también nos permitió olvidar un momento, de escaparnos de la realidad, de huir a un lugar más confortable, en el que el dolor está en otra parte, en la pantalla.

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