Quitate el peso de los hombros

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Atlas fue el más poderoso de los titanes, esos seres primordiales que reinaron durante la Edad de Oro, antes de que hicieran su aparición los dioses del Olimpo. Atlas (o Atlante) era hijo de Japeto, otro titán, y de la ninfa Clímene. También era hermano de Prometeo. De hecho las deidades olímpicas libraron una batalla de diez años contra los titanes (guerra conocida como la Titanomaquia) y los derrotaron. Casi todos fueron desterrados al Tártaro, el distrito más recóndito del inframundo. Pero Atlas corrió otra suerte. Zeus dispuso para él un castigo particular: lo condenó a cargar sobre sus hombros con los pilares que mantenían separada la Tierra de los cielos. Para ello, lo desterró al punto más occidental conocido hasta aquel momento: el estrecho de Gibraltar. Allí, durante siglos, el fornido Atlas soportó ese tremendo peso sobre sus espaldas.

De joven, Atlas había engendrado tres hijas: las Hespérides, conocidas también como las ninfas del ocaso (hay muchísimas versiones de este mito, y los nombres de las doncellas varían notablemente de uno en otro). Lo cierto es que este trío de muchachas custodiaba el célebre Jardín de las Hespérides, un huerto mágico donde brotaba la ambrosía (el néctar divino) y crecía un manzano que daba frutos dorados que proporcionan la inmortalidad. Este árbol había sido plantado a partir de una fruta original que Gea le otorgó a Hera como regalo de casamiento cuando se unió a Zeus. Mientras guardaban celosamente este prado encantado, con ayuda de un dragón de cien cabezas llamado Ladón, las hespérides cantaban juntas.

Según el mito, uno de los doce trabajos de Hércules, el anteúltimo, fue precisamente robar estas manzanas prodigiosas y doradas que crecían en el Jardín de Hera. Para ello, Hércules (conocido también como Heracles) visitó al titán Atlas, que seguía firme allí cerca de Gibraltar cumpliendo con la condena impuesta por el gran Zeus, y le pidió ayuda. Atlas aceptó, pero con una condición: le dijo que él mismo iría hasta el huerto y tomaría las manzanas, lo que además le ahorraba al héroe la desagradable tarea de tener que luchar contre el feroz Ladón, que nunca dormía, si Hércules era capaz de tomar su lugar durante un tiempo, mientras él cumplía con su misión. Hércules, desde luego, era lo suficientemente poderoso como para aceptar la tarea. Se cargó sobre los hombros el arco del firmamento y dejó que Atlas fuera hasta el jardín a conseguirle los frutos mágicos. Cuando el titán regresó, le propuso a Hércules que bien podía ir él mismo a llevarle las manzanas a Euristeo (que era quien había encargado el robo de las frutas). Hércules, que presintió el engaño, hizo de cuenta que estaba de acuerdo con la sugerencia de Atlas, pero le pidió que le sostuviera un momento la carga para colocarse un almohadón en los hombros, ya que estaba un poco cansado. Cuando el gigante recuperó su posición como sostén de los cielos, Hércules tomó las manzanas y huyó. Atlas se quedó solo, con el peso sobre sus espaldas, lamentándose para toda la eternidad.

En otra variante del mito, es Perseo (hermano de Hércules), quien visita a Atlas. Cuando le solicita pasar una noche a su lado, Atlas se niega, ya que recuerda una profecía en la que se decía que un día llegaría a sus pies un hijo de Zeus que intentaría sustraer las frutas mágicas de las Hespérides (el oráculo se refería, claro, a Hércules, que también era hijo del gran Zeus). Pero la negativa de Atlas no resultó una respuesta satisfactoria, porque regresó con la cabeza de Medusa (ver página xxx) y lo transformó en piedra. Hoy esa enorme formación rocosa son los montes Atlas, que atraviesan Marruecos, en el norte de África.

En versiones posteriores del mito Atlas no sostiene sobre sus hombros el firmamento, sino el planeta entero. Es la imagen más clásica de esta leyenda, y la que ha llegado hasta nuestros días.

* *

¿Quién no vio alguna vez una estatua de Atlas? Es famosísima. El titán arrodillado, agobiado por el globo terráqueo, que le aplasta los hombros. Y él ahí, estoico, siempre resistiendo ese peso sobrehumano. Hasta en publicidades se llegó a usar esa figura. Representa precisamente esos valores: la masculinidad, la aceptación de la carga, la tolerancia física extrema. Bueno, a mí ninguna de esas situaciones me parecen virtuosas ni gauchitas. Son ejemplos de un estoicismo que rápidamente logro emparentar con el sufrimiento. ¿O no vemos, todo el tiempo, gente que literalmente siente que carga sobre sus hombros el peso del mundo? Este mundo es una metáfora, desde luego, pero suele representar muchas cosas. Para la gente ese mundo pesado que los aplasta puede ser una relación enferma, puede ser un trabajo, una frustración y hasta un pasado. Y muchas veces ni siquiera le puede poner nombre. Personas agobiadas que cargan pesos que ni siquiera pueden identificar.

Creo que esa imagen del peso que inmoviliza —recordemos que Atlas está atrapado en un punto exacto: no puedo moverse de allí— es muy efectiva para ejemplificar situaciones muy actuales. En el fondo, desde luego, no importa qué etiqueta le pongas a tu agobio, a tu peso, porque la raíz es siempre la misma. Puede que en la feria de los personajes ese peso sí tenga una identificación clara con algo —un mal trabajo, un padre molesto, un marido celoso, una mala acción cometida en el pasado—, pero en realidad se trata siempre de falta de paz en el ser profundo, en lo que vos verdaderamente sos. El agobio proviene de ahí, de no estar en plena y genuina paz. ¿Y por no hay paz? Porque no hay perdón. Ni hacia el mundo ni hacia uno mismo. Y sin esa materia prima esencial —el perdón— no hay paz posible.

Por eso: perdonemos. Pero perdonemos sin medida, sin guardarnos nada. ¿Hay alguien en tu vida a quien todavía no hayas perdonado? Un tibetano te diría: Perdonate primero a vos y el perdón para el resto llegará solo. No es una provocación. Es un acto de bien y de liberación. Sin perdón no hay nada. Enfocate en esa gente a la que todavía no perdonaste. ¿Quién es? ¿Un padre? ¿Un lazo biológico? ¿Una ex pareja? Pensá en ellos y perdonales. Hacelo con mucha compasión. En ese primer paso el ego ya se disuelve un poco. Deciles: "Te perdono y te deseo lo mejor, aprecio tu aparición en mi vida y te perdono. Jamás voy a necesitar volver a experimentar esto en este cuerpo, así que te libero, amigo del alma, de la necesidad de aparecer como provocador nuevamente en mi vida; estés vivo o desencarnado, te deseo desde el alma lo mejor, y deseo tu evolución en el plano en el que estés. Nadie va a escapar de lo que debe vivir, pero desde mi corazón te deseo lo mejor, te envío luz para

tu evolución en el plano en el que estés".

Tu corazón quedará en absoluta paz en ese momento.

Tu corazón estará en paz con todo lo que viviste.

Y obviamente, por si no quedara claro, vos también perdonate para siempre por cualquier sentimiento negativo que hayas tenido. Si eso sucedió, fue nada más por pura ignorancia. Perdonate, porque en este momento no tenés nada que ver con aquel personaje tuyo que no era capaz de tener sentimientos tan puros, tan humanos. Eras tan ignorante, tan mundano, así que perdonate y liberate de toda culpa.

Pero en este momento estás despertando, entonces podés perdonarte absolutamente por todo.

Si sentís que el ego interfiere, aunque sea en una medida ínfima, preguntate: "En este instante, ahora, ¿yo haría de nuevo eso?" Es la única pregunta que tenés que hacerte. "¿Ahora que estoy saliendo de la ignorancia, entrando un poco en un conocimiento muy claro, haría de nuevo eso? ¿Cuánta culpa me estuvo dando en estos tiempos?"

Si la respuesta es "no", entonces expulsá eso para siempre de tu sistema.

Ahora, te sugiero el siguiente ejercicio para completar ese perdón. Tratá de recordar una foto tuya de chiquito. ¿Cuál es la primera imagen que recuerdan? Casi siempre suele ser una foto de tu madre en tu casa. Para mí es fácil, por ejemplo, porque mi madre tiene una foto de cuando yo tenía dos o tres meses. Usá una imagen tuya equivalente a esa. O un recuerdo. Algo de la primera infancia, del primer septenio, que es tan fundamental. Una vez que la hayas encontrado, enfocala. Pensá que focalizás una parte tan hermosa de vos. Ahora meditá un rato y preguntate lo siguiente: ¿Qué sentís por esa imagen? ¿Qué te da ganas de hacerle a esa imagen?

Muchos dirán "quiero comérmelo a besos, quiero que sea mi hijo, o mi nieto". Bueno, ese niño sos vos en estado puro y primigenio, con el hipotálamo todavía intacto. Ahora, después de haber transitado parte de tu existencia, volvé sobre ese chiquito y abrazalo, hacelo entrar en tu corazón. Tratá, por un instante, de volver a ser ese chiquito. ¿Y sabés por qué puede ser fácil? Porque nunca dejaste de ser ese niño. Solo hubo un olvido temporario. Ahora podés volver a congraciarte con él, volver a reconocerte. Podés volver a amarte. Creías que estabas tan alejado de esa imagen. No, esa imagen es lo que sos. Lo que siempre fuiste. Vos sos ese.

Por último, como paso final hacia esa paz ansiada que quita el peso de la espalda, te propongo que ejercites la gratitud, la unión con la existencia, el famoso amor impersonal. El que logra manejar ese amor impersonal domina gran parte del camino hacia la felicidad y la liberación. La idea es amar todo lo que existe. El amor personalizado al que estamos acostumbrados tiene nombre, está dirigido a alguien o algo en particular: un hijo, una marido, un trabajo, un pasatiempos. El amor impersonal, en cambio, lo abraza todo, sin diferencias. Amo todas las moléculas que me rodean, porque todas vienen del mismo lugar, y amándolas me amo a mí también.

Me amo en cada planta, en cada piedra, en cada metro cúbico del aire que respiro.

Me amo en el dolor, en la enfermedad, en la guerra. Sé que en el fondo siempre existe el ser, que lo demás es solamente la mente engañándose un rato. Este amor me permite poco a poco ubicarme lejos del conflicto. Si captás esta noción es como si hubieras leído veinte libros sobre espiritualidad. No se trata de otra cosa sino de llegar a un estado de energía personal que ya no tolera el conflicto. Un ser en paz interior rumbea hacia el lado del amor, y no del conflicto. Busca la armonía.

La consigna divina sería: entregá tu ego a la gracia superior. Y a esa gracia superior ponele el nombre que quieras: Dios, el viento, la tierra, el cosmos. Usá ese ego para lograr tu paz, para sacarte el mundo de encima de los hombros.

No hay mayor tesoro, ni mayor liberación que esa.