Los horrores y los sufrimientos que vio un argentino en una cárcel de niños de las Filipinas

Gonzalo Erize es un joven que recorre el mundo realizando acciones humanitarias. Durante su paso por este país asiático, vio con sus propios ojos la tristeza y la miseria que debían soportar día a día niños cuyo único crimen había sido robar una manzana o un caramelo. Su increíble relato

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Un relato en primera persona sobre los horrores que se viven en una cárcel de niños en las Filipinas (Getty)
Un relato en primera persona sobre los horrores que se viven en una cárcel de niños en las Filipinas (Getty)

Por Gonzalo Erize*

Hay sentimientos que a uno le cuesta poner en palabras. En muchas ocasiones las palabras realmente no alcanzan para describir ciertas vivencias, instantes donde todos los sentidos se ponen en alerta e intentan descifrar qué está pasando frente a nosotros.

A largo de este último tiempo he llegado a ver realidades simplemente horribles, realidades en las que personas sufren en carne propia los abusos más tenebrosos que alguien puede llegar a soportar. Y la impotencia más grande ocurre cuando uno no poder hacer nada frente a tanto sufrimiento, sobre todo cuando el que sufre es un niño inocente.

Esto es precisamente lo que sentí el día en el que visité la SDC (Social Develepment Center) en Bacolod, Filipinas, junto a Mhel, director de Kalkipay, fundación en la que me encontraba trabajando. En Filipinas nadie está excluido de ser sentenciado a prisión, ni siquiera los más pequeños. Se supone que debe ser un lugar donde jóvenes de hasta 18 años cumplen sus condenas, pero bajo un régimen que los eduque y brinde un espacio acorde para ser reinsertados en la sociedad. Sin embrago, lo que se vive en este lugar es el mismísimo infierno.

Al ingresar a SDC fuimos recibidos por su directora. Una mujer de aspecto poco feliz, más bien triste, quien nos mostró las instalaciones y nos presentó a todos los chicos. En primer lugar, visitamos el único cuarto que existe, donde duermen todos, sin importar el sexo o la edad. Un sinfín de cartones y pedazos de diario y revistas sirven a los niños como camas para dormir sobre el cemento. No podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Le pregunte a un niño que estaba a mi lado si era en esa celda donde dormían. Su respuesta fue un rotundo "Sí, en el cemento, sobre los diarios". También quise saber dónde los más de cincuenta niños que duermen en ese cuarto todos los días hacían sus necesidades, ya que no había ningún baño alrededor. Este niño señaló una botella de plástico cortada por la mitad y me explicó que la usaban por las noches. No está permitido salir de la celda durante la noche hasta las 6 am del día siguiente. Lo más impactante es que había tan solo una botella. No estaba permitido que haya otra.

Recuerdo muy bien que las autoridades del lugar me habían pedido que no filmara, ya que estaba prohibido. Pero el impulso y las ganas de algún día buscar justicia para estos niños hicieron que mi cámara grabara todo lo que estaba viendo. Sabía que la vida me daría la oportunidad de mostrar el horror que viven todos estos niños. Sus sentencias eran por robar una manzana en algún comercio o dulces en los kioscos. El gran interrogante que estaba en mi mente era el de cómo los seres humanos podemos permitir que tales atrocidades sucedan. Las personas que nacen en la miseria, nacen en contextos donde todo es adverso, y los robos sobre todo están a la orden del día o se convierten en una manera de sobrevivir. Un niño no sabe y ni siquiera entiende lo que es robar.

El olor que había en el lugar era parecido al de una cloaca. Ingresar a los cuartos con la nariz destapada provocaba arcadas y ganas de salir afuera para respirar. Era casi imposible quedarse dentro. El calor hacia lo suyo también. En Filipinas hay altas temperaturas durante todo el año. La mezcla de la mugre con el calor y el agua estancada en muchas esquinas del lugar, eran la suma para que el olor que rondaba sea insoportable.

Muchos de estos niños no tenían zapatillas o remeras o presentaban lastimaduras que parecían no haberse tratado. A cada lugar que dirigía la mirada, se encontraba una imagen desgarradora. La higiene era el faltante más notorio. No existían los baños, y ni hablar de duchas. El cuarto donde iban los enfermos constaba de dos colchones tirados en el piso y se cocinaba diariamente en una parrilla en el piso infestada por bichos y moscas.

El tiempo pasaba y cada mirada me llenaba con ganas de hacer justicia por estos niños. Mhel me frena unos minutos para contarme algunas historias que le había relatado la trabajadora social del lugar, quien dormía en SDC. Esta mujer le contó que durante las noches se escuchan gritos. Gritos de desesperación de los niños a los que violan y nadie, ni siquiera el guardia, se animaba a entrar para ver qué está pasando. Y al día siguiente nadie investiga qué pasó. Los hechos quedan en el pasado, como si nada hubiese ocurrido.

Unos días de felicidad

Intenté por todos los medios existentes que me den autorización para ir unas horas, día por medio, a hacer actividades con todos los niños de SDC. Sabía que yo solo no iba a poder cambiar las leyes de este lugar o las reglas establecidas por su gobierno. Pero sí sabía que podía llevar momentos de alegría dentro de tanto infierno. Logré la autorización gracias al apoyo de Kalipay.

Comencé llevando pelotas de fútbol, pintura para pintar todo el hall donde comían diariamente, bebidas y dulces para repartir como premio a quien me ayudase a limpiar sectores que estaban sucios y ordenar el desorden que habitaba en el patio.

Fue una experiencia única. Sacamos grandes cantidades de ramas que había en todo el patio que impedían jugar y correr, pintamos muchos rincones del edificio y compartimos charlas luego de cada día con una bebida fresca. Escuchar sus historias me hacía recordar la suerte que tenía. Yo podía irme luego de cada día, volver a mi realidad sin grandes complicaciones, pero ellos se quedaban ahí. Su presente era muy diferente al mío. Sus posibilidades de crecer y ser personas de bien se deshacían cada día. Muchas veces me pedían que por favor los llevara a otro lugar. Me quebraba cuando me pedían esto. Pero sabía muy bien que si quebraba alguna regla, esto significaría no volver más.

Ponerse en el lugar del otro

Cada vez que vivo este tipo de experiencias, existe un pensamiento que siempre se presenta. Pienso lo que podría ser vivir un día en la vida de los que no tiene la oportunidad de una vida digna. Y siempre término en la misma conclusión: la suerte. Durante toda mi vida tuve la suerte de poder nacer en un contexto en el que lo tengo todo. Y ellos nacen con todas las adversidades.

Nacer en la miseria es la peor de las suertes. En mi caso siempre hubo personas a mi costado que se han ocupado de que tenga el amor de una familia, educación, casa y poder soñar un futuro. Está en nosotros que esta suerte llegue a quien no la tuvo. Está en nosotros hacer lo que otros hicieron para que hoy vivamos dignamente. No hay otra fórmula. O nos ayudamos entre nosotros o simplemente cada día el mundo se convertirá en un lugar de peleas, desentendimientos y guerras. Comenzar ayudando a quien lo necesita es y será el camino del bien.

*Gonzalo Erize creó una organización llamada Saun, que se dedica a atender casos de niños que viven en extrema vulnerabilidad, sufren de graves problemas de salud o la falta de techo.

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