"He realizado más de 300 eutanasias"

Gustavo Quintana es médico colombiano y se dedica a provocar la muerte de los enfermos terminales que desean hacerlo. Su país es el único en América Latina en el que la eutanasia fue despenalizada. También hizo varias en Argentina

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Gustavo Quintana atiende el teléfono en su casa de Bogotá, Colombia. Acaba de llegar de viaje -tuvo que hacer dos eutanasias-, y está cansado. Lo han llamado "doctor muerte", "asesino" y "sicario" pero su voz, del otro lado, no cuaja con lo que uno espera de un asesino a sueldo. Tiene 70 años y se ríe tanto que contagia. Después, cuando habla de los pacientes a los que decidió ayudar a morir, se emociona tanto que necesita hacer silencios largos para poder seguir hablando. Aunque hoy se dedica a una práctica que es inadmisible para la Iglesia Católica, estuvo a punto de ser sacerdote. Fue uno de sus maestros quien le dijo algo que le hizo dar un vuelco justo cuando estaba por ordenarse: "Usted, Quintana, puede hacer mucho más por la gente fuera de la vida religiosa". Así que Quintana estudió Medicina y poco tiempo después empezó a hacer -al principio clandestinamente- eutanasias. Pero hace 20 años "el homicidio piadoso" se despenalizó en su país (hoy es legal y gratuito para pacientes terminales mayores de edad) y pudo dejar de esconderse. Son historias tan duras que las tiene contadas: ya hizo 326 eutanasias, algunas de ellas, "discretamente", en Argentina.

¿Por qué decidió empezar a hacer eutanasias?
Cuando tenía 35 años fui a un Congreso médico en un pueblo, cerca de Bogotá. Era un viernes, las conferencias estaban terminando y yo salí a buscar un hotel. Pero atropellé a un caballo y tuve un accidente feroz. Me recogieron unas personas que pasaban y, mientras iba en la ambulancia, sentí que mis manos y pies estaban adormecidos. Pensé que tenía una lesión en la médula espinal y que tenía la posibilidad de quedarme cuadripléjico. En ese entonces, yo era competidor de automovilismo, era buzo y tenía dos hijos pequeñitos y le dije a mi profesor: le ruego que si tengo una lesión en la médula no haga nada, no concibo la posibilidad de quedarme en una cama el resto de mi vida. Finalmente la lesión no fue tan grave pero me hizo entender que mi vida me pertenecía a mí, no a la Iglesia, ni a Dios ni a nadie. En el fondo, si mis padres no le pidieron permiso a la Iglesia para concebirme, ¿por qué alguien debería pedir permiso a la Iglesia o al Estado para dejarme morir?

¿Qué pasó después?
Desde aquel momento empecé a tener contacto con muchos pacientes ancianos. Ellos me decían 'ustedes, los médicos, pareciera que no se dan cuenta. Nos someten a cirugías, a quimioterapia, a radioterapia y en un momento nos dicen 'mira, qué pena contigo, ya no hay nada que pueda mejorar tu salud, de modo que ya no tienes ni siquiera por qué permanecer en el hospital. Vete a tu casa a esperar a que te llegue la muerte'. Eso es dictarles una condena de muerte que nadie realiza. Así empecé a entender a los pacientes que me decían: ´doctor, ¿qué objeto tiene la prolongación de mi vida si lo único que me espera después de todo este sufrimiento, mío y de mi familia, es la muerte?

¿Entonces dejó la medicina para dedicarse a hacer eutanasias?
No, yo considero que hacer eutanasias es parte de las labores más importantes que la Medicina me haya adjudicado. Pero ahora cerré mi consultorio privado porque quedaba en un cuarto piso en un sitio sin ascensor. ¿Cómo puedo yo obligar a los pacientes terminales a subir cuatro pisos? Entonces mi labor se está limitando, en este momento, a visitar en su propio lecho de muerte a los pacientes terminales.

¿Cuál fue la primera eutanasia que hizo?
Fue a los seis meses del accidente con el caballo. Fue a una mujer muy bonita, de unos 55 años, que de pronto empezó a tener ciertos síntomas neurológicos: perdía el equilibrio o se le olvidaban las cosas. Acudió a su médico y le dijeron: tienes un cáncer cerebral y hay que operarlo inmediatamente. A los tres años volvió a presentar síntomas pero le dijeron que esta vez no tenían posibilidad de retirar el tumor porque fallecería en la cirugía. Le dijeron, 'lo sentimos mucho, no podemos sacarlo pero tienes que saber que tu capacidad intelectual va a disminuir y va llegar un momento en el que no podrás reconocer ni a tu esposo ni a tus hijos ni a nadie'. Cuando la mujer supo eso me dijo: 'por favor, no me vayan a dejar que yo me muera sufriendo así'. Y un día fui a su casa y la encontré vuelta un guiñapo (hecha pedazos). Estaba en posición fetal en una cama y era visitada con cierto afán morboso de ir a ver en qué se había convertido su belleza. Ese día hablé con su hija y le dije: 'la dignidad de tu madre merece la muerte más que este espectáculo'. Y así, sin comentárselo ni siquiera a su esposo, hice la primera eutanasia de mi vida, hace ya 36 años.

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¿Y qué pasa cuando los familiares se oponen?
Yo siempre les digo a los familiares: entiendan que aún cuando ustedes no compartieran la decisión de esa persona de terminar con su vida es alguien que está disponiendo de su propia vida. No respetar esa decisión es uno de los enormes errores que la Iglesia comete, que sigue creyendo que la vida le pertenece a Dios y no a individuo.

¿Y cuál fue la eutanasia que hizo y más lo conmovió?
La de una paciente de unos 49 años que era diabética y a la que no le funcionaban más los riñones. Había perdido la vista cuando me llamó y en pocas semanas le iban a cortar los dos pies. 

¿Cómo es el procedimiento?
Yo me tomo unos dos minutos en encontrar una venita a mi paciente. Allí instalo el suero y aplico el anestésico. Me demoraré en eso un minuto y medio porque se aplica una dosis muy alta. La persona no alcanza a percatarse sino de los primeros 30 o 40 segundos, después de eso ya está casi que en coma. A los pocos minutos se aplica una cosa que llamamos despolarizador cardíaco, que hace que el corazón se detenga. Entonces, una vez que lo hace, deja de oxigenar al pulmón. El metabolismo cerebral, muscular, cardíaco, renal, hepático, consumen todo el oxígeno presente en la sangre en más o menos 4 minutos, o sea que una vez que se acaba el oxígeno es como el carro al que se le acaba la gasolina. Si en los primeros 23 minutos se inicia una labor de resucitación, la persona se puede recuperar. Como no se aplica ninguna maniobra, a los 25 minutos hago un certificado de defunción.

¿Y cómo sabe que no hay sufrimiento?
Los primeros anestésicos que usamos causaban unas alucinaciones feroces y pesadillas, por lo cual el paciente tenía una agonía un poco dramática. Después fueron apareciendo otros anestésicos en los que ya se pudo mitigar eso. Ahora estoy utilizando unos anestésicos muy nuevos y yo mismo me los he puesto para saber qué se siente, en dosis bajas para poder despertarme, claro (se ríe). La verdad, he tenido el sueño más grato y recuperador que te puedas imaginar.

¿Qué pasa con los pacientes de otros países, donde la eutanasia está penalizada, que no pueden desplazarse hasta Colombia?
Voy yo a sus casas, con mi maletín. Llevo mis recetas donde dice que son medicamentos que yo personalmente necesito, por eso nadie me los puede tocar. Yo viajo tranquilo y cuando estoy en el país, con muchísima discreción, voy a ver a la familia, hago mi trabajo. Luego, sus familiares avisan que el paciente falleció mientras dormía y de la eutanasia no queda casi ninguna seña. Yo ya he hecho varias en Argentina de forma muy confidencial, prefiero no contar mucho porque no quisiera que no me dejaran entrar al país creyendo que soy un delincuente. Las he hecho en enfermos terminales que estaban tan cerca de su muerte y sufriendo que, si morían, a nadie se le iba a ocurrir hacerles una autopsia para determinar de qué habían muerto. He hecho también eutanasias en Chile, Perú, Ecuador, Venezuela, Panamá, Guatemala, en México y en los Estados Unidos.

¿Y el precio?
Nunca le dije que no a una familia que no pudiera pagar. Fíjate que ayer hice dos eutanasias. Una familia no podía pagar ni pasajes ni medicamentos ni honorarios, pero la otra podía pagar de más. Y así pude financiar y hacer ambas.

¿Lo hace solo o la familia puede estar presente?
Las primeras 10 eutanasias que hice yo no permitía que nadie estuviera conmigo porque me daba cierto temor de que hubiera algún testigo. Ahora puedo contar todo esto porque pasaron los años y ya prescribió. Ahora permito que estén presentes las personas que el paciente desea que la acompañen en ese momento. Las familias se sorprenden mucho, creo que esperan ver alguna cosa dramática, movimientos o convulsiones, pero nada: ven a alguien en un sueño profundo. Y se quedan tranquilos. Fue tanto lo que lo vieron sufrir que sólo ver que la persona se va con cara de placidez los reconforta. Para muchos pacientes también es un momento muy especial. Llaman a sus amigos, se ponen aros nuevos, un vestido especial, abren un whisky. Eligen de qué modo se quieren despedir de la vida.

La semana pasada, hubo un suicidio asistido en España que causó un revuelo enorme: un hombre con ELA que se grabó mientras se suicidaba en soledad para que su familia no fuera considerada cómplice de un homicidio.
Yo critico mucho el nombre 'suicido asistido' porque fíjate que en las dos palabras se encierran un par de criminales, ¿cierto? Esto debe cambiarse para que aparezca un nuevo término que se llame 'culminación voluntaria de la vida'. Si la culminación es por propia voluntad no tiene por qué aparecer allí un asistente que termine siendo un cómplice.

¿Cómo define hoy su trabajo?
Yo, en este momento, me siento haciendo el papel de Caronte, el barquero de La Divina comedia. De un lado de la laguna Estigia llegaban los moribundos con unas monedas en sus labios, él los montaba en su barca, atravesaba la laguna y los dejaba en lo que, se suponía, iba a ser la eternidad.

Entonces, ¿cualquier persona que quiera terminar con su vida puede llamarlo?
Mira, en este momento, debo tener en el whastapp al menos 60 pacientes que tienen entre 18 y 38 años que, por problemas de depresión, no quieren continuar con su vida. No te imaginas el dolor tan grande que eso me causa, porque todavía me resulta muy difícil de entender que estas personas queden tan atadas a sus problemas que lleguen a pensar que son enfermos terminales emocionales y que, por eso, tendrían derecho a terminar con sus vidas. Yo hablo mucho con ellos, me he convertido en una especie de psicólogo, y hay quienes me han pedido la eutanasia hace 5 años y hoy han encontrado alguna manera de disfrutar lo bueno que todavía les ofrece su propia vida. Como médico, prefiero investigar y encontrar para ellos un tratamiento que les ayude a disfrutar de lo hermosa que es la vida que conducirlos a terminar con ella.