Adelanto de las memorias de Felipe Solá: rechazo montonero, su "mal final" con Kirchner y por qué no fue presidente en 2003

En su fascinante nuevo libro "Peronismo, pampa y peligro", el ex gobernador bonaerense y actual diputado repasa su dilatada carrera política, con la inestimable ayuda de dos reconocidos escritores y periodistas, Martín Sivak y Martín Rodríguez. Infobae publica un extracto

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Libro nuevo y las ambiciones (presidenciales) de siempre… Felipé Sóla (Foto: Nicolas Stulberg)
Libro nuevo y las ambiciones (presidenciales) de siempre… Felipé Sóla (Foto: Nicolas Stulberg)

Como en muchos, desde fines de los 60 creció en mí la percepción de que lo verdaderamente molesto era el peronismo, no la suma de las izquierdas. El peronismo era un movimiento de acá. Cuando murió Rogelio García Lupo, en agosto de 2016, pensé en lo extraño de que tanto él como Rodolfo Walsh vinieran de la Alianza Nacionalista; razonamiento que concluí con una duda positiva: "¿No tendría algo bueno eso?". Los orígenes nacionalistas dieron lugar a tipos que no aflojaron nunca, así como los más duros de los montoneros en general vinieron del cristianismo, los cristianuchis. Desconfío más de quienes tienen orígenes prístinos en la izquierda, en el marxismo, en la pura teoría.

¿Por qué no fui montonero? En parte, aunque suene exitista, yo no creía que fueran a ganar. No confiaba en los jefes que convocaban, me parecía que la derrota de la guerra popular y prolongada estaba anticipada. Y también, más en el fondo, me parecía que serían usados por unos tipos casi de mi edad que iban a decidir acciones equivocadas. Dicho esto, no niego mi contradicción y mi admiración por muchos de ellos.

No fui montonero porque tenía miedo, porque no estaba dispuesto a matar y, sobre todo, a que me mataran. Tenía una adhesión a la violencia teórica, pero en la práctica no hubiera soportado ver morir a un tipo, me hubiera asqueado, me hubiera ido. A los 22 años me gustaban Perón, las minas y el sol…

Era de la Tendencia y desconfiaba de la Tendencia, porque desconfiaba hasta de mí. Decía: "Por ahí Perón está haciendo otra cosa". Siempre pensé que en muchos compañeros había una necesidad de estar jugados que iba más allá de las ideas del peronismo. Como una cuestión personal, una elección estética: el heroísmo parecía tan atractivo. Veía en muchos de ellos y ellas, en su arrojo, un modo de resolver cuitas personales, culpas de clase, otras cosas. Y pensaba que no iban a cambiar la política en la Argentina. Algo en mí se interesaba más en saber qué pasaba, bien adentro del peronismo.

Muchos años después me relacioné con muchos protagonistas sobrevivientes, ex chupados, militantes de distintas alas del peronismo. A algunos de ellos tuve la oportunidad de darles poder, como cuando nombré a Julio "el Boina" Urien presidente de Astilleros Río Santiago, y no solo por sus virtudes intactas sino para enmendar algo en mí, un sentimiento de culpa y admiración por su pasado, un respeto por los tipos que no priorizaron su autopreservación como yo.

El otoño del patriarca

Un día de mayo de 2017 Duhalde accedió a un encuentro. La escritura de este libro me hizo volver sobre una pregunta: ¿por qué no fui candidato a presidente de 2003? Esa pregunta tenía una segunda pregunta más incómoda aún: ¿pude ser presidente en 2003? Cuando me sugirieron hablar con Duhalde sobre el episodio pensé en que quedaría como un boludo. En política no suelen ocurrir esas conversaciones. Pero yo quería salir de la duda, en ese año electoral. Y Duhalde me recibió.

La mente del viejo caudillo seguía encendida, aunque en modo analista. Me recibió en sus oficinas de Monserrat, sede del Movimiento Productivo Argentino, y de entrada me recordó que soy socio fundador desde hace dieciséis años, cuando venía la borrasca.

—¿Debo alguna cuota? —le pregunté, para seguirla.
—No. Los hombres de campo nunca deben nada. Son gente sacrificada, a la que todos le debemos siempre. Son acreedores —me contestó, siguiendo la broma.

El estereotipo del político campechano es inevitable con Duhalde, un viejo juego que se repite y en el que entro con afable intención.

No necesité iniciar el diálogo. Lleno de energía, se largó a comentar la actualidad y el futuro, todo a la vez. Mientras lo escuchaba pensaba en los diálogos guionados del cine, en los cuales los interlocutores van al grano. Me sonaron irreales: la gente quiere conversar. Duhalde también quería. Y, sobre todo, adelantar sus puntos de vista, usar al visitante de espejo.

En su interior vive un personaje que se siente obligado a echarse la gobernabilidad sobre los hombres. El papel del hombre-soporte: "Saqué al país de la crisis, no puedo abandonarlo ahora", sería un resumen de cómo se piensa a sí mismo.

Dijo que ya no existían gobiernos: "A partir de ahora, todos deberían ser cogobiernos. Todos adentro, viejo, si no, no salimos". No aludía solo al desastre de la economía: "No hay líderes —observó—. No se ven. Nosotros ya fuimos. Algunos creen que los líderes no hacen falta, hasta que se les viene el agua. Y eso es lo que hay que evitar. Hablo con todos y trabajo para que se comprenda esto. Y para que dejen sus egos aparte y se unan".

En su opinión se vivía algo más grave que el 2001: "La política se desentendió de la gente y la gente ya no mira nuestro trabajo con esperanza. Cuando yo agarré viaje, la gente nos necesitaba. Estaba más dispuesta que hoy. Nos criticaban en televisión, pero no había degradación y espectáculo circense".

Coincidí.

—En el 2002, la gente tenía más miedo que nosotros. O igual —dije.
—¡Exacto! Esa es la palabra. Miedo —agregó, como dando paso a las coincidencias.

infobae

Había que agruparse de nuevo, prescribió. En partidos políticos que tuvieran vida, lo cual necesariamente reduciría el inventario de veintiocho partidos nacionales que existían en ese momento. "Los partidos son sellos que se compran y se venden. ¿Cómo vamos a hacer así? Del mismo modo en que nos pusimos de acuerdo en el 2001, cuando acordamos en el acto con Alfonsín, que entendía lo que estaba en juego. Le pedí un puñado de votos para Rodríguez Saá, y los comprometió. Y tuvimos a Rodríguez Saá, que se animaba. Después se equivocó y perdió el apoyo de los radicales. Se asustó. Y con los peronistas solos, no alcanza. Cuando se fue, don Raúl me llamó y me dijo que ya no podía sacarle el bulto al desafío. Y ahí sí, me votaron casi todos en la Asamblea. ¡Volvé crisis, te perdonamos!, pensé. Cuando llega, arreglamos todo."

Duhalde estaba activo. Pero había algo más, un resquicio en su caparazón. Decía lo que pensaba, su voz sonaba más creíble que otras veces. ¿O habría sido siempre así? ¿Por qué esa mañana pude cortarlo, hacerle críticas que, aunque ya viejas, abrían algo en su discurso cerrado, en esa supuesta sabiduría empírica que enarbolaba? Tal vez mi error había sido no creerle antes, porque me sentía macaneado. Veníamos de mundos distintos pero nuestros destinos se ataron fatalmente. Quise clarificar, entonces, qué me había dicho aquella vez.

—Eduardo, ¿cuál es tu versión sobre mi rechazo de la candidatura presidencial?
—Yo te sondeé, vos no me creíste. Pero hablé con varios y opinaron que había que tirarte a la cancha. Entonces hicimos correr la bola en la prensa, como rumor, para ver qué reacción había.
—¡Pero me lo preguntaste como en broma! —objeté y le recordé el momento.
—Sí. Pero así se empieza. Vos no contestaste "no". Contestaste "así, no". Y no te ofrecí nada, solo te pregunté si vos querías. Cuando apareciste en la prensa te enojaste y me mandaste a decir que te quedabas en la provincia. Pasaron unos días y lo ratificaste.

La explicación fue simple: mi enojo. ¿Qué lo causó? La desconfianza. No les creí. Tras la masacre de Avellaneda, algunos duhaldistas intentaron que la cuestión quedara limitada a la provincia y a su gobernador. Querían limarme, que no pudiera ser candidato al año siguiente.

—Y la tarde en que eligieron al Adolfo, cuando te vi a oscuras, sentado detrás de una mesa, apesadumbrado, ¿qué pasó? Tu esposa decía que no querías ver a nadie.
—¿Eso decía Chiche? —Duhalde no lo recordaba.
—Sí. Y me pidió que hiciera algo, que les explicara a los intendentes. Chiche actuaba como si creyera que te estaban birlando la presidencia.
No, si era lo que yo quería… No pensaba asumir como lo hizo Rodríguez Saá, apoyado por una minoría de la asamblea y por gobernadores recelosos. Yo sabía que era el legislador más votado en las elecciones de dos meses atrás y que nadie me iba a sacar el puesto en las elecciones de 2003. Iba a ser el Presidente.
—Entonces ¿es cierto que te fuiste a jugar al póker con amigos para festejar?

Nunca supe si Chiche no se había animado a decirles la verdad a los muchachos o si no supo qué quería ese hombre, el más astuto. El que esperó, y solo aceptó, cuando lo necesitaron todos. Cuando ya no había futuro y había que asumir o asumir. En cualquier caso, no daba para más. Nos engañó a todos por una semana.

—Tengo que trabajar —dijo el zorro.

Me despedí con las cosas un poco más claras. Fui hacia el Congreso: había sesión

Mal final con Kirchner

Junto a Néstor Kirchner, antes de la ruptura política (Foto: NA)
Junto a Néstor Kirchner, antes de la ruptura política (Foto: NA)

En agosto, Kirchner me había sugerido que encabezara la lista de diputados nacionales en las elecciones en las cuales Cristina buscaría la presidencia. Yo había aceptado.

Después vino la campaña. Cristina era una oportunidad para una mayor institucionalidad y transparencia; su perfil encajaba y ella lo asumió como discurso de campaña. También lo tradujo a su actitud física, lo incorporó a su personalidad. Se terminaban el desorden y la incertidumbre que se le atribuían al patagónico. "La candidatura es necesaria porque si seguimos tomando curvas a 300 kilómetros por hora nos vamos a dar una piña", me sintetizó Alberto Fernández, ante mi asombro. Kirchner era un loco y Cristina llevaría la sensatez a la Rosada. O Alberto estaba cansado de Lupín, y eso era todo ese mañana.

Cristina ganó fácil. Se lo permitió la transversalidad, aunque duraría poco. Duplicó los votos de Elisa Carrió y dejó tercero al frente de Roberto Lavagna con el radicalismo. Días antes del cambio de gobierno hice un chequeo general de mi salud. Internado en la Fundación Favaloro, me llegó la noticia de que el nuevo presidente de la Cámara de Diputados no sería el diputado que mayor cantidad de votos obtuvo encabezando una lista, como señala la tradición: en mi lugar iría Fellner, ex gobernador de Jujuy. Lo tomé como una ingratitud absoluta, un acto vergonzoso. Pero no podía aducir que no había recibido señales durante los años que terminaban. Quise hablar con Kirchner, pero me hizo recibir por Alberto Fernández, quien se movió como si no me conociera: me ofreció el puesto de embajador en Alemania, le dije que no; embajador en Francia, le contesté lo mismo.

—Entonces, ¿qué querés?

—Lo que corresponde. La presidencia de Diputados.

—No. Eso no. —Entonces quiero una audiencia con Néstor —me planté.

En ese momento recibió una llamada. "Quiere hablar con vos", le dijo a su interlocutor. Era Kirchner.

Me fui. Al día siguiente me agendaron una entrevista; el día previo a la cita, la cancelaron. Kirchner no se bancaba mirarme a la cara. Randazzo me dijo que Cristina iba a ofrecerme la embajada en Uruguay. "¿Por qué no le decís que me voy a quedar en el país y voy a ser diputado, y me dejan de hinchar las pelotas?". Florencio nadaba en su culpa. Era el nuevo ministro del Interior. El día que juró la nueva Presidenta estuve en el Congreso con los demás gobernadores. A la tarde fui al juramento de los ministros. También juraba Martín Lousteau. En el fondo, sentía un gran orgullo de que se nombrara a dos ex funcionarios de mi Gabinete en las carteras principales. A su vez, Scioli se quedaba con Oporto y Giorgi. Mi gobierno no había sido malo, se veía. El problema era yo.

Lo terminé de comprobar cuando me pidieron que hiciera el último vuelo como gobernador llevando a Kirchner, ya ex presidente, y al flamante ministro del Interior a La Plata. Fuimos a la Legislatura y el nuevo gobernador juró ante la Asamblea. Le entregué la banda. Recibí un apretón de manos de Lupín, un abrazo de Scioli y una ovación de los legisladores. El helicóptero me dejó en General Rodríguez, mi nuevo domicilio, donde vivo desde ese momento.

"Peronismo, pampa y peligro. Mi vida en la política argentina", de Felipe Solá (Ariel)

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