Un extraño texto sobre homosexuales, coreanos y periodistas

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En estos días llegó a las librerías "El fin del armario", del activista gay Bruno Bimbi. Es un libro fantástico en el sentido periodístico del término porque cuenta, y cuenta bien, historias atrapantes y desconocidas. Pero, además, es valiente, chismoso, informado, irreverente, emocionante, apasionado y caliente, todo en la medida en que corresponde. Sus páginas describen tal vez la revolución más impresionante que se produjo en las últimas décadas en el pensamiento occidental: de repente, una gran mayoría comenzó a aceptar de manera natural que no existen solo dos sexos. Es un giro más que copernicano. Hasta hace muy poco, la idea dominante sostenía que había solo varones y mujeres y, en todo caso, un tercer sexo de "desviados", "pervertidos", y "mariquitas". Ya no. El blanco/negro se transformó en un arco iris.

En uno de los capítulos, Bimbi desafía la noción tradicional hasta hacerla explotar por el aire al ironizar sobre una pregunta clásica: "En tu pareja, ¿quién hace de varón y quién hace de mujer?". Con esfuerzo didáctico, Bruno explica que esa pregunta responde a patrones perimidos. Se suponía que, en el acto sexual, el varón penetra a la mujer. De esa suposición, se desprende que, en una pareja homosexual, el que hace de varón penetra y el que hace de mujer es penetrado. Pero parece que hay muchas más variantes que esa, inclusive en las parejas heterosexuales. Pero no una, o dos o tres variantes, sino cientos de ellas. Ese acercamiento es tanto más humano que el anterior porque destruye imposiciones, límites y culpas. Cada uno puede ser lo que quiera. Así de simple. 

El aporte de la lucha por los derechos de la comunidad LGBT es maravilloso no solo porque terminó, o va terminando, con una injusticia atroz, sino porque amplió los límites de la libertad de pensar y de la tolerancia hacia todos los puntos cardinales: si alguien es capaz de pensar que no solo hay dos sexos sino infinitas variantes, si se rompe la idea de que hasta esa verdad, ese relato, es discutible, tal vez todas las verdades lo sean, o todos los relatos sean posibles. Es un camino de ida que recién comienza a recorrerse, que desafía a las mentes más esquemáticas y que tendrá evidentes consecuencias políticas.

Bruno Bimbi, autor de “El fin del armario”
Bruno Bimbi, autor de “El fin del armario”

En los últimos años, el debate público argentino giró alrededor de un eje dominante, que empieza a desdibujarse: el kirchnerismo. La letra "K" definía prácticamente a todo aquel que opinaba sobre algo. Se podía ser K, no K, ultra-K, anti-K y variantes de eso. Muchas personas, cuando conocían a otras, lo primero que intentaban deducir era en cuales de esa categorías se incluirían estas: ¿es K? ¿No K? ¿Ultra-K? ¿Anti-K? Para cientos de miles, no se trataba de categorías políticas sino esencialmente morales. Un K o un anti-K solo eran personas moralmente respetables si pertenecían al mismo conjunto donde se incluía quien los juzgaba.

Todo eso, aunque mucha gente aun no lo perciba, empieza a desaparecer. Caído el kirchnerismo, la siguiente víctima del proceso que comenzó en diciembre del 2015, será naturalmente el anti-kirchnerismo. Así como hay personas que descubren alternativas infinitas en el terreno sexual, de a poco será cada vez menor la cantidad de argentinos que se defina existencialmente según el prefijo o sufijo que le agregue a la letra K, sencillamente porque la K será apenas una letra más del abecedario, y habrá un arco iris de nuevas letras para elegir.

Un sector que está especialmente atravesado por este proceso es el periodismo. Era inevitable que durarán los ecos de años muy duros, que no cicatrizaran rápidamente las heridas. Esas huellas de tiempos anormales provocan una discusión que, en general, es sorda pero que en estas semanas adquirió rasgos airados. Básicamente se resume en una pregunta: ¿Cómo cubrir a Macri?

De esa pregunta surgen otras: ¿Hay que cuidarlo para que no vuelva Cristina? ¿Hay que reproducir la confrontación brutal con el kirchnerismo? ¿Hay que concentrarse en demoler ladrillo a ladrillo lo que queda del régimen anterior? ¿Hay que volver a una actitud profesional?

No hay recetas ni tiempos predeterminados para resolver estos dilemas. Una cosmovisión del mundo y la sociedad acaba de estallar y, entonces, es lógico que cada uno, a tientas, comience a explorar un terreno desconocido. Las soluciones que se encuentran son personales y, en general, efímeras porque las condiciones cambian velozmente. Hay tantas respuestas como periodistas, o más aún, porque cada uno tiene derecho a cambiar, a probar, a equivocarse y a volver a probar y a equivocarse.

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Si la tradición se impone, con el tiempo se normalizarán las cosas y no será tan complicado que la televisión prime time supere las actuales dificultades para exhibir los rasgos más vidriosos del gobierno actual: el periodismo crítico ha sido un elemento central de la democracia y no se apagará. Pero no será un proceso lineal.

En este contexto, hay personas que se inquietan e intentan que el genio malvado vuelva a su lámpara: si todo estaba tan claro mientras se bailaba alrededor de la letra K, ¿por qué cambiar? De allí, surge el concepto de Corea del Centro. Hay dos sexos: varón y mujer. Solo dos, y los "desviados". Hay dos maneras de pensar: K y anti- K. Solo dos, y los de Corea del Centro.

Es un enfoque muy antioccidental, porque desconoce, justamente, la riquísima posibilidad de disentir, de criticar gobiernos como a cada uno le plazca, de buscar caminos inexplorados. Y entonces, reduce todo a dos lugares conocidos: el bien absoluto -o sea, nosotros-, el mal absoluto -o sea, ellos- y los imbéciles, los tibios, los hipócritas, los sexualmente desviados.

Como el bien y el mal no existen, al menos de manera tan terminante, las personas van migrando de ese eje, y alivianan de a poco, una mochila cargada de patologías. Al fin y al cabo, Corea es un gran fracaso. Medio país apunta a la otra mitad con armas nucleares. Debe haber formas más inteligentes de vivir. Vida hay una sola: no nos vamos a pasar cuarenta años hablando de los cuarenta años, como decía José Sacristán en Solos en la Madrugada.

Salman Rushdie tiene un texto hermoso sobre este asunto de los homosexuales, los coreanos y los periodistas. "Nuestra capacidad para recontar y rehacer el relato de nuestra cultura es la mejor prueba de que nuestras sociedades son en efecto libres. En una sociedad libre, la discusión en torno de las grandes narraciones nunca cesa. Lo importante es la propia discusión. La discusión es la libertad. Pero en una sociedad cerrada aquellos que poseen poder político o ideológico intentan poner fin a esos debates. Les contaremos el relato, dicen, y os explicaremos lo que significa. Les explicaremos cómo debe contarse el relato y les prohibimos que lo contéis de ninguna otra manera. Si no les gusta cómo contamos el relato, son enemigos del Estado o traidores a la fe. No tienen derechos. ¡Pobres de ustedes!".

Las páginas de "El fin del armario" desbordan de historias de vida dramáticas, tiernas y conmovedoras. Pero el libro se pone aun más interesante cuando recorre los distintos matices de la comunidad LGBT. Uno de ellos es el que surge del contraste entre los homosexuales históricos, los que vivieron el sexo clandestino, las persecuciones, la crueldad "paki", las salvajadas de los edictos políticiales, y los gays del presente, que se besan en las calles, se buscan por Grindr, logran sus derechos y los disfrutan. Bimbi describe que algunos de los viejos homosexuales quedaron anclados en el dolor y viven con cierta incomodidad, la alegría y el desprejuicio de las nuevas generaciones: como si el trauma de las persecuciones no se debiera olvidar nunca.

¿Hay que perdonar? ¿Hay que olvidar? ¿Hay que ser comprensivo con quien ha aplicado la crueldad cuando tenía poder? Son preguntas que han angustiado muchas veces a la humanidad: a la Europa posterior a la segunda guerra, a la España de la transición, a la Argentina de la posdictadura, a la comunidad LGBT luego de tantos años de persecución. En comparación con todo esto, la grieta argentina es un episodio menor, pero reproduce algunos de estos dolores, de esas preguntas. ¿Es posible superar el odio? ¿O el espiral de rencores y broncas está destinado a generar otros rencores y bronca y así hasta el infinito?

De alguna manera, el futuro de los países y de las personas se define por las respuestas que den a esas preguntas. ¿Vivir en una de las dos Coreas cuando hay tantos países sin armas nucleares? ¿A quien podría resultarle atractiva esa idea?