Señor chef
por QUENA STRAUSS, periodista
Habrás notado: las mujeres en la cocina somos simplemente cocineras, pero los hombres, por lo visto, no pueden acceder al reino de las hornallas sin haber sido previamente coronados con un sombrero gigante en forma de muffin para dinosaurios que los consagra como jefes.
Porque eso significa chef de cuisine, o mandamás de la cocina. Así son ellos: al volante, o nada. De goleador, o nada. De director, o nada. Nosotras, en tanto, ocupamos sin drama los márgenes de nuestros territorios, siendo a la vez mil cosas: reposteras, pelapapas, patiseras, bacheras y tanto más.
Tranquila, no comenzaré aquí con el tachún tachún de "Porque a nosotras no se nos reconoce y ñaña". Pero esa es la triste (y cómica) realidad: a un par de pantalones en la cocina sólo se le pide que haga un puré comible, mientras que a una mujer se le exige que conozca de memoria, sin repetir y sin soplar, el listado completo de aniversarios de bodas (de papel, de seda, de hilo, de lana), los puntos de cocción del huevo y la diferencia entre punto letra y punto hilo. De todos modos, lo trágico del caso es que lo que en la cocina da gracia, en otros ámbitos (el Congreso, ponele) mueve al llanto.
En mis tiempos –los días de la gloriosa Doña Petrona C. de Gandulfo– los tipos casi no pisaban la cocina y ése era el reino abundante de las mujeres ídem.
Desde la cocina se alimentaba, se educaba y hasta se divertía. Pero sin alharaca: la cocinera era apenas una sombra severa sobre las fuentes, una visión, un fantasma. Ellos, en cambio, esperan un aplauso cerrado siempre. ¡Porque no hay quién los supere haciendo huevos duros, desde ya!
Hoy cocino yo
por LUIS BUERO, periodista
A mí me gusta cocinar toda carne bien jugosa. Por eso, en mi caso, si hago pollo a la cacerola podría pasarme lo que cuenta el chiste: Ella: Amor, me parece que el pollo te salió crudo. Él: ¿Por qué lo decís, querida? Ella: Porque veo que se está comiendo las papas (risas).
Mi carrera culinaria tuvo etapas. De chico no existió. La cocina era el trono de mi abuela, la gran cocinera de la familia, y si entrabas a buscar una cuchara ya tenías que dar explicaciones al pisar el primer mosaico.
Ahora, cuando me casé, y pasé de la casa materna a la propia, aprendí a cocinar cosas sencillas como colaborador, no sólo por aquella ideología de la igualdad de género setentista sino también porque mi entonces esposa no siempre podía encargarse de la cocina. Después vino mi etapa de divorciado, en la que nunca me enteré si el horno funcionaba.
En las panaderías, supermercados, rotiserías, compraba todo hecho. Y sumaba todo saquito, sachet, polvillo, que con un poco de agua caliente se convirtiera en comida.
Desde hace tres años estoy nuevamente en nueva pareja y volví a tomar la plancha, la sartén y el cucharón. Ocurre que no convivimos y cenar en restaurantes varias veces a la semana nos destruye el sueldo.
No llego a especialidades como cazuela de mariscos o matambre a la pizza. Eso quedará para mi próxima reencarnación. Pero me las rebusco con otras recetas, Google mediante, haciendo a veces un enchastre de harina y demás ingredientes, a limpiar.
Cocinar me sirve para "no pensar en nada", y eso es lo más nutritivo. Y a mi novia, como hacía mi abuela, no la dejo pisar la cocina. ¡Ja!
ilustración VERÓNICA PALMIERI