Las palabras de Volodomir Zelenski resuenan en un mundo consternado por el retorno de la práctica más brutal que se consideraba perimida: la agresión armada abierta de un país hacia otro. “Si el Consejo de Seguridad no logra hacer responsable a Rusia, demostrará que es un organismo inútil. ¿Están listos para clausurar la ONU? ¿Creen que el tiempo del derecho internacional ha pasado? Si su respuesta es no, entonces deben actuar de inmediato”, expresó días atrás con su habitual elocuencia el Presidente de Ucrania, convertido en líder admirado de un país heroico, ante la Asamblea de Naciones Unidas.
¿Por qué el sistema internacional y el ecosistema de naciones Occidental en particular permitieron a Putin llegar hasta acá? La gran pregunta que se multiplica en todos los ámbitos, bajo la eterna lógica del análisis de acontecimientos con “el diario del Lunes”. ¿No hubo, acaso antes de la invasión a Ucrania, asedios y ocupaciones del régimen ruso en Chechenia, Georgia y Crimea? Lo cierto es que las realidades sobre las que debemos operar, más aún en materia de política internacional, son más complejas de lo que suponemos cuando las analizamos luego de transcurridos los acontecimientos. Los actores despliegan sus estrategias y decisiones siempre influenciados por los climas de época, ese conjunto de ideas y valores que se erigen dominantes en virtud de la secuencia que sigue la historia. Y también de la relación de fuerzas del momento, siempre estimada, propia de la realpolitik.
Después del shock terrorista del 2001, las guerras preventivas de G. W. Bush y la crisis financiera global del 2009, el clima de época impulsaba renovadas apuestas por la diplomacia multilateral y los consecuentes esfuerzos para reconstruir confianza, generar concesiones y priorizar el comercio en la matriz de intereses internacionales. Obama y Merkel quizás, fueron exponentes centrales de esa partitura de los tiempos. Autócratas del mundo, como Putin, encontraron espacio para sus pacientes estrategias de poder bajo montajes de fachadas democráticas.
Pero en este año 2022, en el que comenzábamos a salir de la pandemia, llegó la invasión de Putin a Ucrania. Siempre decimos que la civilización tiene reservas para ir por más y que aún en etapas de cansancio, tensión y debilidad de liderazgos, hay en marcha nuevas energías para recrear las fuerzas del progreso. Putin apostó por un Occidente estresado, dividido y concentrado en la reparación post pandemia. También por una China más jugada en su enfrentamiento con Estados Unidos por el liderazgo tecnológico global. Y finalmente también por una Ucrania paralizada por el temor y huérfana de un liderazgo fuerte que nunca podría emanar de un cómico devenido en Presidente.
Un autócrata aislado, sin valerse de la inteligencia colectiva que abunda en el mundo de talentos, redes y tecnologías, carece de sensibilidad y eficacia para leer entre líneas aquellas señales menos explícitas de un mundo jaqueado por problemas, pero con esas reservas siempre renovadas para ir por más. El mundo, aún sin disponer de herramientas viables para parar frontalmente a Putin, está demostrando que es mucho más que un enjambre de intereses nacionales urdidos por instituciones obsoletas como la ONU, el Consejo de Seguridad y la Corte Penal Internacional. Y que, como civilización, no podemos haber llegado hasta acá para rifar nuestro futuro ante los caprichos históricos de sátrapas siempre amparados en el principio de soberanía nacional.
Duele pensarlo y más decirlo, pero quizás necesitábamos de un autócrata tan rústico y lanzado como Putin y de un líder tan excéntrico y original como Zelenski, para alinear miradas e impulsar nuevas voluntades en dirección a un mundo que debe decidir si está dispuesto a dar un paso adelante en su capacidad de proteger la libertad, los derechos y la dignidad de las personas, más allá de la aún infranqueable barrera de las soberanías nacionales. Más aún después de las pruebas sobre crímenes de guerra que se acumulan en contra de Putin. Quizás dentro de unos años o décadas recordemos a los mártires de la arrasada ciudad de Bucha como el símbolo de un mundo que se animó a ir por más y comenzó a cerrar el grifo a los déspotas que crecen en maniatadas democracias, como la maleza suele hacerlo en campos maltratados y descuidados. Y todavía más al cobrar real perspectiva de que aún en democracias con instituciones sólidas e independientes, el ejercicio democrático crispado y polarizado puede poner a un país en manos de liderazgos tan destructivos como el de Donald Trump.
¿Por qué no pensar que este salto adelante es posible? ¿O acaso no hemos vencido imposibles en la historia, como las guerras permanentes, los imperios, la esclavitud, buena parte de enfermedades infecciosas y estamos en franco camino de vencer la pobreza extrema, el analfabetismo y la explotación de mujeres y niños (aún considerando retrocesos temporales por pandemias y otros accidentes)? Es claro que ya hemos aprendido que el respeto a los derechos humanos y la plena vigencia de sistemas democráticos no pueden imponerse desde afuera de un país, sino que ello debe ganarse y construirse “in house”. Pero quizás estemos a las puertas de aprender que la soberanía nacional debe evolucionar hacia un principio relativizado por la soberanía de las personas en un mundo cada vez más consciente de que una bandera no debiera ser un paraguas para encubrir avasallamientos flagrantes a los derechos humanos. Y que si bien hay culturas e historias menos propensas al modelo de democracia liberal de Occidente, es un mito funcional a dictadores de turno el supuesto de que algunas culturas son esencialmente antagónicas a los derechos humanos universales.
Lo cierto es que actualmente hay más incentivos que nunca en la historia para diseñar y poner en marcha los mecanismos que liberen de las garras de autócratas y tiranos a los ciudadanos de cualquier rincón del mundo. Y todo ello se potenciará si Ucrania resiste y Putin se desvanece, ya sea en estruendoso fracaso o bien en humillante repliegue. Hasta hace muy poco, los principales actores del orden global no tenían las convicciones para impulsar la idea de que el comercio, las cadenas de valor y la globalización son mejores y más sostenibles cuando van de la mano de instituciones capaces de respetar y empoderar a las personas. El imperativo de facilitar negocios y exportaciones suele obligar a ser tolerante con las autocracias y sus abusos.
Pero ello está cambiando aceleradamente. Las señales a favor se multiplican en diversos campos. La transformación hacia energías limpias para liberarnos de las cadenas del carbón y el petróleo (habituales tesoros de los experimentos autocráticos) no tiene vuelta atrás; el avance renovado de la economía digital más descentralizada y transparente va ingresando en etapas de maduración y la corriente del capitalismo de partes interesadas (triple impacto) nos sorprende con nuevas manifestaciones diariamente. Juntos, estos fenómenos constituyen vectores imparables de evolución que impulsarán a dejar de hacer negocios con esos chicos malos del mundo, siempre amparados en supuestos valores y aspiraciones nacionalistas que los respaldan.
Duele en el alma no disponer de instrumentos para ir en defensa directa de ucranianos que sufren semejante agresión. Voluntarios, armas y masivo apoyo moral es por ahora lo que el mundo libre puede ofrecer. Pero es bueno reconocer que las sanciones políticas, económicas y financieras contra la Rusia de Putin no tienen precedentes y ahora si, en este mundo global, prometen esmerilar dramáticamente su poder. A pesar de que aún no estemos preparados para decirle basta al combustible de origen ruso.
La dignidad del pueblo de Ucrania se impondrá y será la energía vital para convencernos de que comerciar con autocracias es inmoral y que el asilamiento es una herramienta cada vez más efectiva en un mundo que funciona como una macro red neuronal, vital para el progreso colectivo. Desconectar de la cadena de valor global a un país explotado por un autócrata y sus oligarcas de referencia, transformar las instituciones internacionales capaces de juzgarlos cuando sus aventuras se desploman (Corte Penal Internacional que trascienda la adhesión de cada país) y potenciar los mecanismos de rápida reparación e impulso para esas sociedades liberadas de los tiranos de turno, pueden configurar la fórmula para este salto delante de la Humanidad que vemos plausible en el siempre inacabado camino de la civilización.
San Agustín decía que el mal no tenía entidad en sí mismo, sino que era más bien una carencia del bien. Y que por ende, más que combatirlo frontalmente, la mejor estrategia siempre es el ingenio para llevar el bien a esos espacios de carencia que el mal ocupa como una mancha de aceite. El mundo tiene la obligación moral de llevar el bien a cada rincón, no bajo el imperio de las armas sino de fórmulas más sostenibles para proteger los derechos y libertades de las personas, que en definitiva son las plataformas esenciales para el progreso. Y ello supone el fin de las autocracias o al menos su encapsulamiento hasta que se desvanezcan. Que resuenen las palabras de Zelenski y nos inspiren a ir por más: “Si el mundo se mantiene al margen, se perderá a sí mismo. Para siempre. Porque hay valores incondicionales. Lo mismo para todos. En primer lugar, esto es vida. El derecho a la vida para todos”.
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