Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence intentan convencer a las autoridades de Estados Unidos, y al círculo rojo en general, que sus hallazgos científicos requieren ser considerados seriamente y que sin decisiones urgentes, la Humanidad corre severo peligro. Un Cometa de gran tamaño viaja hacia la Tierra y la colisión proyectada puede ser letal. La secuencia de la reciente película dirigida por Alan McKay, “No Mires Arriba”, refleja, con pasajes de sátira propias del arte cinematográfico, una situación que se repite con frecuencia en la vida organizada en sociedad y especialmente en el patio trasero de las nobles democracias que predominan en el mundo: el corto plazo se come a la generación de condiciones para el progreso sostenido. La política agonal anula a la arquitectónica. Las pulsiones de la inmediatez comprometen implacablemente la construcción de futuro. Lo urgente suele no dejar espacio para la consideración de lo importante.
La ficción tiene licencia para reflejar realidades con capas de matices e imaginación. “No Mires Arriba” exagera la irresponsabilidad de liderazgos que aún funcionan de espaldas a las evidencias que las múltiples vías de generación de conocimiento nos ofrecen. Aún así, refleja la recurrencia de un patrón que nos condena (de forma variable en los distintos países del mundo): patear los problemas hacia adelante para evitar los costos que siempre conlleva armonizar los beneficios del presente con la inversión para construir futuro. Emerge así una cuestión central: habiendo logrado tanto para liberarse del oscurantismo, la superstición y el avasallamiento en el mundo, ¿Cómo es posible que la Humanidad siga tolerando la reproducción de situaciones como las que protagonizan DiCaprio y Lawrence, donde liderazgos formados e informados, legitimados por mecanismos democráticos, operan como enemigos del futuro?
No hay una respuesta simple a semejante pregunta. Debilidades propias del menos imperfecto de todos los sistemas políticos inventados hasta ahora (la democracia), cuestiones vinculadas a la psicología colectiva (potenciada por el poder influenciador del social media y los algoritmos que predicen nuestros comportamientos) y naturaleza propia de la lucha por el poder, siempre descarnada como la describió en el Siglo XV el Padre de la Ciencia Política (el florentino Nicolás Maquiavelo), son algunas de las cuestiones que seguramente tienen que ver con la persistencia de liderazgos y sistemas cortoplacistas, enfrentados con las evidencias y que terminan convirtiéndose en detractores del futuro.
Por otro lado, y como bien fundamenta el filósofo español Daniel Innerarity, la política en general y la democracia en particular, no pueden reducirse a una búsqueda de la verdad, a un sistema de decisiones objetivas ni a un mecanismo de convalidación del consenso al que puedan arribar expertos en distintas disciplinas. Siempre habrá que operar en un terreno restringido por el juego de intereses contrapuestos (que la buena política busca armonizar) y las diversas interpretaciones de la realidad amparadas bajo la vigencia de las libertades personales (que tanto costó conseguir). En ese laberinto de visiones, intereses y posibilidades transcurre el juego democrático y la política es el instrumento para lograr lo que parece imposible: la existencia de proyectos colectivos que unan a las personas de una sociedad sin por ello socavar las individualidades y diversidades que nos constituyen.
Pasemos en limpio entonces: no siempre es posible una relación directa entre decisiones políticas y evidencias científicas objetivas; el conocimiento científico está en construcción y revisión permanente; la deliberación y negociación entre los actores de un sistema democrático muchas veces permite sólo acuerdos limitados y perfectibles y el ensayo y error se impone como metodología útil en un mundo poco previsible a pesar del cuantioso conocimiento que nos aporta la ciencia. Aún así, reconociendo todos estos fenómenos que configuran la complejidad del entramado político y social, el gran desafío para construir futuro sigue siendo multiplicar el coraje de los líderes públicos y privados para vencer la trampa del corto plazo, construir visiones colectivas y motorizar estrategias basadas en evidencias. El conocimiento es cada vez más una condición necesaria aunque no suficiente para la buena política y la construcción de futuro.
Este enorme desafío global de crear futuro se enfrenta siempre a un gran y expansivo obstáculo: la proliferación de actores que operan como detractores y enemigos del futuro. Tienen distintos orígenes y motivaciones, suelen estar equipados con poderosas narrativas para conseguir adhesiones y explotan de forma hábil las emociones negativas que florecen sobre un mundo en acelerara y asimétrica transformación.
Algunos de ellos abrazan la demagogia, esa técnica tan nociva para simplificar problemas, prometer lo imposible y manipular la información para sostener “el mientras tanto”. Otros erosionan el futuro desde su fanatismo, respaldando proyectos totalizadores, basados en jefaturas verticales que se arrogan la representación del pueblo bajo una concepción homogénea del mismo reñida con la realidad. Otros son conocidos bajo la etiqueta de “negacionistas” y renuncian a la consideración de validaciones progresivas a pesar de ser incapaces de generar falsación del conocimiento existente con teorías debidamente respaldadas. Suelen completar su repertorio con la promoción de visiones conspirativas (siempre hay un oscuro interés detrás del conocimiento que se presenta como ampliamente validado). Finalmente están los libertarios, aquellos que abrazan la libertad personal como un valor absoluto, renuentes a aceptar limitaciones que emanan de las instituciones que regulan la vida en sociedad (anti-sistemas) y que suelen boicotear procesos de concertación e inteligencia colectiva en virtud del celo radical a sus esferas de libertad individual.
Demagogos, fanáticos, negacionistas y libertarios, aún con el riesgo que toda conceptualización generalista conlleva, tienen algo en común: afectan la capacidad de un sistema político y social para forjar el futuro. Socavan las bases sobre las cuales se asientan los liderazgos sensatos para guiar los esfuerzos individuales y grupales hacia futuros mejores para el conjunto: la toma de decisiones basada en las evidencias que la ciencia y la tecnología nos entregan de forma creciente. Pero también socavan esas posibilidades a partir de obturar las vías de la buena política, esa capaz de construir senderos comunes en la diversidad de intereses, valores y miradas que toda sociedad contiene.
La lista de enemigos del futuro no es exhaustiva pero quizás bastante representativa de los actores que, bajo la cobertura de los Estados de Derecho y las democracias, suelen operar bajo visiones y narrativas que nos alejan de la capacidad de construir futuro. Frente a ellos, dispositivos de coerción, cancelación o cercenamiento no constituyen solución alguna. Intentos de remedios peores que la enfermedad. Solo la construcción paciente de líderes responsables, con destrezas múltiples y buenas narrativas para operar en el terreno del juego democrático, ofrece un camino por el que conviene apostar. Neutralizar el impacto de los enemigos del futuro es una maratón que se corre todos los días y de cuyo resultado depende, en buena medida, la salud de las democracias y el progreso social.
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