Lo tenían todo, pero no habían logrado nada. La familia estaba despedazada. Nada podía tener ya retorno alguno. Los celos, las envidias y los egos los habían destruido a ellos y entre ellos. Pero por sobre todas las cosas, los silencios, lo no dicho y su incapacidad para hablar, era lo que los había roto. Los años de distancia eran ya más largos que los kilómetros y el desierto que los dividían.
La historia bíblica de Iosef y sus hermanos lastima por su crudeza. Habían vendido a su propio hermano a una caravana de mercaderes del desierto con tal de sacárserlo de una vez de encima. Iosef llegó a Egipto, desnudo, hambriento y olvidado. Vivió como esclavo y en prisión, pero nada lo detuvo. Su visión y su fe lo llevarían a alcanzar sus sueños de grandeza. De pronto, ahora era el nuevo príncipe de todo Egipto. Del otro lado del mundo, sus hermanos lo creían seguramente muerto. Su padre lo había duelado sin consuelo todo ese tiempo. Mientras tanto, Iosef sólo acumulaba resentimiento, furia, dolor y vergüenza.
Después de más de 20 años, el destino los volvería a unir. En Canaán, donde vivían los hermanos de Iosef, arreciaba el hambre. Llegaban noticias de que en Egipto un príncipe había logrado almacenar grano suficiente para pasar los años de sequía, por lo que deciden viajar a la tierra de las Pirámides. Al llegar se encuentran con el famoso príncipe, que por supuesto era su hermano perdido. Pero el texto duele: “Iosef reconoció a sus hermanos, pero ellos no lo reconocieron” (Gén 42:8). ¿Cuán quebrado puede estar un vínculo, para no reconocer a tu propio hermano? Iosef sin embargo, los ve y lo recuerda todo. El pozo, el frío, la indiferencia, la súplica, la mesa con su padre, la sonrisa de su madre, la infancia en su Canaán. Recuerda el olvido, la soledad, lo imperdonable. La nostalgia de los buenos tiempos. Lo que no puede regresar. El tiempo perdido, las vidas perdidas.
Arma entonces un plan. Más que él, su venganza es quien lo arma. Los acusa de espías, de ladrones, de mentirosos. Con su poder los amenaza con hacerlos esclavos, con no regresar más a su tierra. Quería que vivieran lo mismo que él, ahora en su piel. Después de las amenazas y la angustia, les dice que se quedará con el menor de ellos, Biniamin, como su esclavo. Ellos debían regresar a decirle a su padre que había perdido otro hijo. Ese que habían prometido cuidar con su vida esta vez. El anciano sin dudas moriría de tristeza. La vida de esos hombres estaba echada. Todo era el final.
Es entonces cuando en un instante de inspiración, todo cambia. El alma de Iosef le habla a través de su cuerpo que no deja de temblar. Sus ojos se tornan borrosos, las lágrimas confunden los rostros de sus hermanos frente a él. Deshecho por los años de tristeza y cansancio, comprende que no puede seguir perdiendo a los suyos. Entonces, con un hilo de voz, Iosef desnuda su ser y les dice: “Ani Iosef”, “Soy yo, Iosef” (Gén 45:3).
Dice el gran Maestro Jasídico y escritor del Mei Hashiloaj, el Ishbitzer Rebbe, que hasta ese momento la situación de los hermanos era una catástrofe. Todo para ellos era la oscuridad de un futuro incierto, cargado del dolor de los vínculos rotos del pasado. Pero que con apenas esas dos palabras, todo su mundo cambia. De pronto, el mundo entero comienza a girar para el otro lado.
Hay veces que vivimos dentro de situaciones donde nada parece tener salida. Donde no encontramos ninguna opción racional para salir del lugar en el que estamos. Pensamos entonces, que vamos a seguir así por siempre. Que vamos a continuar en esa crisis de la que no podremos retornar, porque sentimos que hay cosas que son demasiado imperdonables. Sin embargo, a veces con sólo dos palabras podemos cambiarlo todo. Todo se resume en el coraje espiritual de decidir hablarlo, decirlo, expresarlo. Eso que tenemos callado tanto tiempo. Desnudar quiénes somos. Para que todo el mundo vuelva a empezar.
A veces quienes estamos quebrados y distanciados somos nosotros mismos de nuestro propio yo. Retazos de lo que fuimos. Rotos por dentro, no nos perdonamos el habernos vendido como esclavos de una vida que no queremos. Vemos al enemigo en todas partes y resulta que sólo habitaba allí dentro. Mirarnos al espejo, decirnos “Soy yo” y decidir perdonarnos, es el comienzo de todo.
Otras tantas, no perdonamos a otros lo que sí perdonamos en nosotros. La distancia se hace entonces eterna y lo imperdonable más prioritario que lo que pide el corazón. Nos hacemos esclavos del rencor por más que lloremos a escondidas. Decirle a los ojos a los nuestros “Soy Yo”, es un acto de coraje. Desnudar el ser y reencontrarnos con aquellos vínculos que creíamos quebrados, es el comienzo de la caída de esa noche tan larga.
Amigos queridos. Amigos todos.
El Sefer HaZohar, el libro sagrado de los místicos, nos enseña que en el futuro podrán estudiar en la mesa del Mashiaj aquellos que logren transformar lo oscuro en luz y lo amargo en dulce. Sabio no es aquél que se aleja de lo oscuro o lo amargo, sino el que lo aprende a enfrentar. El que descubre que esa amargura es en este momento de la vida su dulzura y que esa noche es su día. El que entiende que debe re-velar su propio yo, ingresar en el problema, enfrentarlo en lo profundo, aprender a perdonar y apostar a vivir más alto. El que se transforma en testigo de que los tiempos amargos son la base de una vida donde disfrutar más de lo dulce, y que las noches oscuras son el origen de toda iluminación.
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