¿Abolicionismo o bala?

Los problemas complejos, como la inseguridad, no se resuelven en un mandato de gobierno ni en dos, sino que demandan respuestas sostenibles en el tiempo

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Franco Fafasuli
Franco Fafasuli

El caso de Roberto Sabo, un comerciante de 45 años al que mataron de cuatro tiros cuando lo asaltaron en su kiosco de Ramos Mejía, conmovió a toda la sociedad. Lo mismo ocurrió hace apenas un mes con Lucas Cancino, un joven de 17 años al que mataron de una puñalada en el pecho en Quilmes cuando salía de su casa en bicicleta para ir a la escuela. Y otro tanto pasó hace unos meses con otro homicidio en ocasión de robo y hace unos años con otro, y hace unas décadas con otro y otro y otro.

Antes de hacer cualquier análisis abstracto o general, antes de “usar” los casos para pensar por qué en casi 40 años de democracia vamos viendo pasar marchas y homicidios como un macabro déjà vu, no dejemos de manifestar nuestro acompañamiento a las familias de las víctimas, que atónitas ven cómo sus padres, sus hijos, sus hermanos se convierten rápidamente en un número más de la estadística.

Las consecuencias jurídicas de cada caso son siempre distintas, pero las reacciones políticas y sociales suelen ser similares: las familias lloran y reclaman, la comunidad protesta, los medios hacen coberturas 24/7, la policía dice que no tiene recursos, los jueces dicen que las leyes son malas, los que gobiernan dicen que la culpa es de los jueces y los que quieren gobernar se lanzan a gritar que ellos lo harían mejor.

“Esto no empezó con nosotros”, “inseguridad hay en todos lados”, “es una sensación” vs. “son cómplices de los delincuentes”, “falta decisión política”, “hay que cambiar las leyes”, “se roban la plata de nuestros impuestos en vez de comprar patrulleros”. Lo vimos mil veces. Cada tanto cambian los nombres y las caras de los actores políticos, pero todos son fieles a la letra asignada a sus personajes. Si el hecho ocurre en medio de un proceso electoral, los que gobiernan y los que quieren gobernar extreman y simplifican hasta el hartazgo sus posiciones. No hay tiempo de pensar, de analizar, de averiguar qué sirve y qué no. Eso es lo que deberían hacer (y no hacen) cuando se preparan para gobernar y nos piden el voto. Pero hay que ganar una elección. Así que ahí tienen, ciudadanos, elijan: ¿abolicionismo o bala?

Por supuesto que no es tan fácil. La tasa de homicidios dolosos está por debajo de la de nuestros vecinos y apenas por encima del promedio mundial, es cierto. Usé los últimos datos disponibles en la base de datos de estadísticas de homicidios intencionales de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) para comparar la tasa de homicidios dolosos cada 100.000 habitantes de la Argentina con la de otros países de la región, a los que agregué a España, a Estados Unidos y al promedio global. Lidera Venezuela con 37 y le siguen México (29), Brasil (27), Colombia (25), Uruguay (12), Paraguay (7), Argentina (5), Estados Unidos (5), Chile (4) y España (1). El promedio mundial es 5.

El último informe de estadísticas criminales del Ministerio de Seguridad de la Nación (2020) indica que la tasa de víctimas de homicidios dolosos en 2020 fue de 5.3 cada 100.000 habitantes. La evolución muestra bastante estabilidad desde 2017 y una caída considerable desde el 7.6 de 2014, al que le siguieron 6.6 en 2015, 6.0 en 2016, 5.3 en 2017, 5.4 en 2018 y 5.1 en 2019. La distribución total de hechos y víctimas y su correspondiente tasa cada 100.000 habitantes por jurisdicción tiene a Santa Fe en el peor puesto (9.9 tasa de hechos y 10.5 tasa de víctimas), seguida por Tucumán (8.7 para hechos y 9 para víctimas) y Chaco (8.7 para hechos y 8.8 para víctimas). La CABA tiene una tasa de hechos del 3.9 y de víctimas del 4.1, por debajo del promedio nacional.

El problema que tienen las tasas es que no alcanzan. Si la inseguridad sigue estando desde hace décadas entre las principales preocupaciones de la ciudadanía, aun con la mejora de algunos índices, es porque no alcanza. Claro que no se puede poner un policía en cada esquina, claro que hay hechos de inseguridad en todo el mundo, fantástico si nuestra tasa de homicidios dolosos se parece al promedio mundial o a la de Estados Unidos. Pero eso a las familias de Roberto Sabo y Lucas Cancino no les dice nada. Necesitan otro tipo de respuestas. No los mató un huracán. Necesitan creer que todos los poderes del Estado están haciendo todo lo que está a su alcance para prevenir ese tipo de hechos violentos.

La inseguridad es un problema complejísimo. Hay que encontrar un equilibrio entre el respeto a las garantías constitucionales, la prevención y el castigo; hay que considerar las causas del delito sin criminalizar la pobreza; hay que producir información empírica de calidad para focalizar medidas en poblaciones de riesgo y evaluar su efectividad de manera objetiva; hay que contar con presupuestos abultados para adquirir tecnología sin sobreestimar los efectos de un par de cámaras de vigilancia; hay que mejorar la infraestructura urbana más allá de colocar unas cuantas luces led; hay que fortalecer a la policía y a la vez combatir la corrupción y los abusos; hay que aprovechar la potencia de las fuerzas federales sin soslayar que las intervenciones que funcionan mejor suelen ser locales; hay que desarmar el sistema de cuasi-tortura al que equivalen las violaciones de derechos humanos básicos en las cárceles; hay que controlar de verdad a las personas que egresan de las unidades penitenciarias y asegurar su retorno exitoso a la vida social, laboral y familiar; hay que mejorar el acceso a la justicia de los grupos vulnerabilizados que más sufren la inseguridad; hay que reformar de manera urgente el sistema de selección y remoción de jueces y fiscales; hay que establecer mecanismos de participación ciudadana para monitorear la actividad del Poder Judicial. Y esto es solo una pequeña muestra de las muchas cuestiones delicadas que hay en juego.

La característica más saliente que tienen los temas complejos es que no se resuelven en un mandato de gobierno ni en dos, sino que demandan respuestas sostenibles en el tiempo. Y esto, a su vez, exige dos cosas que el diseño institucional de la Argentina hace casi imposibles: consensos y políticas inter-temporales. Los economistas Pablo Spiller y Mariano Tommasi vienen mostrando esto desde hace ya 20 años. Nuestra estructura de poder se parece solo nominalmente a la de otros países (federalismo, presidencialismo, etc.). El quiebre generado con el golpe de 1930 y la práctica institucional desarrollada a partir de ahí (enorme concentración de poder presidencial, centralización del gobierno federal, etc.) produce un sistema muy inestable que reduce la capacidad y el incentivo de los actores políticos para generar planes a largo plazo. Eso hace imposibles los acuerdos inter-temporales entre personas y grupos que gobiernan en distintos momentos. Las interacciones son siempre cortoplacistas y, en consecuencia, las políticas públicas son de baja calidad, improvisadas, incoherentes e inestables. El pastiche en el que se transformó el Código Penal con las múltiples reformas que se le hicieron en las últimas décadas, muchas veces presionadas por hechos de violencia resonantes, es un buen ejemplo de esto.

Aun con semejante fragilidad, nuestra sociedad puede mostrar algunos acuerdos básicos. La democracia es el más importante de ellos. Los nuevos actores políticos tienen incentivos para romper y provocar. Sería bueno que los partidos históricos dieran el ejemplo y que, pasadas las elecciones, se sentaran a coordinar esfuerzos para resolver los grandes temas, entre ellos la inseguridad.

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