Orgullo y hambre

El último informe de ILGA -la ONG más importante- 69 países criminalizan expresamente a las personas LGBTIQ+; 6 de ellos con pena de muerte. La filósofa Judith Butler mapeó el peligro global ascendente. Acá, con la verdad de las leyes, tampoco alcanza para vivir

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Una persona agita una bandera LGBTIQ+ (EFE/Luis Eduardo Noriega)
Una persona agita una bandera LGBTIQ+ (EFE/Luis Eduardo Noriega)

Al principio, hubo un cuerpo desbordado; cuerpo traidor y extrovertido, con cara de puto y pinta de trava. Cuerpo de mujer machona, o cuerpo curioso que imaginaba pasarelas del mundo y escondía su deslices de manequeen. Al principio, en aquellas infancias, hubo un cuerpo que actuaba su debido enciclopedismo y reservaba sus patadas de pelota o su cola parada frente al espejo para un mejor momento, un día de justificia final en el que vivir así, sin necesidad de género, fuese posible.

La historia de un cuerpo visto como desajustado es la historia misma de la diversidad sexual, colmada de arrebatos autoincriminatorios, arranques en los que el cuerpo informa -involuntaria pero definitivamente- su indisciplina. Cuerpo delator. El tono de voz, los movimientos de la manos, las formas de sentarse o los modos de permanecer quieto. La acción y la inacción. La caminata “masculina” o el bailoteo melodramático escondido en el baño; el quiebre secreto de caderas, la “pinta de chabón” frente al espejo o el viaje furioso arriba de un par de zapatos de taco altísimo. Los escupitajos “de varón” contra alguna pared lejana hasta que la noche del mundo provea consuelo. El orgullo es haber crecido en esa distancia con el resto. Marcas de una diferencia indeleble. El orgullo es esa fractura expuesta.

En su deliberado descontrol, para ese cuerpo la marcha anual es la música que dejó de sonar de fondo. En la Argentina, desde hace 30 años, el orgullo es una fiesta de pases libres y códigos disueltos. Un salón de eventos extramatrimoniales a cielo abierto e infierno a cuestas. Hace algunos años, la actriz estadounidense Laverne Cox definió su infancia trans como una sucesión de cumpleaños propios a los que nadie asistía. Su cuerpo ya albergaba maneras inconfundibles, señales obvias de “torcedura” y “monstruosidad”. Toda marcha es el cumpleaños de Laverne Cox, una pueblada de expresiones saturadas. El colmo del inconformismo político y un trámite carnavalesco que renueva la credencial de supervivencia. Si para ser vida, una vida debe valer por lo menos una pena, la Marcha del Orgullo es la caravana primaveral de penas bailables. Carrozas de penas invertidas a todo lo que da. Y valor concentrado. Valor a pesar del disvalor.

En sus niveles de orgullo propio, hoy la Argentina está positivamente aislada. La mayoría de los países de la región son garantía de abandono, desprotección y exterminio para la población diversa. Sin apelar a la estridencia bolsonarista, Centroamérica, Paraguay, Perú y a su manera Bolivia amenazan a diario con el paredón. México y Chile son erráticos y sangrientos, Venezuela es imposible y el resto del mundo vive días montados en un frenesí asesino. El cuerpo “detractor” cotiza cada vez más bajo y un único régimen de gobierno caracteriza a esos Estados: la fantasía de un equilibrio doméstico restituido. Cuando la promesa de bienestar asume su podredumbre, no queda consigna de mejora económica alguna. Este es el presente. Los poderes políticos pasan a prometer hacer de los países una casa y de la casa, una casa en orden otra vez, con hombres que hagan de hombres, mujeres mujeriegas y el resto, sobras. Saldos amenazables.

El último informe de ILGA -la ONG más importante- 69 países criminalizan expresamente a las personas LGBTIQ+; 6 de ellos con pena de muerte (EFE/EPA/Zoltan Mathe)
El último informe de ILGA -la ONG más importante- 69 países criminalizan expresamente a las personas LGBTIQ+; 6 de ellos con pena de muerte (EFE/EPA/Zoltan Mathe)

Tal como consigna el último informe de ILGA -la ONG más importante al respecto- 69 países criminalizan expresamente a las personas LGBTIQ+; 6 de ellos con pena de muerte. Hace días, en el periódico inglés The Guardian, la filósofa Judith Butler mapeó el peligro global ascendente: Hungría revincula por ley la homosexualidad y la pedofilia; Dinamarca intenta bajarle la temperatura a los estudios de género mientras que, “a la rusa”, Rumania intenta prohibir que esos estudios se diseminen en el sistema educativo. Polonia establece “zonas libres” de personas trans y con gestos parecidos, Turquía, España, Costa Rica, Colombia, Alemania y Francia ya no enmascaran sus intenciones análogas. La voluntad global está concentrada en agotar recursos y sentarse a mirar de cerca el incendio planetario. La contraoferta es la falsa concordia de una familia nuevamente feliz.

Acá, con la verdad de las leyes, tampoco alcanza para vivir. Cuando como ahora el derrumbe parece acelerado, los marcos legales vigentes en la Argentina no impiden el orilleo de quienes ya nacieron en la orilla. Orgullo y hambre. Los índices de pobreza e indigencia, endeudamiento, inflación y desocupación, empleo informal y explotación depredan, antes que a otros, a los cuerpos que siempre ocuparon el final. Ciudadanos a prueba y hasta nuevo aviso. La masacre financiera y emocional de la población disidente hoy sigue su curso. La Marcha del Orgullo es el reclamo de esa invivibilidad, la fuerza de miles que al decir del escritor y activista francés Guy Hocquenghem, ni siquiera cuentan con la garantía de morir en una cama.

Hace un año, en la ciudad de Dolores, falleció Agustina Isabel González. Tenía 27, estaba enferma de cáncer y vivía con VIH. Habitaba la calle, golpeada y violada en masa por ser trans. Para su despedida, la municipalidad le envió un cajón de cartón. Cartón para los cuerpos “de cartón”. Si en virtud de una ley, hoy ese cuerpo tendría trabajo -¿qué trabajo, en qué condiciones y con qué sueldo?- debería además aprender a vivir con futuro, gestionar de repente un tiempo de más que le fue extirpado de base. Al principio y al final, un cuerpo desbordado.

Aún con la camisa planchada y la tarjeta magnética para entrar a una oficina; aún con las sandalias nuevas o con el pelo corto y el título universitario, los papeles en regla y la libreta roja; aún así, detrás del mostrador y aparentemente absorbidos por la máquina de las cosas, los cuerpos traidores son resistidos y resisten. Entre otros ataques, resisten la definición. Su fractura expuesta quedará expuesta para siempre. Sabia entre las travestis sabias, la poeta chilena Claudia Rodríguez lo dice mejor: “Dicen que no sé contar historias y desde que me diagnosticaron de incomprensible, enmudeció la ciudad que llevo dentro”. Cuerpos incompresibles y ciudades adentro de ellos. Adentro de cada quien hay de todo menos lisura.

Marchar es subirle el volumen a la fauna interna de los que nunca se reconocieron llanos.

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