El crimen perfecto de la política antiinflacionaria

En lugar de interpelar al verdadero responsable del problema, el Gobierno culpa al sector empresario por fijar precios demasiado altos

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Alberto Fernández en el Coloquio de Idea
Alberto Fernández en el Coloquio de Idea

En el año 2003, el escritor argentino Guillermo Martínez publicó una extraordinaria novela policial, Crímenes Imperceptibles, luego llevada al cine como Los crímenes de Oxford. En esa novela, Martínez explicitaba la definición de un crimen “perfecto”. Un crimen perfecto, se leía, no es el que la policía y la Justicia no logran resolver. Un crimen perfecto es aquél en dónde se encuentra al culpable equivocado, y se logra cerrar el caso.

El caso de la inflación y de la política antiinflacionaria, es un ejemplo paradigmático de esta noción de crimen perfecto.

En el 95% del mundo, la alta inflación desapareció hace años. Ese éxito de la política antiinflacionaria se logró cuando la política definió que el culpable de ese crimen y, por lo tanto, responsable de su solución, era el Banco Central.

Pero para que los Bancos Centrales pudieran asumir la plena responsabilidad sobre los cambios en la tasa de inflación debían darse al menos tres condiciones. La primera, que sus autoridades tuvieran independencia de la política, en el sentido de que gozaran de estabilidad en sus cargos, fueran designadas por el Congreso con mayorías especiales y sólo pudieran ser destituidas por faltas graves y mediante un juicio político.

La segunda, que el Banco Central pudiera manejar la política monetaria, limitando estrictamente el uso de la emisión de moneda para financiar déficits fiscales. La tercera condición, y no menor, se vincula con que la economía, sobre la que esta política monetaria actúa, fuera abierta, con mucha competencia entre las empresas y con un buen marco regulatorio de defensa del consumidor. Esta última condición resulta clave, porque en los países en que las economías funcionan de esta manera, en épocas normales, los precios, en general, los determina la demanda. Si una empresa no puede ofrecer sus bienes o servicios al precio que la demanda está dispuesta a pagar, entonces, o se vuelve más productiva y baja sus costos, o resigna rentabilidad, o quiebra.

Es bajo estos parámetros que los Bancos Centrales se han hecho responsables exclusivos de la política antiinflacionaria, porque influyen, con la política monetaria presente y esperada, sobre la demanda y, por lo tanto, sobre la variación de la actividad y los precios.

En la Argentina, respecto de la inflación, se ha cometido el crimen perfecto. En lugar de interpelar al verdadero responsable -el Banco Central-, el culpable es el sector privado que fija los precios, tomando sus costos y sumando una tasa de rentabilidad “exorbitante” que el secretario de Comercio de turno, como el cuidador y defensor “del pueblo”, debe revisar, controlar y, eventualmente, reducir. Lo absurdo de este razonamiento es que confunde nivel de precios con inflación. Si fuera cierto que la tasa de inflación la fija el sector privado, con ambiciones desmedidas de su rentabilidad, no se entiende por qué esa ambición crece al 3-4% mensual, en lugar de hacerlo al 10 o al 15% mensual. Por qué esa tasa algunos años es 50% anual y otros 25% o por qué esos mismos empresarios son menos ambiciosos en Uruguay o Chile o Brasil.

Escondiendo al verdadero culpable, mientras se acusa al sector privado de la inflación, el Gobierno, en lugar de ser responsable, pasa a ser el defensor de las víctimas, los consumidores. El crimen perfecto, diría Martínez.

La realidad es que la inflación argentina, al menos la que corresponde al cambio de régimen inflacionario del veintipico por ciento anual, al cincuenta por ciento anual, de los últimos cuatro años tiene un claro origen macroeconómico.

Primero fue la crisis de deuda originada en los primeros meses del 2018, que se prolongó hasta principios del 2020, y que triplicó el precio del dólar libre, la verdadera moneda de la Argentina. Luego fue la crisis fiscal derivada del pésimo manejo de la renegociación de la deuda, de la falta de acuerdo con el FMI, y del desmanejo del gasto público de pandemia y confinamiento, que terminó en un déficit fiscal financiado, casi exclusivamente, por la emisión de pesos del Banco Central. El desmanejo macroeconómico que volvió a triplicar el precio del dólar libre.

Es decir, entre finales del 2017 y hoy, el precio del dólar libre se multiplicó por seis. Dicho de otra manera, el peso se devaluó casi un 90% respecto del dólar en cuatro años. Es esa pérdida del poder de compra del peso lo que finalmente se traslada al precio de los bienes y servicios que aumentan su valor respecto de ese peso devaluado.

La inflación argentina de estos años es la consecuencia de una mala política económica, no de malos empresarios, o malos sindicalistas, quienes, en todo caso, pueden ser culpados de otros crímenes, pero no de esta inflación, estrictamente derivada del desorden macroeconómico.

Este descontrol macroeconómico ha dejado al Banco Central con la incapacidad de hacer política monetaria. Y para mantener sus exiguas reservas, la autoridad monetaria utiliza, como único instrumento, al cepo recargado, mientras atrasa el precio del dólar oficial respecto de la inflación.

Y es en este marco en dónde el Gobierno anuncia un congelamiento de un conjunto de precios, disfrazado de “tregua”.

En otras palabras, refuerza el mismo concepto. Mientras anuncia todos los días más descontrol, tratando de revertir el resultado electoral de las PASO, le pide una tregua a los empresarios para que aflojen y le den “una alegría al pueblo”. Son los empresarios los que generan “tristeza” mientras el Gobierno trata de confrontarlos.

Por todo esto, la introducción del control transitorio de algunos precios, lo único que logrará será agravar, aún más, la distorsión de precios relativos que ya tiene la economía argentina, sin reducir la tasa de inflación.

En efecto, el Gobierno, además del mencionado “ancla” cambiaria, ya ha atrasado el precio de los servicios públicos y de algunos servicios privados. También ha regulado la variación de los precios de muchos de los productos y servicios, que ahora pretende congelar. Ha prohibido o racionado exportaciones, etc. Y ya sabemos el resultado.

Porque mientras subsista el desajuste macro, los controles de todo tipo sólo redistribuyen el costo de la inflación entre sectores, pero no la reducen. Por el contrario, la aumentan, dadas las expectativas negativas que estas políticas generan.

Es más, como ya le mencioné en otras columnas, esta inflación es el impuesto que “cierra” el déficit fiscal, incrementando ingresos y licuando gastos. Por eso, insisto, sin arreglar el tema de fondo, o sin conseguir financiamiento externo, frenar algunos precios no cambia el problema, simplemente lo redistribuye entre consumidores y productores. Como máximo, en el corto plazo, algunos serán subsidiados con dólares “baratos”. Otros serán subsidiados con productos y servicios baratos, si los consiguen, y otros pagarán esos subsidios. Pero el total de la recaudación del impuesto inflacionario no puede bajar sustancialmente.

El gobierno, tardíamente, se ha dado cuenta que una inflación del 50% es pianta votos. Como no puede bajarla, lo único que intenta es encontrar otro culpable.

Pero lo cierto es que la mayoría de los votantes sabe, o tiene una gran sospecha, sobre quién es el verdadero culpable.

Saben que la inflación es un impuesto tremendamente regresivo.

Saben, en síntesis, que la inflación, más que perfecto es, simplemente, un crimen.

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