Los tristes benefactores: vacunación y paternalismo

En Argentina, la política mostró su peor rostro en torno a la aplicación de las vacunas pero no es una situación inédita. La figura del gracioso benefactor del pueblo posee una presencia intermitente en el país

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El proceso de vacunación contra el COVID 19 ha mostrado con una crudeza inédita los vicios y las miserias de la política nacional. Como nunca antes la ineficacia, la corrupción, los privilegios reservados a la clase política y la apropiación simbólica de bienes públicos han sido puestos en evidencia. La necesidad imperiosa de este recurso escaso -y por eso valioso- ha derribado los frenos inhibitorios de los que detentan el poder. En otro país, con instituciones o cultura diferente, sólo una proporción reducida de lo sucedido hubiera bastado para acabar con el Gobierno.

Me interesa no obstante fijarme en un aspecto menor, dentro de los penosos asuntos relacionados con la vacunación. Hemos visto desfilar altos dirigentes políticos, militantes y allegados a las esferas del poder por los puestos de vacunación exhibiendo su compromiso político y su militancia. Fotos y videos, dedos en V, cantitos y posteos en las redes sociales. ¿Cómo no pensar se trataba de una despechada respuesta militante a la exhibición de las vergüenzas de un gobierno con problemas graves de legitimidad de ejercicio? El arrogante comentario del procurador Carlos Zannini sobre su irregular vacunación es buena prueba de ello.

Dentro de este alarde contraproducente de los militantes, que confirmaban así sus privilegios ilegítimos, quizá lo que más repugna o resulta ridícula a cualquier espíritu republicano es el agradecimiento que complementa el testimonio: a Cristina, principalmente, al presidente Fernández o al gobernador Kicillof.

En efecto, parece una cosa ridícula agradecer personalmente a una autoridad que lo único que está haciendo es asumir la responsabilidad que se le ha encomendado: nadie agradece a la máxima autoridad competente porque consigue firmar el documento de transferencia de un automotor o cobrar su sueldo, en caso de tener un empleo público. Es también un poco repugnante, porque supone una cultura cívica e institucional muy deficiente, lejana de los principios republicanos, que no distingue entre Gobierno y Estado, personas físicas e instituciones, ni entre dádivas y derechos. Una cultura cívica de niños.

El espejo de la Antigüedad

El asunto tiene su gravedad, pero no sería tan marcada si no fuera porque los usos del poder en la Argentina promueven esta concepción personalista y paternalista de la política.

La concepción del político como gracioso benefactor es antiquísima, hunde sus raíces en los albores de la Historia. En la Grecia antigua el modo que tenía un ciudadano de ser reconocido, honrado y persistir en la memoria de su comunidad era financiar del propio bolsillo grandes obras de la ciudad, contribuir a algún aspecto del patrimonio público o sostener económicamente una parte de la población. Pero también era el instrumento adecuado para quien tenía aspiraciones políticas y necesitaba ganar popularidad y apoyo. La práctica era conocida como evergesia y quien la llevaba a cabo era el evergetes: un ciudadano que realizaba actos de servicio a la ciudad de forma voluntaria, excediendo los deberes políticos que esta le exigía.

El problema aparecía cuando ese ciudadano conseguía ser elevado a la instancia de poder que apetecía: ¿cómo mantener el favor de los ciudadanos en su nueva condición? La explicación la daría Maquiavelo, gran conocedor de la historia clásica, muchos siglos después: el príncipe debe usar los dineros de sus súbditos para eso. Sin excederse ni incurrir en hurtos, naturalmente.

En pequeñas ciudades-estado esto podía practicarse sin mayores consecuencias, probablemente. Pero ¿qué sucedía cuando la unidad política adquiría una dimensión mayor, incluso alcanzaba el tamaño de un imperio? A ese problema se enfrentó la República Romana en su fase tardía y todo el imperio que la sucedió. Eric Voegelin ha explicado el método que se siguió para operar la transformación de una república fuertemente antimonárquica a un vasto Imperio regido por un monarca: una red de lealtades personales por fuera de las instituciones, que confluían en la persona del Emperador, que permitía una circulación alternativa del poder, vaciando progresivamente la estructura tradicional.

Pero además, los emperadores de convirtieron en los grandes benefactores de la ciudad de la que dependía su poder y su estabilidad: Roma. Para ello aliviaron la carga fiscal sobre la urbe y la acentuaron brutalmente sobre las provincias. Eso permitió adornar Roma con grandes obras, entretenerla con espectáculos y alimentarla con trigo a bajo precio. La sed de recursos empujó a Roma a la conquista: cuando la expansión territorial cesó, la presión fiscal aumentó sobre las ciudades del imperio. En el largo plazo fue responsable del empobrecimiento del campo y la hiperurbanización.

Atraso y decadencia

Paul Veyne ha señalado con agudeza que la exacción masiva de recursos desde la periferia hacia el centro con el único objeto de desplegar la evergesia en Roma es una de las causas principales de la declinación y colapso del Imperio. Pierre Chaunu agrega que supuso un brutal fenómeno de esterilización del capital.

Mejor evitar las evidentes analogías con el caso argentino y limitarse al tema que nos ocupa. En nuestro país la figura del gracioso benefactor del pueblo posee una presencia intermitente a lo largo de su historia política independiente. Aparece en tiempos de Rosas y los caudillos. Resurge con Yrigoyen y los conservadores de la década del 30. Adquiere dimensión de política de Estado con Perón. Los Kirchner retoman esta concepción clientelar y paternalista del poder. Entremedio, si sacamos los gobiernos de facto, encontramos escasos y precarios periodos de vigencia republicana, respeto por las instituciones y una relación entre el poder y los ciudadanos configurada en términos de derechos y obligaciones.

La reciente oposición de la bancada oficialista a aprobar el proyecto de ley que permitía comprar vacunas aptas para inmunizar poblaciones infantiles y juveniles de riesgo y la inmediatamente posterior decisión del presidente Fernández de autorizar la adquisición por vía de decreto ilustra perfectamente la distorsión que supone esta práctica personalista y clientelar. Es una expresión elocuente del atraso y la decadencia de una forma de tradicional de ejercer el poder en la Argentina y de una cultura cívica incapaz de trascender los límites impuestos por sus dirigentes. La contracara del paternalismo político es el infantilismo de los subordinados.

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