Un país varado

Las restricciones a los vuelos internacionales constituyen un nuevo gesto de abuso de poder y de arbitrariedad que se monta sobre el rechazo que el kirchnerismo siente por la clase media

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Pasajera en Ezeiza
Pasajera en Ezeiza

Desde el año pasado vengo sosteniendo que el encierro no es, para el kirchnerismo, solo una medida equivocada para enfrentar a la pandemia: es en sí mismo una ideología. Representa llevar al extremo, de manera grotesca y desaforada, una tendencia que, desde mediados del siglo XX, está en la base de nuestra decadencia. El encierro es la traducción física de la autarquía, del “vivir con lo nuestro”, de concepciones trasnochadas de la soberanía, del temor al mundo, a la innovación y a la modernidad. La tendencia opuesta a la que nos ubicó, a partir de la Organización Nacional, en pocas décadas, en uno de los países de mayor renta per cápita del mundo, caracterizado por una vasta clase media educada y alta movilidad social ascendente.

El más reciente eslabón de la cadena del encierro es el cepo a los retornos de argentinos del exterior. Personas que viajaron por unos días o semanas, sobre todo a los Estados Unidos, se encuentran ahora varadas, sin poder volver a sus ocupaciones, sus casas, sus familias. No existía esa restricción cuando se fueron, por lo que esa prohibición, que en cualquier caso sería muy cuestionable, es de una manifiesta inconstitucionalidad.

Es cierto que los derechos constitucionales no son absolutos y pueden ser reglamentados, lo que significa que, en alguna medida, pueden ser restringidos. Es cierto también que, según ha admitido la Corte Suprema de Justicia de la Nación en distintos fallos a lo largo del siglo XX, esas restricciones pueden ser más intensas cuando existe una emergencia. Pero aún en tal hipótesis las atribuciones del Estado no son ilimitadas.

En primer lugar, deberían ser adoptadas por ley del Congreso. El festival de decretos de necesidad y urgencia del presidente Alberto Fernández no supera el más benévolo test de constitucionalidad, porque el Congreso está en funcionamiento y el acontecimiento extraordinario e imprevisible que podría justificar una actuación urgente del Poder Ejecutivo comenzó en marzo del año pasado.

Las restricciones no deberían tampoco anular el ejercicio de los derechos. Es válido someterlos a algunos condicionamientos, pero reglamentar nunca puede significar aniquilar. No hace falta acudir a farragosos pronunciamientos de autores ni de organismos internacionales: lo dice con todas las letras, desde 1853, el artículo 28 de la Constitución Nacional.

Por otra parte, esas restricciones deben ser razonables. Y, a mayor restricción, mayor es la exigencia de la razonabilidad. En el caso que nos ocupa, nada justifica que se impida a los habitantes de la Argentina el regreso a su país. Es una medida brutal, que ocasiona innumerables perjuicios a las personas y a las familias, y no resulta ni remotamente imprescindible. Hay otras que tienden a la finalidad sanitaria buscada y que implican restricciones de derechos mucho menores. Basta con realizar tests en los aeropuertos.

El peligro de contagio de quien retorna de los Estados Unidos es muy bajo. Por lo general, lo primero que hacen los argentinos cuando llegan a ese país es vacunarse. Está lleno de relatos en los medios y en las redes de personas que cuentan, con asombro, cómo a las pocas horas (o minutos) de llegar ya estaban vacunadas. Antes que castigarlos, les deberíamos agradecer ese servicio que le prestan a nuestra comunidad.

Se ha querido darle un viso de legalidad a esta prohibición mediante una declaración jurada que se les hace firmar a quienes viajan, en la que estos aceptan que la Argentina puede adoptar nuevas restricciones. Es un disparate jurídico: no es válida la renuncia anticipada y general a derechos constitucionales. Las declaraciones juradas no están por encima de la Constitución. Además, ¿cómo podría renunciarse de antemano a lo que se ignora? El argumento es tan burdo que ni merece más de una línea de respuesta.

Lo que subyace a este nuevo ejercicio del abuso de poder y la arbitrariedad es el rechazo a la clase media. El que sale del país es visto como un enemigo (siempre, claro, que no sea kirchnerista). Peor es la condena moral al que se vacuna por su cuenta, sin esperar la asistencia del Estado. Todo esbozo de autonomía individual es considerado sospechoso. El ciudadano ideal es aquel que espera la vacuna que le asigna el “Estado presente”, afrontando el riesgo solidario de enfermarse y morirse, y luego se saca una foto haciendo la “V” de la victoria y agradeciendo el regalo recibido a Néstor, Cristina, Máximo y Florencia.

Mientras tanto, la Argentina es calificada, por una importante consultora internacional, como el peor país para pasar la pandemia y como el que peor la gestionó. Ojalá que los argentinos varados puedan volver pronto. La Argentina, que está varada hace tanto tiempo, nos exigirá, si algo queda, un enorme esfuerzo colectivo, no ya para que sea potencia, como nos anunciaba el peronismo isabelino en 1975, sino tan solo para que retome la normalidad.

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