La paradoja argentina: para Fernández somos pobres pero Biden nos considera ricos

Más allá de las explicaciones oficiales, el resto del mundo nos percibe como despilfarradores, responsables exclusivos del estancamiento que padecemos

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Alberto Fernández y Joe Biden
Alberto Fernández y Joe Biden

En su poema conjetural, Borges imagina lo que piensa Francisco Laprida en el derrotero hacia su muerte, perseguido y finalmente asesinado por los montoneros de Aldao: “Yo, que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes, a cielo abierto yaceré entre ciénagas; pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano”.

Sin la pretensión de emular al gran escritor argentino, y quitándole todo vestigio de tragedia sangrienta, también imagino que el presidente Alberto Fernández “anheló ser otro”, y se encontró con su destino sudamericano. Sin embargo, lejos de lo que sugiere el poema, no creo que ese encuentro del destino le haya generado “un júbilo secreto”.

Por el contrario, si nos guiamos por sus últimas ponencias en los foros internacionales, el presidente más que júbilo, muestra amargura y queja. “Nos definen como de ingresos medios, pero la Argentina tiene cada vez más pobreza, cada vez se parece más a un típico país latinoamericano”, dijo.

Lo cierto es que el presidente tiene razón. Argentina de las últimas décadas ha ido perdiendo algunos de sus atributos más distintivos en el contexto sudamericano, aquéllos que la acercaban más a la Europa de la que muchos de nuestros antepasados llegaron en los barcos.

Pero lo curioso, en todo caso, es que el Presidente no logra asociar, al igual que gran parte de la clase política y de la sociedad argentina, causas con efectos. Es como si el deterioro de la calidad de vida de nuestra población fuera la consecuencia de un cataclismo natural, o de alguna “maldición” y no el resultado de las malas políticas instrumentadas a lo largo de estos años.

De allí que, mientras el Presidente nos define como pobres, para mendigar condonaciones de deuda o la donación de vacunas, el resto del mundo nos percibe como ricos despilfarradores, responsables exclusivos del estancamiento que padecemos. Y, lamentablemente, no les falta razón.

Solo los países ricos le subsidian la energía, o el transporte aéreo, o la educación universitaria, a ciudadanos que podrían pagarla, mientras le niegan educación de calidad a los sectores de menores ingresos. Sólo los países ricos se dan el lujo de cerrar sus exportaciones y dejar de percibir dólares por ventas al resto del mundo. Sólo los países ricos pierden horas de trabajo y reducen su productividad por piquetes en las calles, y bloqueos a fábricas, o a rutas por donde circulan trabajadores y maquinaria que producirían más bienes y servicios. Sólo los países ricos asignan su gasto público sin prioridades, sin transparencia, sin rendición de cuentas. Sólo los países ricos les regalan un ingreso jubilatorio no sólo a pobres que no pudieron aportar para su retiro, sino también a gente adinerada que no lo necesita. Sólo los países ricos pueden desalentar la inversión en exploración y explotación de recursos de todo tipo, por fijar precios artificiales y regulaciones limitantes. Y sigue la lista…

Lo escandaloso de la Argentina es que todas estas excentricidades de ricos se financian con un presupuesto en donde los pobres pagan los impuestos al consumo y son víctimas del impuesto inflacionario. En otras palabras, la Argentina no sólo es un país potencialmente rico, además es un país regresivo en materia de distribución del ingreso. Por eso puede mostrar, a la vez, tanta pobreza.

El presidente Biden, aunque lo adulemos llamándolo “Juan Domingo”, no nos considera candidatos ni para recibir vacunas gratis, ni para que nuestras deudas sean condonadas. Lo mismo sucede con el resto de los países del G7. A lo sumo, “algún descuento en el precio” y alargamiento de plazos, más por resignación que por simpatía.

Este problemón estructural demanda grandes soluciones, sin quejas, ni lamentos, pero estamos en año electoral.

El corto plazo manda. Y el corto plazo implica convivir con la pandemia, haciendo equilibrio entre las recomendaciones sanitarias, la provisión de vacunas y las encuestas.

Requiere, además, hacer equilibrio entre mayor gasto COVID, mayor gasto electoral, mayor recaudación impositiva, mayor licuación de salarios públicos y jubilaciones y financiamiento del déficit directa o indirectamente con el Banco Central.

Se necesita insistir con el atraso cambiario y tarifario, mientras las paritarias buscan recuperar parte de lo perdido en los últimos años.

En síntesis, el año electoral mantiene y agrava las distorsiones de todo tipo que se acumulan, por ahora anestesiadas, en parte, con el mayor ingreso neto de dólares, derivados de los mejores precios internacionales de la soja y el maíz, e incentivados por el temor a “que se corte” ya sea por razones internas (más presión impositiva o limitaciones a exportar) o por razones externas (cambios en la política monetaria de la FED, o normalización de los precios de los commodities a medida que se sale de la pandemia en el resto del mundo).

Pero esta mejora de corto plazo en el frente externo no cambia el desorden macro en el frente interno, al punto que la Argentina sigue necesitando un impuesto inflacionario más cercano al 50% anual que al 29% para cerrar sus cuentas. Tampoco alcanza para generar la expectativa de que podremos retomar un ciclo de crecimiento sostenido, como el que protagonizaron aquéllos que bajaron de los barcos.

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