Nosotras frente al espejo: el día que supe que mi mejor amiga sufría anorexia

En sus caderas esqueléticas, en sus ojeras pronunciadas y oscuras, en su seño caído, su sonrisa apagada, sus manos débiles y su corazón roto, estábamos todas. ¿De qué servía que yo le diera mil y un motivos para que amara su hermoso cuerpo si yo, en el fondo y sin poder darme cuenta, también odiaba el mío? La desvalorización masculina y el sistema patriarcal

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(Foto: Shutterstock)
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“Llegar al verano” es una frase célebre de la adolescencia. Frase que he detestado desde siempre y creo que, hoy en día, detesto aún más. Nos hemos arraigado a ese estúpido lema como un mantra en el cual hemos ocultado nuestras más profundas inseguridades. Y aquí no hablo de gorda o flaca, petisa o alta o rubia o morocha. Aquí hablo de una de las angustias colectivas que más nos ha atormentado a las mujeres: la desvalorización masculina, la cual hoy podemos llamar o entender como machismo.

Hace algunos años me encontré con una situación que me puso a prueba: mi mejor amiga sufría de anorexia. Lo que a ella le estaba pasando no tenía que ver únicamente con su situación particular e individual, era algo mucho más amplio, era algo colectivo. Lo que le sucedía también tenía que ver con el hecho de ser mujer. Odiarse a sí misma era sí, tal vez, consecuencia de su privacidad, pero odiar su cuerpo era una manifestación absolutamente colectiva y compartida. ¿De qué serviría que yo le diera mil y un motivos para que amara su hermoso cuerpo si yo, en el fondo y sin poder darme cuenta, también odiaba el mío?

Ver sufrir a tu mejor amigue es de las cosas más horribles que a une le pueden pasar, pero ver sufrir a una comunidad entera a través de los ojos de un ser amado es tal vez mucho peor. En sus caderas esqueléticas, en sus ojeras pronunciadas y oscuras, en su seño caído, su sonrisa apagada, sus manos débiles y su corazón roto, estábamos todas.

Nunca la vi mirarse al espejo en aquel tiempo. Creo que no lo habría soportado, tanto odio, tanto enojo, tanto desagrado. Su peor herida era ese resentimiento que le carcomía la piel y los huesos y eso se podía divisar a lo lejos porque es un odio heredado, un odio que nos enseñaron a tener. Me atrevo a decir que es un odio cultural.

Mi amiga es una de las millones de personas que sufren o sufrieron anorexia, bulimia y tantos otros desórdenes alimenticios. Esto está directamente asociado al sistema patriarcal en el cual vivimos. Pensemos, por ejemplo, en la cantidad de veces que no comimos algo por vergüenza. Sobre todo, frente a varones; sobre todo frente a varones que nos gustaban. El clásico de la primera cita con cena incluida: comer poco. Escribiendo se me refresca la memoria y recuerdo la cantidad de veces que no me puse el traje de baño en pleno verano solo porque estaban los amigos de mi hermano. Las mañanas llenas de maquillaje antes de entrar al secundario. El abdomen inflamado de tanto meterlo para adentro, ¡sin que más nada pudiese meterse! Me aterraba la idea de sentirme menos deseada, menos atractiva, menos mujer… Esta sensación estaba vigente en todas mis amigas, hoy lo sé, pero en aquel momento todo yacía en el terreno de lo no dicho. Ninguna de nosotras se había animado a hablar de aquellos miedos hasta que vimos a mi amiga desplomada en el piso, aullando de dolor, un dolor invisible a los ojos de la mente, pero transparente a los ojos del corazón. Un dolor del alma. Creo que ese día comprendimos la gravedad del asunto porque fue entonces que nos vimos todas reflejadas en ella. Y que de un momento a otro cualquiera de nosotras podría desplomarse también.

Es raro, engorroso y muchas veces hasta injusto cuando las flacas hablamos de desorden alimenticio… corremos con la ventaja de que ser flaca está socialmente aceptado. Y, el límite entre la flacura y la anorexia es muy poco perceptible. Por eso, muchas pibas anoréxicas pasan desapercibidas, como fue en muchos momentos con la situación de mi amiga. Yo la veía moverse bien, vincularse bien, hablar bien, parecía más actriz que yo. Pero, sin embargo, sus ojos no mentían y yo rezaba por dentro que se amase a ella tanto como amaba a sus seres querides.

Pero no se trata solo de la comida… La comida es únicamente la punta del Iceberg, pero debajo hay un mundo entero de traumas y angustias que se esconden en un plato de fideos. La comida es una de las grandes grietas de género. Las mujeres preparan la ensalada, los hombres el asado. Las mujeres el postre, los hombres el alcohol. ¡Los penes para la derecha y las vaginas para la izquierda! Yo siempre he intentado corromper esas separaciones de género porque me resultan absurdas. Pero la vida se empeña en separarnos entre azul y rosa, ignorando los infinitos grises que nos hacen ser quienes somos.

Esta vida de binomios y antónimos es desesperantemente aburrida. ¡Y desalmada! Me cuesta creer que las almas vinieron al universo de una manera y que así deben irse. Creo que por más fuerzas y energías del más allá, nosotres mismes somos quienes construimos el universo, el colectivo y el individual. Y, cuántas más restricciones y condiciones pongamos, más chico e infeliz será el planeta. Pero es difícil exigir un mundo inclusivo y heterogéneo cuando estamos rodeades de pautas hétero-normativas que, si no cumplimos , nos quedamos aislades. Cuando no seguimos a rajatabla el discurso cultural sobre cómo deberían ser los cuerpos que nos muestran las redes, somos distintes y por distintes me refiero a “peores”. Si no seguimos al ganado, si nos separamos de la manada, si nos alejamos del cardumen, somos “menos”.

Este modus operandi comparativo es el que nos enfrenta entre nosotras, el que nos hace desear el afuera y despreciar el adentro. Este repudio hacia nuestros cuerpos es algo que arrastramos hace tiempo y que las redes supieron incrementar. Las redes sociales nos hicieron creer que “hay un solo cuerpo posible”. Y la ley de talles, que vino a derrocar ese concepto destructor, no fue suficiente para que entendiésemos que la gama de colores y tamaños que tenemos es tanta como personas en este mundo. Es, mejor dicho, infinita.

Los grises de nuestros cuerpos deberían ser una cuestión de piaccere de cada une y no una reunión de consorcio. Si tengo las tetas grandes, chicas u operadas es de principio a fin problema mío y no del amigue del amigue del amigue. Las redes sociales (y digo esto siendo tan parte como todes les que las usan) han llevado el conventillo a niveles nunca antes pensados. El bullying “invisible” crece cada día más y, con él, nuestro odio hacia nuestros propios cuerpos. Muches compartirán la ansiedad que se siente antes de subir una foto a Instagram. Una ansiedad nueva, completamente propia de las redes y de la constante pelea por quién es la más linda. Son muchas las veces que en reuniones o cumpleaños he escuchado comentarios descalificativos sobre los cuerpos de un otre: “¿Vieron que tal engordó un montón?”, “¿Vieron que tal otre sufre anorexia?”. Muchas veces, también con mi amiga presente. Y yo, que me revolvía por dentro, también fui cómplice al no decirles lo mal que estaba hablar así de los cuerpos ajenos. En mi silencio habría también un deseo de aceptación por un entorno absolutamente hegemónico. En mi caso, incluso en mi carácter de actriz, en que la exposición podríamos decir que es parte de una decisión, el miedo a la “no perfección” tiene un gran peso también. “Que ella tiene mejores piernas que yo, que su cutis, que la boca la tiene así, que el rollito asá, que la estría, que el grano, que…”. ¡Basta! Ha sido suficiente de melancólicas búsquedas de un cuerpo perfecto porque eso es indagar en el terreno de lo irreal.

Ojo… No me interesa caer en falsos clichés y decir que el feminismo viene a salvarnos de las inseguridades porque no es así. Ni que “nos conformemos con lo que hay” porque si no estamos atentando contra nosotras. ¡Nada de eso! Podemos comer más o menos, lechuga o milanesa, helado o manzana, pero siempre desde la plena consciencia. Una vez mi sabia médica ayurveda, Sol Sananes, me dijo (entre tantas otras verdades): “La mejor parte de comer es cuando la comida está adentro de la boca”. Masticar y saborear debería ser un momento de goce y de recarga energética. No de malestar y angustia. La comida no puede ser nunca nuestra enemiga. ¡Todo lo contrario! Y para eso, antes debemos ser amigas de nosotras mismas.

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El feminismo no es magia ni lo será. Pero sí es el remedio más accesible para conseguir la libertad y el empoderamiento a partir de nuestros aciertos y errores. Es el puente hacia la compasión y la empatía. El feminismo es el mejor antídoto para los desórdenes alimenticios porque nos permite comprender sin atacar, aceptar sin rendirnos, cuidarnos sin lastimarnos. Comer mucho o poco no puede estar asociado a la vergüenza, al enojo y muchos menos al aval del macho. Aclaro, porque pretendo que quede explícito, que no estoy hablando de casos de desnutrición por estar en situación de calle, eso ya sería toda una columna nueva… Aquí me refiero a la comida cómo símbolo de fealdad, de gordura, de diferencia… Como si comer nos hiciese ser menos deseadas, menos mujeres.

Hace un tiempo me atreví a preguntarle a mi amiga qué sentía ella cuando se miraba al espejo en ese instante que ay enfrentaba la anorexia. Estábamos en la playa, de vacaciones en Uruguay. El verano ya había llegado y allí estábamos nosotras. Eran aproximadamente las seis de la tarde y esperábamos impacientes la caída del sol en compañía de un rico mate. Cuando le hice la pregunta no esperaba que respondiera, supuse que no querría hablar del tema pero, para mi sorpresa, su respuesta me removió cada órgano de mi ser, tanto que no pude llorar: “Me veo y no me gusto, veo algo que no quiero ser, pero sé que lo que quiero no me hace bien y que lo que veo en el espejo no es la realidad”.

Nos miramos con la emoción atragantada en la garganta, fundiéndonos en esa mirada amorosa y cómplice que siempre tuvimos. Por primera vez la entendí, no juzgué sus miedos y sus enojos y tampoco quise obligarla a que los supere. Me quedé pegada a ella, sujetando su mano que aferraba el mate. Sentí alivio al ver sus ojos ahora brillosos y serenos. También sentí mucha angustia por todas las pibas que no tienen ese mate. Mi amiga iba a estar bien porque estaba rodeada de gente hermosa que la cuidó y así fue. Pero no todas tienen esa suerte… y me inundó una profunda ira al pensar que el amor propio de las mujeres quedaba atado a la suerte.

Decidí que a partir de ese momento iba a prestar especial atención a todas las mujeres con las que me vincule y, de ser posible, preguntarles mirándolas a los ojos si estaban bien. Así fue que me encontré en el camino con más de una que, en penumbras, se odiaba por completo. Así fue que me di cuenta de las muchas veces que me odié a mí misma.

Aquél atardecer, entre el mar naranja y el mate lavado, le dije a mi amiga lo que siempre había rezado a su lado: querete tanto como querés a tus seres querides… Y más. Y después de eso cenamos con tanta alegría que ahí sí algunas lágrimas se me escaparon y el verano también.

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