Vení, volá, sentí...

Meses de pandemia y el agobio de muchos de tener que vivir consigo mismo

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EFE/ Álvaro Caballero
EFE/ Álvaro Caballero

Si no está teniendo ni paz ni equilibrio, si no está reconociendo sus propias incapacidades, si no está teniendo proyectos de vida o de trabajo o de educación; si no tiene la virtud de mirarse al espejo por largos minutos y aceptarse tal cual es, si nada de eso está logrando, seguramente estará sufriendo el agobio más complejo de resolver, esa insoportable pesadez de tener que vivir con usted mismo. El encierro de la pandemia no solo nos confinó a no poder ver amigos o a abrazar a nuestras familias, sino que produjo uno de los mayores castigos existentes que es el de tener que mirarnos a nosotros mismos. Y hete aquí, que cuando vacíos estamos de conocimientos, de educación, de sosiego, es que sale nuestra ira hacia fuera y la terminamos volcando en el primero más cercano, depositando sin anestesia y sin posibilidad de escape, nuestra caja de resentimientos, diciéndole explícita o implícitamente “hacete cargo de mis problemas”.

En los inicios de los años 60, por cuestiones diversas seguramente relacionadas a la escasez, con mis padres y hermanas tuvimos que vivir un par de años juntos y amontonados en un pequeño departamento de la calle Pichincha, entre Humberto Primo y Carlos Calvo. Los dueños de casa, mis abuelos, el tano Tonín y la catalana Lola, nos albergaron de la mejor forma posible en su modestísimo hogar “hasta que en el mientras tanto las cosas mejoraran”. Para llegar al primer piso departamento 3, recuerdo que por las noches había que atravesar un largo y oscuro pasillo que iba deviniendo en pequeñas unidades de no más de unos pocos metros cuadrados. Eran los departamentos de Doña María, de Don Pepe y del prestamista del barrio cuyo apellido es preferible olvidar. Allí estábamos sin agua caliente, sin cocina a gas, pero con un mamotreto de TV cuya antena eran las dos clásicas agujas de tejer pinchadas a una papa. Si hubiera algún joven leyendo estas líneas sería bueno que supiera que con un solo canal, empezando a las 6 de la tarde y terminando a las 12 de la noche, ese televisor era nuestro Netflix más maravilloso. Por raras cosas del destino o de algún gentil acomodo del Tío Guillermo (concejal de la municipalidad de entonces), el teléfono de baquelita, con solo seis números como única e impertérrita identificación, era decididamente un honorable miembro más de la familia.

Mis padres y mis dos hermanas dormían amuchados en un cuarto de no más de tres por tres, donde la figura central era un enorme ropero, por lo cual era casi imposible caminar dentro de ese improvisado dormitorio. A mí, en la repartija de espacios, me había tocado un catre plegable ubicado en la sala comedor, junto a la heladera Siam, un bargueño, el televisor citado y una omnipresente mesa, lugar único de encuentros, donde todos juntos podíamos desayunar, almorzar, cenar y por supuesto hacer ejercicio de la tertulia mirando a Pepe Biondi o a la Familia Falcón (auténtica Sitcom de esos tiempos de apenas 25 minutos de duración). Solo era ese lugar, ese espacio y ese tiempo donde con mis ocho a diez años yo debía tratar de dormir ya que la escuela Gervasio Antonio Posadas, me demandaba ser tempranero. Recuerdo con algo de vergüenza, que me debía cambiar y ponerme alguna muda para dormir, delante de los viejos, abuelos y hasta visitas quizás. Luego debía abrir ese catre, acostarme y tratar de aislarme lo máximo posible, mientras en la mesa junto a mí, seguían los cuentos de familia, las risas o los llantos que provocaba la televisión y seguramente las discusiones típicas de familia. El sueño vendría y los ojos cerrados finalmente al descanso me llevarían.

Seguramente mi avidez por la lectura viene de esos años, ya que me era imperioso tratar de sumergirme en otro mundo que me pudiera llevar al relajamiento o a pensar que podía haber otro tipo de vida, algo menos expuesta y ruidosa. En ese sentido, mi arma más infalible con la cual enfrentaba los mayores alborotos cercanos, era Edmundo de Amicis (1846-1908) que con su libro “Corazón” me hacía pensar que Enrico (niño personaje de los relatos) era mi titán aliado y que si él había podido recorrer de “los Apeninos a los Andes”, bien podría yo dormir entre tanto ruido en esas noches del Barrio de San Cristóbal. Tratar de estar bien conmigo mismo fue quizás la clave que me permitía escapar de ese encierro, por más rodeado de cariño que estuviera. Leer era la puertita hacia mi mundo interior, en el cual tenía mucho más para conocer, para caminar, para asombrarme y decididamente para emocionarme.

Clifford Brooks Stevens (1911-1995) fue un descomunal diseñador industrial, el cual aportó a la economía americana de post guerra, ideas para todo tipo de objetos, sobre todo electrodomésticos, motos, muebles, autos, barcos y cientos de logotipos. Hoy muchos profesionales le conceden a Stevens el homenaje de haber sido quizás el pionero del diseño aplicado a la vida diaria. Estudió Arquitectura en la Universidad de Cornell y fue en Milwaukee, Wisconsin, donde estableció la reconocida “Industrial Designers Society of America”. Para mí fue revelador saber Stevens, siendo niño estuvo afectado por poliomielitis y que su padre lo alentó a practicar el dibujo ya que la cama era su lugar de destino y de mayor estadía. Seguro que pocos saben, que desde su febril cabeza salieron diseños como el de la Harley Davidson FL Hydra Glide (1948), el Studebaker Hawk (1962), el primer Jeep Wagooner (1963), Vagones de Trenes y hasta Embarcaciones Marítimas de vanguardia. Al igual que Henry Matisse que al final de su vida pintó increíbles obras desde su cama y con un largo pincel, el hogar primario de Stevens fue su propia cama.

A Clifford Brooks Stevens, le debemos el concepto de “Obsolescencia Planificada” (estudiado en varios libros de Marketing, tal como los de Philip Kotler), escuela de pensamiento donde este gran creador impulsaba a la sociedad a una búsqueda permanente de algo nuevo, distinto, mejor y dejar de lado el viejo concepto industrialista de producir solo y para siempre, Ford T Negros, dicho esto a sola manera de ejemplo. De Stevens tomo la necesidad de la búsqueda de lo distinto como generación de nuevos caminos y poder así salir del aparente o real encierro en el que estamos metidos. Cuando alguien nos cuenta su desdicha por no tener contacto con “el afuera”, me pregunto si por lo menos ha intentado tener contacto con “su adentro”. El talento de reinventarse es una de las más maravillosas cualidades existentes. No poder imaginarse el mañana, lo mantendrá encerrado por más que la pandemia se vaya. El Sr. Stevens al terminar de diseñar algo inmediatamente ya estaba pensando como seguiría la vida de ese mismo objeto en unos pocos años. ¿Es que acaso todo lo vemos como una foto y no tenemos la competencia de ver la película entera? La peor de las jaulas no es la pandemia y algún arrabalero, de la vieja Buenos Aires, seguro nos diría que la verdadera y única “gayola” es usted mismo.

Dicen los cuentos que en 1969, Horacio Ferrer (1933-2014) le alcanzó al maestro Piazzola solo una frase “.. ya sé que estoy piantao…”. Y que este le preguntó al gran poeta uruguayo, luego argentino por amor, “.. y que querés que haga con esta frase Horacio, yo necesito una letra completa…! Y no cinco palabras locas!”. Balbuceando Ferrer le contestó que se imaginó una canción con mezcla de recitado y canto, en la que muchas veces se repitiera la palabra “Loco, Loco”. Fue así que “Balada para un Loco” sacudió los cimientos del cancionero popular, con su mezcla de recitado, valsecito y algún compás perdido de tango. La imaginación no está patentada por AstraZeneca, ni la aceptación de sus zonas oscuras es propiedad de Moderna, ni la Sputnik le inoculará la creatividad. Su mundo interior puede ser tan vasto y amplio que al decir de Walt Whitman “puede contener multitudes, puede ser inmenso y por ende reconocerse contradictorio”. Vení, volá, sentí y hasta de ser necesario, póngase una peluca de alondras y salga en su ilusión súper-sport.

Si llegó hasta este párrafo, permítame hacerle un pedido. No pase a terceros sus propios problemas. No piense que todo es responsabilidad del gobierno de turno. No crea que su vida es el único calvario existente, ya que los hay peores y verdaderos. Y si aún así, siente el agobio de la pandemia y la reclusión que esta conlleva, le aconsejo que agarre un libro, una vieja carta, una canción del pasado y váyase con la luna rodando por Callao.

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