Los límites del pobrismo

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Un hombre come hoy alimentos obtenidos en un comedor comunitario, en una villa de la Ciudad de Buenos Aires (EFE)
Un hombre come hoy alimentos obtenidos en un comedor comunitario, en una villa de la Ciudad de Buenos Aires (EFE)

Un debate en curso es el del pobrismo. La Iglesia Católica promueve desde hace mucho una “opción preferencial por los pobres” e impulsa a sus fieles a amar a los pobres (“no les den las sobras, invítenlos a su mesa”, decía Juan Pablo II). Eso llevó a muchos que han logrado satisfacer sus necesidades básicas, por su trabajo y su esfuerzo por sacar adelante a sus familias, a rebelarse contra la hipótesis de ser considerados pecadores por el sólo hecho de no ser pobres y a cuestionar por “pobristas” a los pastores que parecen acusarlos.

Otros también impulsaron una discusión ideológica, sosteniendo que el pobrismo busca una sociedad que iguale para abajo, en una miseria generalizada. Ello sería contrario al concepto de superación personal y progreso social. Hay en esta discusión muchas confusiones, que pareciera útil intentar aclarar desde una perspectiva humanista y cristiana.

Algunas de esas confusiones están del lado de los antipobristas. No es lo mismo combatir la pobreza –que es lo que muchos dicen que hacen-, que tener como filosofía el “riquismo”. Algunos riquistas encuentran siempre argumentos para justificar que los demás tengan obligaciones para con ellos, pero no ellos para con los demás. Les parece bien que los pobres paguen IVA para hacer las rutas que usan o para solventar los policías que los cuidan, pero no les parece igualmente bien pagar impuestos, ni les parece mal aprovechar una medida gubernamental que los beneficia perjudicando a otros. Se puede ser riquista y sostener que es legítimo acumular bienes materiales sin límite y a cualquier costo, aunque a los costados todos mueran, pero en ese caso, no se debe intentar pasar como progresista y preocupado por los compatriotas más desamparados. Una cosa es valorar el mérito y el esfuerzo y otra sostener que sólo lo han tenido o hecho los que tienen grandes riquezas.

Tampoco es lo mismo amar a los pobres que amar la pobreza. Los pobres deben ser amados; la pobreza, combatida. La distinción es importante para no promover la contradicción de un cristianismo inhumano, cuando el cristianismo es humanista. Los hombres pueden esforzarse, afrontar la adversidad y superarse. Por eso han podido dejar atrás la pobreza generalizada. No sería humanista desconocer esta aptitud o potencialidad de los hombres, con la intención de lograr la igualdad absoluta a machetazos, cortando piernas a todos porque uno perdió la suya. Los talentos de cada uno son distintos. Algunos los tienen para el arte o el servicio y no les interesa superar la pobreza material, pero otros tienen talento para satisfacer necesidades ajenas, asumir riesgos, crear trabajo y prosperidad en sus comunidades.

Las sociedades debieran promover a ambos, como dijera San Juan Pablo II en su discurso a los empresarios en el Luna Park y como surge del principio de subsidiariedad de la doctrina social de la Iglesia, según el cual el Estado no debe hacer lo que puede hacer la sociedad.

Otro error, grave en mi criterio, es considerar a la riqueza y a la pobreza como situaciones estáticas, de este momento, cuando en realidad son un proceso que se desarrolla en el tiempo. Mantener una fábrica de carretas que no hace carretas, cargándole su costo a toda la comunidad, no disminuye la pobreza en la comunidad y por el contrario, la aumenta, al evitar que se usen esos recursos en otra fábrica que fabrique efectivamente algo útil. No toda pobreza de unos es producto del pecado de otros. La pobreza generalizada de tribus primitivas, no era producto de la maldad de unos. Casi siempre, la pobreza es producto de no ocuparse, como comunidad, como gobierno, como líderes sociales, de poner la energía de la comunidad en producir más y generar más trabajo, haciendo lo que hay que hacer para que eso suceda: generar reglas de convivencia, respetarlas, tener jueces que las apliquen igual a todos, generar previsibilidad, bajar los riesgos, eliminar trabas, facilitar el ahorro aplicado al crédito productivo, tener una moneda con valor estable.

Tal vez el pecado esté en no implementar estas normas de convivencia en paz. La postura espiritual según la cual el amor es el principio fundamental y es malo que los hombres se esclavicen de los bienes materiales y se dejen dominar por ellos, entronizándolos como el becerro de oro, es la base de la religión, que busca volver a ligar (re-ligar) al hombre con el amor trascendente y creador. De allí los creyentes deducimos nuestros valores éticos. Pero más allá de los principios morales, las sociedades debieran asistir a los más necesitados, impulsar la igualdad de oportunidades y respetar los procesos que desarrollan la producción y el empleo, el estado de derecho, la propiedad y la supremacía del bien común.

El autor fue presidente provisional del Senado (Juntos por el Cambio)