Una consigna básica de la democracia es que gobernar significa administrar a través del diálogo para alcanzar consensos que respeten y aseguren la representación de toda la ciudadanía. No es sencillo comprender esta premisa, muchos menos durante una crisis; pero es una responsabilidad que debemos asumir.
En este sentido, el diálogo exige capacidad -y sobre todo voluntad- de escucha, de intercambio, de empatía, de autocrítica, de análisis y de apertura para alcanzar soluciones que contemplen el pensamiento ético de todos. Ello supone aceptar las diferencias, sin necesidad de renunciar a los propios ideales. Precisamente, la paz social descansa en la razonabilidad que requiere la búsqueda de acuerdos.
Aunque vital y necesario, el diálogo para el acuerdo no siempre es un recurso viable para todos. Pensemos esas palabras en boca de una vicepresidenta que rechaza toda oportunidad de autocrítica y que utiliza al Parlamento para acallar voces e imponer una agenda política viciada de intereses intrínsecamente egocéntricos para la perpetuación en el poder.
Un país como propiedad personal no es un peligro ausente si renunciamos al diálogo, si cedemos ante el discurso unilateral y el menosprecio por las instituciones. No es una pesadilla lejana si nos acobardamos ante actitudes de soberbia y de confrontación permanentes o si nos resignamos a reemplazar, pasivamente, el diálogo por la imposición.
En 1964, el papa Pablo VI escribía: “La apertura de un diálogo desinteresado, objetivo y leal (...) lleva consigo la decisión en favor de una paz libre y honrosa, excluye fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones”.
Vivimos un presente crítico en el que la paz social está amenazada si permitimos que se siga subestimando o anulando el diálogo. La ciudadanía nos pide, y es saludable que lo haga, reglas claras, estabilidad económica, instituciones serias, independencia de poderes, seguridad, cuidado de la matriz productiva y garantía de las libertades individuales y colectivas. Todo ello necesita de un intercambio sincero y el noble mérito de dejar a un lado los intereses personales en favor del bien común.
Por el bien común y por la esencia de la democracia, le pido al presidente Alberto Fernández que asegure las condiciones para el diálogo, fundamentadas en la defensa de la vida, la libertad, la república, la independencia de poderes, la seguridad y la Constitución Nacional.
Solo así podremos frenar el deterioro del tejido social, resolver lo urgente y planificar un futuro.
Por los mismos motivos, le pido al pueblo argentino que recupere su legítimo poder, que es su rol como soberano. Ante él, los responsables de administrar debemos rendir cuentas de manera transparente. Esa es la verdadera revolución: la lógica tangible proceso-gestión-acción que deja en evidencia los valores de cada dirigente en su conducta y no en sus discursos románticos, puede ser, pero, sobre todo, engañosos o, simplemente, vacíos.
La Argentina nunca fue ni será por sí misma, sino por sus dirigentes, ese extraño lugar en donde mueren todas las teorías. Somos responsables del país que es hoy y del que será mañana.
Necesitamos restablecer el diálogo, abandonar las ideologías absolutistas, engrandecernos en la humildad de mirar y escuchar al otro.
Acá estamos, porque creemos en el diálogo genuino, en la inclusión de cada argentino, en la verdad y en la justicia. Porque el país y cada uno de sus habitantes lo merecen. Porque usted, Presidente, y porque todos los que tenemos la responsabilidad de conducir este país se lo debemos a su verdadero soberano.
La autora es diputada nacional