La necesidad de una buena administración pública

La buena administración pública debería centrar su tarea en mejorar integralmente las condiciones de vida de las personas

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Una mujer usando una mascarilla por el coronavirus camina frente a la Casa Rosada (Foto: Agustín Marcarián)
Una mujer usando una mascarilla por el coronavirus camina frente a la Casa Rosada (Foto: Agustín Marcarián)

Nikiforos Diamandouros, defensor del pueblo europeo en el período 2003/2013, en su presentación en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid del 21 de marzo del último año de su gestión, había expuesto que la calidad del Estado de Derecho y de la democracia en las sociedades modernas depende, hasta cierto punto, de la calidad de la administración pública.

Siguiendo la postura de Diamandouros, su argumento no significa que se encontrare en juego la democracia o el propio Estado de Derecho ante un actuar ineficiente de la administración pública, sino que, evidentemente, las políticas públicas que adopte un gobierno carecerían de la tracción necesaria para cumplir aquellos objetivos que se ha planteado.

Conceptos tales como “buen gobierno”, “buena administración” o “buena gobernanza” poseen, a esta altura de las circunstancias que estamos viviendo, una relevancia que trasciende holgadamente lo jurídico y se sumerge en el impacto real de la calidad de los bienes y servicios que recibe el ciudadano del Estado.

Es así que la buena administración pública debería centrar su tarea en mejorar integralmente las condiciones de vida de las personas.

Lejos nos encontramos de la intención de debatir acerca del tamaño del Estado, porque creemos que resultaría, a priori, muy difícil de establecer su dimensión óptima, ya que esta dependería de la extensión de las políticas que fijaran los gobiernos (siendo el plural una expresión de deseo en la continuidad de las decisiones públicas estructurales), de las condiciones presupuestarias y de la eficiencia para administrar los recursos.

Hoy, la pandemia nos obliga a repensar urgentemente la función del Estado y la calidad de una Administración que evidencia su razón de ser en estas situaciones de mayor adversidad. La ciudadanía, en este estado excepcional, se encuentra más atenta que nunca en el cumplimiento de los compromisos que ha patrocinado la clase dirigente respecto a los servicios públicos que recibe.

La atención hospitalaria, la educación, la seguridad, la situación habitacional, la seguridad social, la justicia, las condiciones para el empleo, entre otros servicios, se encuentran en constante examen por parte de los individuos, potenciado tal hecho por la presencia del COVID-19 en nuestras vidas.

La falta de respuestas oportunas, o peor aún, la ausencia de estas, operan como un descrédito hacia el rol del Estado, minando la legitimidad del mismo.

Así, en el contexto de la pandemia declarada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) con fecha 11 de marzo de 2020 frente al brote del COVID-19, la emergencia sanitaria establecida por Ley Nº 27.541 y su ampliación a través del Decreto de Necesidad y Urgencia N° 260/2020, se han expuesto situaciones donde el Estado, tanto a nivel nacional como subnacional, estuvo frente a circunstancias imprevistas que requerían de pronta resolución con resultados, en algunos casos, deficientes.

Uno de los casos paradigmáticos fue la respuesta del sistema de compras y contrataciones estatales, especialmente en aquellos supuestos de la necesidad imperante de bienes y servicios vinculados directamente con la emergencia.

Dicha respuesta no estuvo a la altura de las circunstancias deseadas, y no fue por la actuación particular del servicio civil (empleado público), sino fundamentalmente por el propio sistema que no estaba preparado para un desafío de tal magnitud, desnudando su fragilidad.

Así el dictado del Decreto de Necesidad y Urgencia Nº 260/2020, en su artículo 2º punto 6, facultaba al Ministerio de Salud a adquirir directamente bienes, servicios o equipamientos necesarios para atender la emergencia sin sujeción al régimen de contrataciones de la administración nacional, previendo que en todos los casos debería procederse a su publicación posterior.

Ese mismo decreto, en su artículo 15, autorizó a las demás jurisdicciones, organismos y entidades del Estado a contratar directamente bienes y servicios en las mismas condiciones que la Autoridad Sanitaria.

Siguiendo esa línea, la Jefatura de Gabinete de Ministros de la Nación emitió la Decisión Administrativa Nº 409/2020, estableciendo el procedimiento de contratación en el marco de la emergencia plasmada en el decreto antes citado, fijando algunos requisitos tales como la invitación mínima de tres proveedores (salvo que en el Sistema de Proveedores no obrase la cantidad indicada) y que en contratos de determinados montos se debería requerir a la SIGEN los correspondientes precios testigos.

Las causas de esta anomalía normativa son múltiples y responden a diversas realidades que se han sumado a través del tiempo.

En lo que atañe al régimen de contrataciones en su faz regulada, no estaríamos frente al hecho de una ausencia de normas sino, todo lo contrario, ante un exceso de ellas que aparejan un marco jurídico demasiado rígido para la administración.

Esas regulaciones excesivamente puntillosas devienen de la pérdida de confianza en todos los actores participantes, e intentan limitar al máximo la discrecionalidad administrativa. Su resultado cnlleva a una administración pausada, en donde los funcionarios prefieren no arriesgarse en la toma de decisiones, y sus resultados terminan en mayores costos.

Obviamente que el sentido ético de la participación en el proceso es indispensable y no se encuentra discutido, pero es necesario volver a restablecer la confianza en el sistema con reglas prácticas y claras, y con una intervención en un régimen transparente hacia el ciudadano, que pueda controlar dicho proceso en todas las etapas (inclusive la ejecución del contrato mismo), y siguiendo los conceptos vertidos por Diamandouros, generando una solidaridad social y moral que mejore la calidad de la democracia.

Como así también facilitar el acceso de potenciales oferentes sin medidas restrictivas de ingreso, con la información suficiente y oportuna para que pueda analizar su participación.

Otro de los puntos débiles del sistema es el pago de las prestaciones.

La administración pública posee procedimientos burocráticos (y a veces de planificación financiera) que retrasan los pagos por largos períodos, afectando la propiedad de los proveedores (más en contextos inflacionarios) y que impactan negativamente en las ofertas de bienes y servicios que recibe el Estado al cargar en ellas el costo financiero.

Una decisión oportuna sería la formalizada por nuestro país vecino trasandino en 2006, en donde entre las iniciativas enmarcadas en el Programa de 36 medidas para los primeros 100 días del Gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet, se encontraba la de establecer que el plazo de pago a proveedores deberá ser en el menor tiempo posible y no mayor a treinta (30) días, comprometiéndose a ello en las bases de la contratación.

Tal disposición no fue una expresión de deseo sino que se trató de una directiva política hacia la administración pública.

El resultado de la iniciativa, y más allá del robusto sistema de compras chileno, trajo aparejado mejores precios y un acceso al mercado público de pequeñas y medianas empresas que se encontraban fuera de ese régimen y que lo enriquecieron democratizándolo.

Asimismo la incorporación de pymes eleva el nivel de confianza en obtener resultados positivos en la oferta de bienes y servicios requeridos en las contrataciones que deba efectuar el Estado y trae un efecto virtuoso en la generación de empleo.

Un mercado público de importantes dimensiones.

Según informa la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el monto gastado en compras públicas en los países miembros alcanza un guarismo cercano al 12% del PBI. En similar línea, para la Organización Mundial del Comercio (OMC), la contratación pública representa en promedio el 10/15% del PBI de una economía.

Existen más razones de las expuestas para el fracaso del sistema de compras públicas, tales como la inadecuada planificación de las contrataciones, la necesidad de capacitación y formación de profesionales, entre otras, aunque destacamos como relevante también, la falta de evaluación permanente de la administración pública, principio que abordaremos a continuación.

Viendo estos puntos críticos que desde una perspectiva parecen simples y de sentido común, la pregunta que nos hacemos es por qué la administración no ha tomado nota de estos eventos (y de tantos otros que hacen a la calidad del servicio que provee) y ejecuta los cambios necesarios.

Pareciera ser que es una organización que no aprende de sí misma.

Algunos podrán aventurar que quizás nuestro servicio civil no posee la suficiente autonomía para catalizar estos cambios por sí solo, dependiendo del funcionariado político de turno para que ello suceda.

Otros podrán explicitar que los vaivenes de la coyuntura impiden el repensar las cuestiones estructurales.

Lo cierto es que el deber con la buena administración no comprende solamente el establecimiento de una política definida, práctica y transparente en la cual la ciudadanía puede descansar, sino además saber si realmente se efectiviza en la realidad y la eficacia con que se cumple, y por consiguiente, adecuarla en los casos que no tiene el impacto deseado.

Uno de los mayores problemas que presenta la administración pública es la falta de instrumentos que permitan evaluar de manera permanente las posibles desviaciones en las políticas, por ello, el monitoreo y la evaluación son indispensables.

Asimismo, debemos pensar en organizaciones públicas en las que prime la vocación de servicio, que generen inclusión, que construyan ciudadanía, que utilicen adecuadas herramientas de gestión, de manera que el ciudadano no sea utilizado como gestor administrativo de reclamos, o como receptor pasivo de bienes y servicios, de los cuales se siente insatisfecho en sus expectativas.

Qué efectos gratificadores para nuestros conciudadanos que estos sepan las condiciones en que se encuentra el Estado para satisfacer sus necesidades y puedan evaluar el esfuerzo que desarrolla la administración en la ejecución.

Cómo llenar ese vacío que genera la incertidumbre respecto al futuro en una nación deprimida económicamente e inmersa en una realidad pandémica, con una presión impositiva que no encuentra correlación con los servicios públicos que recibe.

Seguramente uno de los caminos necesarios es la buena administración pública.

Internamente deberá instalarse una cultura organizacional enfocada en la calidad del servicio, que difunda sus resultados a fin de garantizar la transparencia de la gestión, detectando las necesidades de los ciudadanos en relación de los bienes y servicios que recibe y midiendo su grado de satisfacción.

Las medidas adoptadas hasta la actualidad no han tenido, en términos generales, los resultados de calidad esperados.

Deberían pensarse otras vías alternativas. Se nos ocurre que una manera paulatina de desarrollar un cambio gradual y constante sería establecer incentivos asociados a la productividad (en términos de satisfacción ciudadana) y a los resultados de gestión (bajo los mismos requisitos), con reconocimientos presupuestarios.

Es decir que haya políticas que premien a aquellas reparticiones con buenos resultados en los indicadores objetivos de calidad del servicio y bienestar, con un mayor financiamiento y otros incentivos. Cambios que involucren, que generen confianza en los servidores públicos y en las instituciones.

Pequeños pasos que necesitan un fuerte compromiso por parte de las fuerzas políticas de la sociedad. Como aquel que citamos respecto de una de las iniciativas del programa de la ex mandataria Bachelet, que con visión trató un problema relevante con una simpleza estratégica y cuyos efectos abarcaban hasta una dimensión ética.

Compeler a un diagnóstico del estado de situación de nuestra administración pública frente a la necesidad ciudadana debería ser una de nuestras principales búsquedas.

Y creemos que el comienzo de la solución no depende simplemente de un cambio normativo, sino de conciencia, en palabras de aquella construcción que hicieron sobre el libro Ciudadela de Antoine de Saint-Exupéry: “Si quieres construir un barco, no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo. Evoca primero en los hombres y mujeres el anhelo del mar libre y ancho”.

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