Geopolítica de la meritocracia

El Gobierno debería organizar rápidamente una buena meritocracia entre todos los argentinos, para tener mejores opciones para sobrevivir en el feroz mundo regulado por los conflictos entre China y EEUU

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En relación al debate local sobre “mérito y meritocracia” quisiera ponerlo en un contexto global, para entender mas cabalmente conceptos bastantes olvidados por los argentinos. Meritocracia, según la Real Academia Española, es “un sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales”. A su vez mérito es “el derecho al reconocimiento por las acciones o cualidades de una persona”, entendida como aptitud, trabajo, esfuerzo, habilidad, inteligencia, virtud, conocimiento". Afirmar que el mérito no conduce a un ascenso social podría ser válido en el contexto actual de grave crisis, pero la falta de algún mérito es atentatoria contra dicho ascenso, en otras circunstancias. La tradición justicialista de la “cultura del trabajo”, bastante perdida por cierto, debería estar muy vigente en estos días para contribuir a paliar la presente situación económica, tal como lo han hecho muchos pueblos, durante siglos, después de alguna guerra. Nunca conviene denostar o despreciar al mérito en general, aunque haya que combatir aquellos “méritos” de base económica o de provenientes de poderes fácticos (políticos, entre ellos) que hasta logran aplastar a los de origen académico o profesional. Muchos poderosos impulsan una tóxica ideología meritocrática, sea como sustento de un partido, o de castas políticas o bien del poder económico; simples ideologías del poder, utilizadas para perpetuar sus posesiones. La buena meritocracia es aquella que se basa en procurar principalmente el bien común. Una sociedad realmente justa es aquella que acepta diversas formas meritorias y las respeta a todas por igual. Porque en casos críticos (como una pandemia) son las que salvan realmente a toda la sociedad.

El Estado y el gobierno chino utilizan una meritocracia con reglas propias, heredadas de la Cortes de los Emperadores, adaptadas al régimen del partido único (PCCh). Un funcionario menor es enviado a administrar un municipio chico; si su gestión (medida en resultados, previamente definidos) es correcta o superior es luego enviado a administrar una ciudad más grande. Así va escalando posiciones que dependen de sus habilidades (administrativas), su capacidad (política), su dedicación (esfuerzo personal o laboriosidad), su continua capacitación (técnica) y su carisma (personal); es decir del conjunto de factores que llamamos méritos. Su carrera sigue entonces un camino ascendente, o bien se estanca en algún puesto o lugar, o es simplemente desplazado. La lealtad al partido es un requisito sine que non, por eso no integra la composición del mérito. La meritocracia china tiene un escalafón particular, que no avanza con el pasaje del tiempo (acumulación de años de carrera) ni se constituye como una burocracia regida por leyes de oferta y demanda económica, si bien abarca casi todos los niveles administrativos del país. Se nutre del esfuerzo de millones de alumnos que se matan estudiando en todos los niveles para sobresalir y tener la oportunidad de trabajar para ese Estado meritocrático, que selecciona a los que tienen mayor mérito, garantizándoles prestigio social y una renta estable a medida que cumpla correctamente sus funciones.

El gobierno chino, elegido cada década entre los miembros más sobresalientes (con mayores méritos) del PCCh, se compone de sus diez miembros de conducción, junto al eventual emergente de un líder personalista. En el caso actual casi todos son de formación académica en Ingenierías o bien son militares; todos con definida tendencia al análisis y al planeamiento estratégico.

En Estados Unidos las meritocracias del Estado están algo más sujetas a los vaivenes políticos, pero en la mayoría de las instituciones se comprueba la existencia de un conjunto de funcionarios que a lo largo de los años van escalando según sus méritos, medidos en los mismos términos que los chinos, aunque haya mayor prevalencia de las capacidades técnicas, la ostentación de títulos otorgados por las universidades más prestigiosas del país, los vínculos personales de grupos de pertenencia social, las amistades personales (amiguismo) o de logias universitarias. Es decir están más influidas por el más alto nivel socioeconómico. Son funcionarios bastante estables y permanecen en sus cargos, independientemente del color político del gobierno de turno. Debe notarse también que universidades prestigiosas como Harvard, Yale, Stanford y otras, además de atraer a los sectores sociales más ricos del país, tienen la inteligencia de captar a numerosos talentos provenientes de todos los rincones del planeta, independiente de su nivel económico, dándole becas y otros sostenimientos. El objetivo de esa fuga de cerebros de la periferia al centro es que se queden a trabajar con ellos, aumentando su propio prestigio, e incrementando la ola meritocrática nacional, con lo cual terminan teniendo influencia en el resto del planeta. El ministro de Economía Martín Guzmán es una prueba de este tradicional fenómeno.

A diferencia de este establishment de élites, los gobernantes electos en Estados Unidos son mucho más diversos y fluctuantes, y no siempre arriban los más capaces por méritos personales, sino los más hábiles políticamente, o los que están sostenidos por ciertos lobbies. En cualquiera de los casos, todos los presidentes están sostenidos por ese Estado meritocrático, bastante eficiente, que puede compensar cualquier falencia, indecisión, contradicción o vacilación, que así puede pasar bastante desapercibida.

En Europa (Francia, Gran Bretaña y Alemania) y en Japón también los estados se organizan con funcionarios estables, muy sólidos y capaces en sus respectivas áreas de pertinencia. Dentro de la estructura de ese Estado nadie queda exento de ser desplazado por incompetencia, mal desempeño o negligencia; no hay estabilidad infinita. En general casi todos los países más desarrollados disponen de Estados con esas características, lo que permite tomar decisiones consensuadas más rápidamente, dándole estabilidad y previsibilidad a los gobiernos. Es uno de los requisitos importante para que un país pueda desarrollarse. No deberíamos quejemos tanto de la meritocracia científica de la Universidad de Oxford, si simultáneamente le estamos rogando que nos manden sus vacunas para el COVID19.

No es ningún secreto que los lobbies geopolíticos, económicos, comunicacionales y sociales actúan sobre los gobiernos de turno, influyendo en sus decisiones para que vayan en sentido de incrementar sus intereses personales o de grupo. Es conocido que los gobiernos, de cualquier signo político, se sienten débiles frente a la enorme fuerza del poder financiero y de los medios de comunicación y redes sociales. Ese poder no tan visible, ni tan democrático, instalado como sistema paralelo de gobierno, explícito o encubierto, se convierte en una meritocracia tóxica que encara la problemática del país, siguiendo las ideas que las favorezcan, sea cual sea. Eso consolida las ventajas de los poderosos que, además, transmiten por herencia ese poder a sus hijos y parientes. ¿Tienen los herederos de las grandes fortunas y de los feudos políticos más méritos o capacidades que muchos buenos profesionales o políticos democráticos que luchan por el bien común? Es evidente que ellos corren con indecorosas ventajas, porque acceden más fácilmente a posiciones políticas para proteger sus intereses. Esta “meritocracia tóxica”, rentista de una pseudo-aristocracia política hereditaria, es, lamentablemente una realidad concreta, aunque bastante retardataria para el desarrollo de cualquier país.

¿Sirve el mérito para el ascenso social? El mito norteamericano que el ascenso social se alcanza a través del esfuerzo personal y que todos tienen esa oportunidad, fue desmentido en las últimas décadas debido a la globalización financiera, que produjo una fuerte desigualdad social, no compensable por otras fuerzas. Es que los mitos solo relatan verdades que fueron, pero que ya no son. El economista francés Thomas Piketty, especialista en desigualdades y distribución de la renta, explica con números precisos que las grandes fortunas se incrementaron más rápido en la etapa globalizadora que en cualquier época anterior, generando mayores desigualdades. El meritorio esfuerzo de la mayoría de los ciudadanos del mundo corre actualmente en absolutas desventajas frente la desigualdad del poder y la riqueza, que actúa sinérgicamente con las mencionadas “meritocracias tóxicas”.

Pese a lo previamente indicado, también es válido pensar que la Argentina se hizo más fuerte con el esfuerzo de los emigrantes, de los “cabecitas negras” que vinieron del campo a la ciudad para incorporarse a la industrialización y de los miles de estudiantes que dedicaron tantas noches a estudiar mientras trabajaban de día, o de los profesionales de la salud que atendieron al sistema en precarias condiciones y dieron su vida por ello. ¡Deberían ser méritos muy elogiables y dignos del respeto de toda la sociedad! Cuando al talento natural se le agregan dosis importantes de esfuerzo, se encuentra el ideal de toda realización humana. Como dice el dicho, “el genio también es trabajo”. Por eso desconocer el mérito es ignorar esos nobles valores, o ser un ignorante nacido en una cuna de oro. El progresismo es consustancial a la idea del mérito. Un pensamiento feudal no le dará seguramente tanta importancia porque viene de una construcción de poder que sólo quiere conservarlo a toda costa, utilizando la ideología de la “meritocracia tóxica”.

¿Qué va primero, la igualdad de oportunidades o los méritos? El concepto de justicia social consiste en reducir al máximo las desigualdades sociales, no mediante un reparto de bienes y servicios por parte de Su Majestad, sino que se trata de llegar, lo más rápidamente posible, a igualar las oportunidades para que, según cada mérito personal, todos puedan ascender socialmente. A la igualdad de oportunidades puede llegarse más fácilmente mediante un Estado eficiente que construya las condiciones para llegar a ello, mediante un proceso de distribución que vaya igualando los puntos de partida. Eso requiere un sistema impositivo justo (impuesto a las ganancias progresivo) y con reglas estables. Los que gustosamente paguen en regla seguramente desearían, como mínimo, verlos traducidos en servicios públicos de calidad que beneficien a los rezagados: educación, salud, alimentación apropiada, conectividad. Eso implica tener que hacer una buena gestión pública, sin corrupción, para lo cual se necesita profesionales seleccionados por sus méritos y no sólo por su adscripción partidocrática. Así funcionan los ciclos virtuosos.

La sociedad argentina se ha deslizado en las últimas décadas hacia una movilidad social descendente con el terrible peligro de pretender igualar hacia abajo, que sería contradictorio con el concepto de progreso y a contramano de cualquier política que se declare realmente igualitaria. La fuerza vital de una sociedad no está exclusivamente en la voluntad política de un sector, cualquiera sea éste, sino en la calidad espiritual de los ciudadanos. Si estos bajan los brazos, la decadencia es inevitable. Si por el contrario renace el espíritu transformador, solo es cuestión de tiempo para un nuevo renacimiento, manifestado por un desarrollo constante y una economía sustentable. El desarrollo (no el mero crecimiento económico) de una nación es producto de una política correcta, pero también del mérito de su población, entendido como talento más esfuerzo. Si no nos desarrollamos seguirá la fuga de cerebros, emigrarán los que tienen más posibilidades o los que pueden; los restantes se quedarán desangrándose sin remedio y a cargo de las miserias supérstites.

Mejor que organicemos rápidamente una buena meritocracia entre todos los argentinos, para tener mejores opciones para sobrevivir en el feroz mundo regulado por los conflictos geopolíticos entre China y EEUU. No veo otra solución. Si seguimos cambiando de equipos de gobiernos cada cuatro años, gastaremos todo nuestro capital físico y humano entre “aprontes y partidas” (como dice el tango) y no llegaremos nunca al disco de llegada. La buena o la “tóxica” meritocracia es lo que funciona en el mundo de los países más poderosos del planeta. Con solo criticarla seguimos sin resolver nada. Para enfrentar los desafíos de esta época, mejor tratar de construir una propia, con todos, y no solo con una pequeña fracción política.

Los Estados que piensan en el bien común ayudan a crear las condiciones para la igualdad de oportunidades, como por ejemplo una educación pública de calidad, sistemas de salud accesibles para todos, alimentación apropiada para cada edad. Acercarse a ese ideal sería realizar los sueños revolucionarios de cualquier idealismo. Algo grave falla desde hace tiempo en nuestra sociedad para que tengamos un 60% de niños pobres; haya casi tantas personal doméstico (1.300.000) como obreros industriales (1.400.000); o que muchas mujeres de 30 años de edad, sean abuelas en los hogares de las villas de emergencia y en cambio no han tenido ningún hijo en los hogares de clase media. Tenemos una sociedad tan fraccionada y terriblemente desigual. Es indudable que ciertas políticas son mejores que otras; particularmente son nefastas aquellas que endeudan en divisas al país sin lograr inversiones productivas, o aquellas que empeoran enormemente la situación social. Pero con solo criticarlas no resolvemos ningún problema. Algo más hay que hacer, porque mejor que decir es hacer. El destino de este gobierno parece encaminarse a tener la necesidad imperiosa de hacer algo nuevo antes que el barco se choque contra el témpano.

El autor es analista geopolítico