La clase política se apunta a sí misma

Un repaso histórico de cómo los dirigentes lograron ser “siempre los mismos” y se encerraron en su propio círculo

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El presidente Alberto Fernández junto a la vicepresidenta Cristina Kirchner (Juan Mabromata/Pool via AP)
El presidente Alberto Fernández junto a la vicepresidenta Cristina Kirchner (Juan Mabromata/Pool via AP)

Es una frase que se escucha desde hace años, en los bares y en las reuniones familiares: “Son siempre los mismos”. Con sencillez, la gente explica lo que puede significar en el mediano plazo una suerte de suicidio colectivo de la clase política, que en pos de perdurar y cerrar el círculo en la menor cantidad de dirigentes posible, se dirige a un inevitable “que se vayan todos”, que tal vez sea más enérgico y duradero que el de 2001.

El secreto está en la oferta electoral. Puede juzgarse que la gente ha elegido bien o mal en tal o cual ocasión, pero desde la recuperación democrática a la fecha, la oferta electoral es dramáticamente reducida, por una serie de motivos entre legales y fácticos, todos propiciados por la propia clase política, para que los ciudadanos no tengan otra opción que elegir entre lo poco que le ofrecen.

Para empezar, hay que decir qué según la ley electoral, los partidos políticos son las únicas organizaciones con capacidad legal para ofrecer candidatos a cargos públicos electivos. Es decir, si un ciudadano capaz, con grandes ideas y propuestas, no es afiliado a un partido político no puede ser candidato a nada. Eso hace que quien tenga la iniciativa de prestarse al servicio público deba afiliarse a un partido o al menos obtener el permiso de las autoridades de algún partido para ser candidato “extrapartidario” en su lista. Claramente, queda atrapado por las condiciones de ese permiso.

Una vez afiliado, debe someterse a los avatares de la Carta Orgánica de dicho partido, que seguramente le exija cierta antigüedad para ser candidato y otros requisitos que lo llevarán a un desgaste tal, que posiblemente desista de su iniciativa.

En la reforma constitucional del año 1994, se incluyó un artículo que establece que “los partidos políticos son instituciones fundamentales de la democracia” y que el Estado debe proveer a su sostenimiento. Los doctrinarios discuten sobre si esta norma los hace exclusivos oferentes electorales o sí solamente garantiza su manutención financiera por parte del Estado. Si esta última fuese la opción de interpretación que eligiésemos, la exclusividad de los partidos para presentar candidatos, solamente tendría origen legal y podría ser modificada por el Congreso.

Por cierto, esto no va a ocurrir. Los miembros del parlamento son los principales beneficiados por esa norma, los que usufructúan a pleno la exclusividad. Por eso hay diputados con 6 mandatos, 24 años siendo legisladores nacionales, sin un solo aporte serio a la vida nacional. Son extremos, hay muchos con 12 años, o con 16 años. Ninguno ha hecho un aporte sustancial en la existencia de nadie.

Según la norma electoral, los propios afiliados a los partidos que pretendan candidatearse a cargos públicos, tienen que presentar en la junta electoral una cantidad importante de avales que sostengan su postulación. Entonces, ya que se requieren dichos avales, ¿por qué no permitir que un grupo de ciudadanos que no formen parte de partidos políticos, debidamente avalados puedan postularse y ampliar la oferta electoral? Para que, como dice la gente, no sean “siempre los mismos”.

Es verdad que en los últimos tiempos ha surgido algún partido distinto a los históricos que ha alcanzado peso político y ampliado la oferta, como es el caso del PRO. Pero no es menos cierto que estos partidos ni bien llegan a formar parte de la elite política adquieren casi los mismos vicios que tenían los viejos partidos. La competencia interna es nula, cuando algún díscolo pretende ir a una disputa se lo trata de desactivar con todas las presiones posibles y se llega incluso a la intervención del partido local por parte del partido de orden nacional para evitar la interna y diferentes maniobras que forman parte del folclore que define el extremado minimalismo de la oferta electoral.

Ese es otro punto a desarrollar. Desde el sistema legal, si bien los candidatos extrapartidarios están prohibidos, existe una simulación democrática que aparenta estimular la competencia interna. La ley de primarias ha definido ese estímulo. Por ejemplo, cada lista que participe de una lid primaria, contará con el mismo aporte de fondos estatales y los mismos segundos publicitarios en radio y televisión para publicidad de campaña.

Pero las juntas electorales para esas primarias han quedado en manos de las propias agrupaciones políticas, dominadas por el oficialismo partidario, por lo que cada grupo de afiliados que pretende competir con tal oficialismo partidario enfrenta una serie de trabas seguramente insuperables o al menos extremadamente desalentadoras.

Solo por dar un par de ejemplos sin distinción de partidos políticos. Supongamos que en las legislativas de 2021 el primer candidato de diputado nacional por la Provincia de Buenos Aires del Frente de Todos sea Máximo Kirchner. ¿Alguien se imagina a una lista de ciudadanos afiliados al justicialismo provincial, sin estructura política previa, sin aparato, dándole batalla en las primarias? En la misma lógica, supongamos que quien decide encabezar la lista por el distrito bonaerense en Juntos por el Cambio es el propio Mauricio Macri. Una lista donde se distribuyen cargos como suele hacerse, entre el PRO, radicales y la Coalición Cívica. ¿Le será posible a ciudadanos sin las estructuras oficialistas de la UCR y el PRO, que se les permita competir en esa interna?. Simplemente, las primarias llevan vigentes 11 años, y tal cosa no se ha visto casi nunca, salvó algún caso aislado en alguna provincia.

Lo descripto es un hecho. Ahora bien, la clase política empieza a encerrarse en su propio círculo. La crisis de 2001 no fue solamente una crisis del gobierno de Fernando De la Rúa. Fue una secuencia de fracasos de dos partidos que monopolizaron la oferta electoral durante casi un siglo. Dos años antes de la caída de De la Rúa, había terminado el gobierno de Carlos Menem, que en sus últimos 24 meses había sido un fracaso escandaloso, con porcentajes extraordinarios de desocupación y otras yerbas. Por eso el clamor social era “que se vayan todos”. Todos fracasaron. Todos son los pocos que se reparten el manejo de los asuntos públicos. De hecho, luego del interinato de Eduardo Duhalde, se produjo la atomización más llamativa de la oferta electoral de la historia argentina. Cinco candidatos a presidente compitieron con posibilidades, y los resultados los tuvieron a todos ellos en un margen de 10 puntos porcentuales.

De Menem con 24% a Elisa Carrió con 14%, hubo en medio un Néstor Kirchner con 22%, un Ricardo López Murphy con 16% y un Adolfo Rodríguez Saa también con 14%. Historia conocida, Menem no fue a segunda vuelta y sin revisar mucho la Constitución se consagró presidente a Kirchner. El sistema de segunda vuelta que exige la Carta Magna cuando ninguno llega al 45% o a 40% mas 10% de diferencia con el segundo tiene como fin legitimar al mandatario entrante, y ese requisito no se cumplió entonces. Desistido de competir el primero, los dos primeros pasaban a ser Kirchner y López Murphy y debió haber ballotage entre ellos, pero en fin, no lo hubo y es historia antigua. Kirchner construyó su poder, gestionó con acierto y sumado al “viento de cola”, el “que se vayan todos”, murió. ¿O no? Dicen algunos que los fenómenos sociales inconclusos en algún momento se retoman y concluyen su ciclo interrumpido.

Es posible que la “burbuja sanitaria” en que se encierra la clase política para retener privilegios explote en algún momento no tan lejano, ante el regreso de los fracasos de gestión sistemáticos. Y que ese propio encierro en sí mismos, sea una suerte de suicidio colectivo que colapse el sistema, con un “que se vayan todos” con renovada fuerza y permanencia. No son muchas las veces en que las sociedades, desorganizadas y sin un objetivo definido, logran cambios. Pero a veces pasa.

El autor es abogado y consultor en comunicación