La justicia que debemos recuperar es la distributiva

En medio de una crisis como la que vivimos, hablar de reformar la justicia es una provocación sin sentido y de mal gusto

Compartir
Compartir articulo
FOTO DE ARCHIVO: Una bandera argentina flamea sobre el Palacio Presidencial Casa Rosada en Buenos Aires, Argentina 29 octubre, 2019. REUTERS/Carlos Garcia Rawlins
FOTO DE ARCHIVO: Una bandera argentina flamea sobre el Palacio Presidencial Casa Rosada en Buenos Aires, Argentina 29 octubre, 2019. REUTERS/Carlos Garcia Rawlins

Los grandes países desarrollan sólidos Estados capaces de contener e incitar la generación de riquezas de la iniciativa privada. Décadas declarando que solo la democracia era exitosa, idea que ocupaba el lugar de un dogma, hasta que el Estado chino, poderoso y marxista, desarrolló el capitalismo sin alterar su estructura autoritaria y logró convertirse en el de mayor crecimiento de la humanidad. El socialismo había fracasado en Cuba, en Rusia y en China hasta que el Estado se hizo cargo de conducir lo colectivo autorizando la libre competencia. Para algunos será el triunfo de la codicia; para otros, la lógica del merecido premio al esfuerzo. Lo cierto es que la iniciativa privada se impuso como elemento clave en el desarrollo de la humanidad. Cuba fue un fracaso que se llevó miles de vidas en el intento de expandirse sin lograr siquiera una estabilidad digna en su propia tierra. Venezuela es ahora expresión del error cuya imagen más dura transita sobre el doloroso exilio de buena parte de sus habitantes. El Estado conduce la totalidad de las experiencias exitosas, liberales o marxistas, sea Estados Unidos, China, Rusia o el complejo logro del Mercado Común Europeo. Y en todas ellas los privados generan riquezas, controlados para impedir los monopolios y poderes concentrados que dañen lo colectivo y lastimen las mismas raíces de esa sociedad. La política debe ocuparse de organizar un Gobierno que impulse y controle siendo capaz de ordenar la iniciativa privada facilitando los créditos y los mercados que necesitan para su desarrollo. En una crisis como la actual, donde llegamos a permitir que cayeran en la pobreza la mitad de los ciudadanos, se exige un proyecto productivo generador de trabajo y riqueza que nos devuelva la esperanza en un futuro más digno. Iniciar la discusión por la Justicia deja la sensación de ocuparse del problema de los dirigentes antes que de las necesidades y urgencias de la mayoría. Y concebir la defensa del Estado o de lo privado como dos vertientes opuestas reduce las ideas a los tiempos de los anarquistas contra los marxistas, vertientes del pensamiento que por fortuna ya carecen hasta de seguidores. El peronismo fue una etapa que tiene adeptos y detractores. Lo insoportable es que algunos intenten culparlo de todos los males, olvidando que desde el derrocamiento de Yrigoyen a la caída de Isabel Perón pasaron 46 años, de los cuales pertenecieron al peronismo y en consecuencia, a la democracia, solo 13 en total, ya que más allá de la dignidad de Arturo Frondizi y de Arturo Illia, ambos gobernaron con el peronismo proscripto. Hubo bombardeos a la Plaza de Mayo, muertos y desaparecidos, y todos ellos se inscriben en la página de los antiperonistas que se llenan la boca de honestidades mientras callan las miserias de sus camaradas de ruta, del bando antidemocrático al que siempre pertenecieron.

La socialdemocracia fue para la humanidad una de las mejores maneras de resolver el conflicto entre lo estatal y lo privado. El radicalismo y el peronismo en nuestra historia expresaron de diferente manera la imposición de los intereses colectivos sobre los particulares. Ambos fueron derrocados por golpes de Estado, en manos del partido militar, expresión política de los que aún hoy siguen intentando justificar las dictaduras con sus consabidos cursos de ética o rentabilidades económicas. El Estado, la política, no pueden ser el resultado de un acuerdo de intereses sectoriales, ni mucho menos que estos logren tener mayor fortaleza que el mismo gobierno. Al ciudadano no lo representa ningún grupo de poder ni factor de presión, y la democracia va perdiendo sentido en el mismo momento en que las distancias económicas reducen al ciudadano a una dependencia que lo deja en una discutible y escasa libertad.

Finalizamos con éxito una negociación de la deuda, ahora queda por delante un programa productivo que convoque a la inversión y defienda a los pequeños y medianos productores, que lance un sistema de créditos e incentivos que en principio obligue al sistema bancario privado a volver a ponerse al servicio de los ciudadanos, que controle las ganancias de los servicios supuestamente “privatizados” que son sin lugar a dudas los grandes responsables de nuestra actual concentración de la riqueza y paralelo crecimiento de la pobreza. Al lado de esto, que constituye el verdadero drama social, hablar de reformar la Justicia es una provocación sin sentido y de mal gusto, no porque neguemos su obvia necesidad, sino porque cuestionamos el absurdo de su ubicación entre las prioridades de la desesperante coyuntura que viven nuestros necesitados.

Hoy la verdadera justicia que necesitamos recuperar es la distributiva; la otra es tan solo una problemática minoritaria de las conciencias culposas.