El peligro de modificar la estructura de la Corte Suprema

Se puede buscar un mejor servicio con mayor cantidad de jueces, pero también limitando los casos que el máximo tribunal debe resolver

Compartir
Compartir articulo
Corte Suprema (Nicolás Aboaf)
Corte Suprema (Nicolás Aboaf)

Dentro de los temas ponderados para la anunciada reforma judicial, se menciona con insistencia la modificación en el funcionamiento de la Corte Suprema, que incluiría incrementar el número de sus miembros a quince y dividirla en salas.

La Constitución Nacional en su redacción actual -a diferencia de su original de 1853- no establece un número de magistrados de la Corte, dejando ese tema a la decisión del Congreso. Originalmente se estableció que estaría compuesta por nueve miembros y dos fiscales. Con la reforma de 1860, que permitió la reunificación nacional, se indicó que su número sería establecido por ley. Fue así como dos años más tarde, la ley 27 fijó ese número en cinco miembros, lo que se mantuvo hasta 1990, a excepción de un período en 1960, en que fue elevado a siete. En 1990, durante el gobierno del presidente Menem, el número se elevó a nueve, y volvió a bajarse a cinco por la ley 26.183, de 2006, durante el gobierno de Néstor Kirchner.

Los vaivenes de la inestabilidad política durante las últimas década hicieron que, con muy pocas excepciones, cada Presidente tuviera una Corte elegida mayoritariamente durante su gobierno, lo que es visto como uno de los múltiples motivos de la limitada independencia del Poder Judicial y de su aptitud para poner frenos al avance del Ejecutivo.

El famoso juicio político a la Corte Suprema motorizado durante el primer gobierno de Perón en 1947 produjo la destitución y reemplazo de cuatro de sus cinco jueces. Aquella Corte, probablemente la última de la etapa de estabilidad institucional del Poder Judicial, contaba con figuras como Roberto Repetto como presidente y juez del Tribunal desde 1923 y Roberto Sagarna, quien lo integraba desde 1928.

A partir de 1947 se inició una práctica mantenida hasta 1990, que fue la de sustituir a la Corte completamente por motivos políticos. Ello ocurrió, por gobiernos de facto y constitucionales que se sucedieron, en 1955, 1966, 1973, 1976 y 1983. En cuanto a la Corte establecida en 1955, en el siguiente período constitucional se sustituyeron tres jueces en 1958, uno en 1960, y ese mismo año, por ley 15.271 se elevó el número de jueces a siete, siendo designados por el gobierno de entonces los dos nuevos magistrados. En 1990, la ley 23.774 elevó el número de jueces a 9, y teniendo en cuenta las renuncias de los magistrados Caballero y Bacqué, el nuevo gobierno propuso y logró la designación de seis jueces, en lo que se conoció como la “mayoría automática”. De este modo, desde el primer gobierno de Perón hasta que se inició el de De la Rúa en 1999, cada presidente tuvo una Corte que fue designada, íntegramente o en su mayoría, a propuesta del propio gobierno.

De la Rúa no tuvo oportunidad ni tiempo para hacer modificaciones en este sentido, y Néstor Kirchner, tras una embestida contra los jueces designados por Menem, logró renovar en buena medida la integración de la Corte, y a su vez propició una ley que redujo nuevamente a cinco el número de sus integrantes. Macri se encontró con dos vacantes que no hacían mayoría, de modo que junto con De la Rúa fueron los dos presidentes que gobernaron sin una Corte cuya integración mayoritaria se hubiese modificado durante su mandato.

Con esto no quiero decir que un juez designado durante un gobierno responde a ese gobierno. Eso sería injusto e infundado. Pero sí es cierto que el Presidente que propone un juez de la Corte –en especial si cuenta con mayoría suficiente en el Senado- se inclinará por aquel que al menos no sea visto como un posible entorpecedor de sus políticas y acciones.

Hoy la Corte está integrada en su totalidad, de modo que cualquier injerencia del gobierno sobre el máximo tribunal del país sólo podría producirse mediante un incremento en la cantidad de miembros. Y entonces, como suele suceder en Argentina, las mismas personas que decían hace tiempo que era razonable una Corte de cinco magistrados, hoy comienzan a sugerir que para un mejor funcionamiento debería incrementarse el número.

Pero ya no se habla de un mero incremento a siete o nueve, como en el pasado. Cada vez con más fuerza se propone con una Corte integrada por un número superior –quince es el que prevalece-, lo que permitiría dividir la Corte en salas según las materias.

La propuesta no sonaría tan alocada si se la ponderara a la luz de la cantidad actual de trabajo que tiene la Corte y el retraso de sus decisiones. Pero como en todo servicio que funciona ineficientemente, se puede intentar una solución por el lado de incrementar la oferta, o también por la reducción de la demanda. Es decir, se puede buscar un mejor servicio con mayor cantidad de jueces, pero también limitando los casos que la Corte debe resolver.

Incrementar el número de magistrados a quince y dividirlos en cinco salas por materias convertiría a la Corte en algo similar a lo que sucede en algunos países europeos o latinoamericanos que han copiado su modelo, en los cuales la Corte Suprema es un Tribunal de casación del derecho común en todas sus ramas, que coexiste con una Corte de Constitucionalidad que evalúa los casos en los cuales la interpretación directa de cláusulas o garantías constitucionales estén involucrados.

No es tal la naturaleza de la Corte según la Constitución Argentina. Para ella la Corte es una sola y es suprema, es decir, no existe autoridad judicial por encima de ella. Su función, siguiendo el modelo norteamericano en su momento, es la de resolver sobre la validez constitucional de normas aplicadas a casos concretos, así como los conflictos entre normas de distintas jurisdicciones constitucionales.

En 1908, en el caso de “Rey c/ Rocha” (Fallos: 110:432), en una escueta resolución la Corte consideró que correspondía su intervención -basada en la violación directa del artículo 18 de la Constitución Nacional- en los casos de sentencias manifiestamente arbitrarias, que impiden considerarlas como tales. Abrió de este modo una nueva vía, que se ha convertido al día de hoy en un monstruo ingobernable, y es el responsable de la mayor parte de su trabajo (los recursos por arbitrariedad de sentencia). Lo que nació como una solución excepcional para casos límite en los cuales la Corte no podía desconocer la manifiesta injusticia o arbitrariedad que pasaba ante sus ojos, convirtió a la Corte en una virtual tercera (o cuarta) instancia judicial para todas las causas, provinciales o federales, de todas las materias.

Entonces, si se suma la antigua jurisprudencia de la Corte según la cual para llegar a ella todos los pleitos deben agotar todas las instancias anteriores (que incluyen pasar por el tribunal superior de la provincia de que se trate), y que según el fallo “Casal”, en materia penal a nivel nacional las cámaras de casación no pueden restringir su actuación sino que deben revisar completamente las sentencias como segunda instancia, el resultado es una Corte enterrada en un océano de expedientes donde se discuten cuestiones de derecho común, que llegan a ella luego de muchos años de transcurrir todas las instancias exigidas por su propia doctrina, y que deberán esperar otros tantos años para obtener una decisión definitiva de la Corte.

Contrariamente a lo que se pueda pensar, agregar más instancias de revisión no siempre es sinónimo de mejor servicio de justicia. En todo caso, deposita la solución en el último revisor, quien tampoco tiene garantías de infalibilidad. Al reconocer su condición de tribunal “supremo” frente a tribunales internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Corte ha señalado: “Si para escapar al peligro de error posible hubiera que conceder recurso de las decisiones de la Corte, para escapar a idéntico peligro habría que conceder recurso de las decisiones del Tribunal que pudiera revocar las decisiones de la Corte y de éste a otro por igual razón, estableciendo una serie que jamás terminaría porque jamás podría hallarse un tribunal que no fuera pasible de error” (Fallos: 320:854).

La cantidad de casos por arbitrariedad que normalmente llegan por vía de queja por recurso denegado, demandan a veces muchos años antes de que la Corte los resuelva con una simple fórmula de rechazo. Pero si bien existe una antigua doctrina del Tribunal según la cual la queja, en principio, no suspende los efectos de la sentencia, ello no se aplica en ciertos casos, como por ejemplo en decisiones de naturaleza penal que pueden llevar a la efectiva privación de libertad de una persona. De modo que luego de transitar todas las instancias posibles de revisión, una causa penal que ya lleva años de trámite, llega a la Corte por vía de queja, y permanece allí durante varios años más hasta que la sentencia queda firme y se puede ejecutar. Eso es lo que ha fomentado esa sensación de impunidad que la gente percibe al observar que las causas nunca quedan firmes y los culpables nunca van a la cárcel.

Este problema fue resuelto por la Corte Suprema de Estados Unidos de una manera práctica. Es el propio Tribunal el que decide cuáles son los recursos que se interponen anualmente, que justifican su intervención, sea para unificar jurisprudencia contradictoria, para fijar una doctrina importante para casos futuros o afrontar un tema de gravedad institucional o amplia repercusión social. Los recursos que no son admitidos –que son la enorme mayoría- quedan automáticamente desestimados sin necesidad de resolución expresa. Nuestra Corte, en cambio, para desestimar una queja, debe dictar una resolución firmada por los jueces que supone un estudio más profundo del recurso y sus argumentos.

Por otra parte, la división de la Corte en salas temáticas llevará inevitablemente a que distintas salas utilicen criterios contradictorios de solución, aún para cuestiones formales que de todos modos hacen a la razonabilidad y credibilidad de las decisiones del más alto tribunal. Ya ocurrieron problemas de este tipo con la Corte de cinco miembros, lo que llevó en su momento a sustituir las resoluciones desestimatorias fundadas por ciertas fórmulas genéricas, para evitar el uso de argumentos contradictorios. Si la Corte se dividiera en salas, ese tipo de decisiones contradictorias sería muy frecuente, quebrando aun más el principio constitucional de que la Corte es “una”.

Por otra parte, una de dichas salas debería atender las cuestiones de naturaleza constitucional, convirtiéndose en virtual Corte de Constitucionalidad, lo que distorsionaría aun más su funcionamiento y unidad.

En definitiva, deberían buscarse formas de limitar los casos en los que la Corte interviene, en especial a partir de que en la actualidad todo pleito tiene garantizadas efectivamente al menos dos instancias judiciales, como exigen los tratados internacionales incorporados a la Constitución. Entre otras cosas, debería eliminarse el carácter suspensivo del recurso de hecho ante la Corte por recurso denegado, y de ese modo desalentar la interposición de presentaciones que sólo persiguen un propósito dilatorio para evitar que la sentencia quede firme y sea ejecutada.

Claramente el país está en una situación crítica. En febrero se hablaba del peligro de una hiperinflación y de un default, se miraba con preocupación el incremento en la desocupación, el índice de pobreza y la caída en la producción. Desde entonces han transcurrido estos cinco meses de cuarentena, decidida y gobernada unilateralmente por el Poder Ejecutivo, mientras los demás poderes se encuentran disminuidos en su capacidad de control, y que acentuará la crisis, como podrá verse cuando la cuarentena se termine. Evidentemente no es momento para pensar en reformas judiciales estructurales. En todo caso, es tiempo para ver de qué modo se puede hacer más eficiente el trabajo de las instituciones existentes y permitir por una vez que la Constitución y sus órganos funcionen sin la interferencia permanente del Poder Ejecutivo.