La palabra devaluada de Alberto Fernández

Detrás de la ficción que protagonizó el Presidente está la intención abierta de controlar el Poder Judicial y todo su relato choca de frente con los hechos

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El presidente Alberto Fernández
El presidente Alberto Fernández

Si algo merece elogio en la gestión de este Gobierno es su extraordinaria capacidad para poner títulos y escenificar. Por supuesto, la presentación de “la reforma judicial del Presidente” no iba a ser la excepción. Con un discurso edulcorado el mandatario hizo una breve historia de la declinación de la justicia federal hasta su estado actual.

A partir de allí empezó la conversión del Presidente enamorado de la cuarentena al Presidente enamorado de la Justicia, que impulsa una reforma por voluntad propia, que sólo lo moviliza la intención de tener una Justicia mejor para todos. Toda la sobreactuación discursiva estaba destinada a despejar dudas sobre las motivaciones que justifican su decisión.

¿Qué es la reforma? Una serie de medidas destinadas a nombrar jueces federales en muchas jurisdicciones del país, duplicar los juzgados de la justicia federal, popularmente conocidos como “Comodoro Py”, y la frutilla del postre aún no anunciada: la ampliación de los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

A tal fin, el Presidente inicia la maniobra presentándonos a un grupo asesor que le va a sugerir lo que todos sabemos en esta crónica anunciada: que es necesario ampliar la corte y dividirla en salas de manera de tener una instancia más en la justicia penal. Hacia allá vamos.

Todo esto cubierto de un decálogo de buenas intenciones cuyo único móvil es el bien común, y aquí reflexiono sobre el valor de la palabra. El actual presidente durante mucho tiempo criticó con dureza a la líder del oficialismo, hoy actual Vicepresidenta de la Nación, para luego acordar un frente político dando por superado estos ataques verbales. Desde luego, si lo miramos desde el resultado, es una lógica impecable: ganaron las elecciones compartiendo fórmula electoral. Ahora si levantamos la mirada y enfocamos el camino, en él murió el valor de la palabra del presidente. Sabemos que es así: el poder electoral no es suficiente para salvar a Alberto Fernández de la “devaluación” del valor de sus palabras.

Detrás de la ficción que protagonizó el Presidente está la intención abierta de controlar el Poder Judicial y todo su relato choca de frente con los hechos. Sabíamos que la reforma judicial era, es y será el imperativo del acuerdo interno del Frente de Todos. Vimos al abogado de la vicepresidenta en la lista de asesores que confeccionó. No es mi intención ponerme a hacer una radiografía de cada uno de los miembros de esa Comisión; el Presidente puede hacerse asesorar por quien estime conveniente y además hay información al respecto. Sobre lo que sí voy a expresarme es que ninguno de los allí convocados nos representa institucionalmente. Sabemos que están ahí para conseguir que la Corte se amplíe. Algunos lo propondrán, otros harán la ficción de callarse u oponerse. El resultado está puesto.

Mientras esta maniobra se consuma desligada de los problemas de seguridad, violencia, miedo y ansiedad que padecemos, vemos cómo crece el hartazgo. El Gobierno que sólo se mira así mismo está a punto de cruzar una línea roja y le va a costar darse cuenta. Me permitiría recordar un episodio que sucedió cuando Alberto Fernández era jefe de Gabinete del presidente Néstor Kirchner. Transcurría el año 2006 cuando el ecosistema K, tan afecto a los decadentes sistemas clientelares, decidió impulsar la reelección indefinida del gobernador de Misiones y nacionalizar el conflicto. Debería recordar la derrota y el costo político que ello significó: todo indica que van a repetir la experiencia.

Ahora, con imprudencia, se lanzan a reformar la Corte, tratando de ocultarlo tras esta mascarada que no ha logrado engañarnos y caminan sin medir las graves consecuencias que puede acarrear aumentar la presión sobre el hartazgo. Lo único que van a conseguir es convertir la indignación en resistencia. Un enorme conflicto se agrega a las incertidumbres del futuro inmediato.

En un reportaje posterior a la presentación de la reforma, el Presidente al ser consultado por la inseguridad comentaba que hay que poner más policías y gendarmes para que “se sientan seguros”, para que “se sientan tranquilos”, tan metido en los corredores del poder, tan disociado de los problemas cotidianos. Ignorando la violencia institucional que crece, con lamentables episodios como la desaparición de Fernando Astudillo, visto el 30 de abril en un retén policial. Son cosas que pasan en este país, señor presidente. Ignorando el impacto que ha tenido en la población la liberación de presos, ignorando la impopularidad de las políticas de puerta giratoria que sostienen los abolicionistas como el juez mendocino Palermo, que también forma la comisión asesora presidencial.

Una reforma en serio debe poner la Justicia a trabajar, debe pensar con seriedad en cómo brindar seguridad ciudadana, debe tener tras de sí la voluntad política de proteger a las personas del crimen. Claro que es complejo encontrar solución a estos problemas reales, pero más complejo es aún cuando las relaciones con el narco quedan a la vista en el núcleo del poder K, el conurbano.

Frente a esto, fiel a sus prácticas, el oficialismo nos pone de un lado a la Ministra de Seguridad y al “inefable” Berni del otro, como si no fueran dos caras de la misma moneda, impúdicamente, como cuando en el discurso critica al ex presidente Carlos Menem, “senador oficialista” que cuando participa apoya al Ejecutivo. Estos son episodios repetidos del kirchnerismo, que con total desprejuicio nos dice: tengo estos principios, pero si no les gustan tengo estos otros.

La autora es senadora nacional por Mendoza (UCR- Juntos por el Cambio)

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