Alberto Fernández, Venezuela y el paraíso del tacticismo

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Nicolás Maduro, Alberto Fernández
Nicolás Maduro, Alberto Fernández

Ningún político argentino ha sufrido tanto como Alberto Fernández el rigor del recorrido de sus contradicciones entre distintos pronunciamientos sobre un mismo tema o personaje, por lo que su intempestiva condena al régimen chavista de Venezuela por violaciones a los derechos humanos solo podría sorprender a los pocos ingenuos que nos van quedando.

Toda la carrera pública del actual Presidente se ha caracterizado por las habilidades de corto alcance, curvas y contracurvas de un persistente ejecutor de maniobras tácticas. Resulta imposible estudiar su trayectoria y verificar la existencia de un pensamiento de largo plazo al que sus movimientos de corto se subordinan como parte de un proyecto mayor inteligible.

En el tiovivo resultante no sorprende que Fernández, que hasta hace cinco minutos negaba la violación de los derechos humanos en Venezuela, apenas ayer haya afirmado lo contrario, mientras que Sergio Massa salió al cruce afirmando “sin dudas en Venezuela hay una dictadura”. Para el Presidente, un gobierno puede desaparecer a siete mil personas y viola los derechos humanos pero no corresponde calificarlo de dictadura. En ese marco, todo vale: es el paraíso del tacticismo: la aplico donde me place y la ignoro donde no me conviene. Nada por aquí, nada por allá es la regla básica de la magia, esto es, del engaño. Para entender algunos procesos parece más práctico archivar a Raymond Aron y consultar directamente al Mago Sin Dientes.

El retorno a una vida exclusivamente constitucional y el respeto de los derechos humanos fueron los dos pilares de la recuperación de la democracia a partir de 1983, cuando se inició el segundo período más largo de continuidad institucional en el que todavía vivimos.

Fue una coincidencia infrecuente de la totalidad de las corrientes políticas e ideológicas en dos verdaderas políticas de Estado, que por bastantes años fungieron desde entonces como los principales sostenes de nuestra gobernabilidad. La de todos, no de una sola facción.

Así, el mundo entero nos aplaudió como sociedad cuando esa fantástica coincidencia generó el admirable juicio a las Juntas, mérito de los argentinos como conjunto, no de algún sector diferenciado.

Pero sobrevino el derrumbe desde que el kirchnerismo comenzó a transformar esa conquista de todos en la bandera excluyente de una tribu que ya no admite compartirla con otros argentinos. A partir de allí, las violaciones a los derechos humanos pasaron a medirse con varas indisimulablemente arbitrarias. La teocracia de Irán, Chávez o Maduro, por ejemplo, parece que nunca cometieron crímenes de lesa humanidad. Un personaje como Michelle Bachelet, de impecables antecedentes democráticos de izquierda chilena, hoy a cargo del contralor de los derechos humanos nada menos que en las Naciones Unidas, viajó a Venezuela, radiografió la situación y terminó denunciado, oficialmente, que el Gobierno no podía explicar nada menos que a casi siete mil desaparecidos.

Tal como se esperaba, el actual gobierno argentino reaccionó negando hasta la evidencia para atribuir las conclusiones en la ONU a las siempre disponibles maquinaciones del imperialismo apátrida que todo lo explica.

Una convocatoria con semejante peso pronto desplazó a anteriores ideas fuerza que venían sosteniendo a la cultura política nacional. La diferencia fue que las libertades cívicas del radicalismo, la justicia social del peronismo o el desarrollo de Arturo Frondizi habían nacido en el seno de agrupaciones partidarias para después expandirse, adoptadas por la totalidad del conjunto, mientras que, al revés, los derechos humanos fueron una creación colectiva de 1983 para luego terminar usurpada por una fracción de la sociedad, que pasó a enarbolarla como una bandera propia, indigna de ser invocada por otros argentinos.

Por conductas como estas, Fernández sin duda merece críticas, algunas seguramente más fuertes que estas, pero no caigamos en el error inmortalizado en el chiste del espectador que, molesto, lo encara a Chasman por un dicho que no le gustó pero que, al intentar este una defensa, señala a Chirolita y lo silencia con un “usted no se meta, la cuestión es con el pequeñín”.

No son los responsables los presidentes sino quienes los ponen allí, y Fernández fue votado y sigue sostenido hoy por un aluvión de argentinos. Raymond Aron no entendía nada.

El autor fue vicecanciller