Realismo y epopeya para la reconstrucción nacional

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Operativo DetecAR en Beccar, provincia de Buenos Aires
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En los últimos días tuve la oportunidad de hablar con empresarios, académicos y dirigentes de la oposición. Muchos son parte del establishment económico y cultural argentino. Estaban interesados en discutir ideas, propuestas, impresiones. Bienvenido, nosotros también. Son intercambios fructíferos que siempre ayudan a pensar y muy a menudo permiten la extracción de conclusiones comunes. Expresan una búsqueda para resolver colectivamente las externalidades destructivas que nos hacen mal a todos. Sin embargo, para lograrlo, debemos primero mirar hacia adentro.

Me sorprendió cómo muchos hombres inteligentes, formados, con inquietudes intelectuales y las mejores intenciones, sentían una irrefrenable ansiedad por abrir la economía. A partir de un juicio a priori, mis interlocutores intentaban que los datos encajen en sus necesidades. En las élites se hace manifiesta con fuerza una idea central de la filosofía marxista “no es la conciencia de los hombres la que determina su existencia, sino, al contrario, es su existencia social la que determina su conciencia”. Detrás de toda construcción argumental asoman el susurro subconsciente de sus verdaderos intereses: “Estamos perdiendo plata”. Lo digo sin juzgar. Es la naturaleza de la actividad empresarial. El problema es cuando no se asumen las propias intenciones y se identifican los intereses de un sector con los del conjunto. Ahí nace la irracionalidad que mata el diálogo.

En los barrios de las periferias predomina una posición contraria. Nuestra gente soporta colectivamente las esquirlas de la pandemia en la trinchera de los comedores o las barracas de la solidaridad social. Banca la cuarentena. El interés principal de los más pobres estriba en la preservación de la vida. La familia, abuelos y niños, por encima de todo. No es vagancia. Todos los estudios coinciden que los subsidios representan menos de un 30% del ingreso de las familias pobres. Los de abajo se han inventado su propio trabajo; así producen, consumen, pagan impuestos, tienen sueños, deseos de progresar y vivir mejor. Su agenda también debe ser respetada y priorizada, pero aunque me pese, no es la agenda de todos.

Los distintos sectores de la sociedad tienen prioridades materiales y espirituales distintas. La heterogénea clase media complejiza el rompecabezas de los intereses. La disputa, en definitiva, es sobre cómo se cocina y reparte la torta. No asumir esta realidad profundiza la grieta. Las cuestiones negadas se subliman en ataques destructivos a determinadas personas o grupos. Así no hay pacto social posible.

Esto pasa aquí, pasa en todo el mundo. Polarización y grieta no son fenómenos argentinos. No hay buenos y malos, productores y parásitos, demócratas y autoritarios… hay intereses distintos, prioridades distintas. El problema, entonces, no son los modales, ni los espías, ni la República. Son intereses y cosmovisiones. Es natural y positivo que cada cual represente los suyos. Hay que negociar un nuevo contrato social con ese realismo que Putin plantea en una reciente misiva. Ningún sector por sí mismo representa el bien común.

Putin reafirma la dolorosa historia de la Segunda Guerra Mundial desde sus vivencias cómo ruso y sus dramas familiares, no renuncia a su identidad ni desconoce las heridas del pasado. Pese a ello, esgrime una visión realista del escenario internacional. Afirma: “Todo está cambiando: desde el equilibrio global de poder e influencia hasta los fundamentos sociales, económicos y tecnológicos de la vida de sociedades, Estados y continentes enteros. En épocas pasadas, los cambios de esta magnitud casi nunca han estado exentos de grandes conflictos militares, sin una lucha de poder para construir una nueva jerarquía global”. Por eso convoca a una negociación en torno al punto central: garantizar la paz internacional.

Análogamente, en nuestro país, la supervivencia común y la paz interior nos obligan a resolver con realismo algunos asuntos pendientes. Los rasgos identitarios de cada tradición histórica no deben interponerse en una negociación franca para encarar el futuro próximo. Después del COVID-19 puede venir el COVID-20, una crisis climática, secesiones trasnochadas, guerras, estallidos sociales o todo al mismo tiempo. Es ciencia y sentido común. Algunos pensadores afirman que estamos entrando en una “era de pestes y calamidades”. Lo dicen las mentes más brillantes de todo el espectro ideológico. El mundo no aguanta más. Argentina tampoco. Tenemos la obligación de asumirlo.

Una nueva versión de “más de lo mismo” devendrá en tragedia para todos. Se impone la necesidad de construir una transición pacífica y gradual hacia un orden nuevo, más justo y equilibrado. Por las características particularísimas de nuestro país, tenemos una oportunidad extraordinaria de salir airosamente de la pandemia, nivelar hacia arriba las crecientes desigualdades, generar movilidad social ascendente, promover un desarrollo territorial armónico y desarrollar resiliencia colectiva a un futuro imprevisible.

En ese marco, la reactivación del sector privado debe acoplarse a las tareas nacionales más urgentes renunciando al negocio fácil y las prácticas especulativas. El Estado, por su parte, debe desarrollar políticas públicas que excedan las reacciones espasmódicas en base un diagnóstico adecuado, un diseño realista, una planificación seria, una ejecución eficaz, combatiendo la corrupción, los privilegios políticos y la ineficiencia estructural que padece. Los sindicatos, universidades, iglesias, movimientos populares son actores centrales en la cogestión de estas políticas pero deben renunciar a las prácticas corporativas que son formas de egoísmo colectivo. No se trata de un club de amigos o la escenografía de alguna foto banal sino suscribir un nuevo contrato social que establezca qué pone cada uno. En éste quedan afuera únicamente los fanáticos del status quo, los vendedores de humo, los odiadores seriales y los privilegiados cegados por la codicia que nada pueden ceder.

El paradigma de Tierra, Techo y Trabajo que asumimos la mayoría de los movimientos sociales a partir del diálogo con el Papa Francisco es un componente estructurante de este proceso. Existen ya mecanismos institucionales para desplegar el potencial nacional en esta orientación. Los programas Potenciar Trabajo, Integración Urbana y Agricultura Familiar son herramientas fundamentales para enfrentar lo que se viene. Es cierto que los beneficios directos de una política tal es para los más pobres pero del éxito de esta agenda depende una condición necesaria para la realización sostenible del conjunto: la paz social. Los negros en EEUU lo resumen bien “no justice, no peace”. Sin justicia social no habrá paz; sin paz social, no hay estabilidad política; sin estabilidad política no hay crecimiento económico.

La planificación y ejecución de un desarrollo integral del extenso territorio argentino es un desafío donde el sector público, privado y social deben construir una trama virtuosa que entierre con la materialidad de la realizaciones efectivas todos los debates falsos o secundarios que atraviesan nuestra sociedad. No podemos seguir esquivando la cuestión palpitante: qué recursos aplicar, quién los aporta, cómo se distribuyen, cuáles son los beneficios y perjuicios para cada sector en el corto, mediano y largo plazo. La unidad sólo puede construirse si asumimos desde la prosaica realidad de los intereses particulares la epopeya colectiva de la reconstrucción nacional.

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