La otra oreja

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Lo buscaban. Por toda la ciudad. No había rincón sin registrar. Esta vez el castigo sería ejemplar. La muerte caminaba por las estrechas callejuelas en su búsqueda. Él no había sido el primero, pero tenían por seguro que sería el último. Había osado insultar a la autoridad. Los había tratado de corruptos, de manipuladores de la verdad y de falta de sensibilidad social. El Cónsul romano en Judea no iba a permitir que Rabi Shimon siguiera libre desestabilizando el paradigma y la realidad que el Imperio había traído para siempre. Mucho menos permitiría que siguiera vivo (Talmud, Tratado Shabat 33b).

Sólo le quedaba escapar. Llevaría consigo a su único tesoro: su hijo Eleazar. Lejos de la furia incesante de esa ciudad siempre en llamas, encontró refugio en una cueva remota perdida entre los montes de la Galilea. El aislamiento duró añares, pero él lo dedicó al estudio incesante, día y noche. Allí alcanzó la iluminación, transformándose en el precursor de los místicos de Israel. Descubrió los secretos más elevados del cielo y los escribió en el Zohar, el libro que inauguraría el tiempo de los cabalistas, hace ya 1900 años atrás. Sin embargo, la reclusión templó aún más su carácter y endureció su temperamento. Ése suele ser el costo del aislamiento social, especialmente cuando no se lo elige.

Cuando Shimon finalmente salió de la cueva, se encontró con un mundo que ya no era el que conocía y mucho menos el que esperaba. Irritado frente a esa nueva realidad, el poder de sus ojos llenos de fuego comenzaron a incendiarlo todo alrededor. De pronto, escuchó una voz desde los cielos - quizá fueran los cielos que tenía tan dentro suyo - pidiéndole que volviera a la cueva. La voz le decía que por mayor iluminación que hubiera creído alcanzar, no había logrado entender nada.

Cuando salió por segunda vez de la cueva, vio a un hombre que llevaba ramas de mirto en sus manos para adornar su casa esa noche de viernes. Fue entonces que lo comprendió todo. Comprendió que hay veces en las que el mundo no se presenta como lo esperamos y la vida nos aísla de lo que necesitamos. Veces en las que nuestras convicciones nos dejan solos y nuestra forma de mirar la realidad sólo destruye lo que nos rodea. Otras en las que no podemos hacer lo que quisiéramos, por más correctas que sean nuestras intenciones. Por la realidad, por el paso del tiempo, por los cambios de paradigma, o porque así como el mundo deja de ser lo que era, también nosotros debiéramos empezar a ser otros. Shimon comprendió, al ver a ese hombre, que no hay mayor iluminación que la de embellecer el refugio que habitamos para llenarlo de más simpleza, para perfumarlo con la fragancia de espiritualidad que trae una noche esperada, de reencuentro con los nuestros.

Esa experiencia lo marcaría por siempre. Los años pasaron y las páginas del Talmud también. Una tarde se encontró estudiando con otros sabios un texto bíblico que hablaba acerca de un antiguo y extraño ritual (Tratado de Sanhedrin 45a). Para la época la lepra era una enfermedad incurable, por lo que la persona que la padecía, debía ser excluida y apartada de la sociedad, esperando en soledad la segura muerte. El aislamiento y la distancia eran mandatorios. En el caso de que el sujeto lograra sanarse, podía regresar a su casa y al seno de la sociedad, pero no sin antes realizar un inexplicable sacrificio ritual. Entre otras cosas, el rito prescribía que el Sacerdote debía rociar con la sangre del sacrificio, la oreja derecha de la persona milagrosamente sanada. Intentando descifrar el texto, uno de los sabios preguntó al resto casi con sarcasmo, qué sucedería en el caso en que dicha persona careciera de su oreja derecha. La reacción fue pragmática y extrema. Aferrados a lo que está escrito, los eruditos declararon que, si no era posible realizar el ritual tal como la tradición prescribía, el hombre - por más que hubiera sanado - debía regresar para siempre a su reclusión total.

En ese momento algo se despertó dentro de Rabi Shimon. Quizá fue el recuerdo de todos esos años lejos y aislado de los suyos, quizá haya sido el aroma de los mirtos en una mesa con su hijo, quizá el comprender que no todo puede llevarse adelante del modo en que lo esperábamos. Tal como siempre lo supimos hacer, así como toda la historia, los textos, la tradición y nuestra mirada del mundo siempre nos enseñaron. Que si la realidad cambia y no podemos seguir adelante de la manera en que siempre lo hicimos, no por eso debemos quedarnos solos, aislados del tiempo, aferrados al pasado y huérfanos de futuro. Estos hombres, amantes de su texto y aprisionados en su manera de entender el mundo, eran capaces de regresar a una persona al leprosario, a aquella cueva fría, a la soledad infinita, con tal de no buscar una nueva salida. Fue entonces, que Shimon habló: “¿Y qué tal…si lo hacemos con la oreja izquierda…?”

Amigos queridos. Amigos todos.

El coronavirus acaba de inaugurar el Siglo XXI. Este tiempo de aislamiento debe traernos iluminación. Cuando salgamos de nuestras soledades, el mundo no será el que conocimos alguna vez. Habrá rituales, tradiciones, realidades culturales, encuentros, momentos, tecnologías, trabajos, ceremonias y textos que ya no podremos llevar adelante con una oreja derecha que el nuevo siglo nos quitó. Haber vivido aquel mundo fue seguramente algo imborrable y maravilloso. Ingresar a este nuevo tiempo exige salirnos de las miradas únicas y transformar la nostalgia de lo que fue en promesa de lo que podemos ser.

Sea cual sea la cueva oscura que nos toque atravesar, salir otra vez al mundo sin esa parte nuestra no significa que no podremos sanar el alma para buscar una nueva oportunidad. Entonces, volver a disfrutar de la misma fragancia de los mirtos una noche de viernes, pero aprendiendo esta vez a escuchar con otros oídos la melodía del mundo y las voces de los nuestros.

El autor es rabino de la Comunidad Amijai y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.