La debilidad institucional de la democracia argentina

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¿En qué momento puede decirse que esta novel democracia vivió un tiempo de sosiego institucional? (REUTERS/Carlos Garcia Rawlins)
¿En qué momento puede decirse que esta novel democracia vivió un tiempo de sosiego institucional? (REUTERS/Carlos Garcia Rawlins)

En una mirada desde lo institucional y lo político, la Ley Sáenz Peña, que establecía el voto universal y obligatorio, aplicada por primera vez en la elección presidencial de 1916, bien puede ser considerada un punto de partida para la democracia argentina. Sin embargo, el régimen que se estaba constituyendo tuvo corta vida: solo 14 años, ya que en 1930 fue interrumpido por el golpe militar de Uriburu.

De 1930 a 1983 fueron 53 años de inestabilidad marcados por el militarismo y el peronismo, con golpes de Estado, cambios constitucionales, prescripciones, conatos, crímenes de lesa humanidad y anomalías institucionales de todo tipo. Supuestamente a partir de 1983 se iniciaba un nuevo proceso exento de las pesadillas del pasado. No fue así. La nueva democracia ha estado impregnada de sucesos que dejan al descubierto su vulnerabilidad.

Alfonsín, el primer presidente de este ciclo, debió enfrentar los levantamientos carapintadas y el juzgamiento a las juntas militares. Pero cuando su poder se afianzó basado en el éxito del Plan Austral, se propuso fundar una “Segunda República Argentina”, con reforma constitucional incluida y cambio de régimen, de presidencialismo a semi-parlamentario y mudanza de capital a Viedma. Si bien Alfonsin se autoexcluía de una eventual reelección que la reforma concedía -no así al cargo de primer ministro comprendido en la misma- no quedaba ninguna duda que él sería el padre indiscutido de ese Tercer Movimiento Histórico (en complemento de los de Irigoyen y Peron). Se situaba así un escalón más arriba de las otras figuras -presentes o futuras- de la política nacional. Era un plan muy ambicioso para una democracia naciente y desde un partido, el radical, que no estaba suficientemente afianzado en la escena política. Para avanzar en la propuesta tuvo que hacer concesiones. El Gobierno relajó las variables económicas para satisfacer a gobernadores y sindicatos y la estabilidad económica estalló por los aires para terminar en hiperinflación. Y de fundador de la Segunda República Argentina Alfonsín pasó a ceder el poder antes de finalizar su mandato constitucional. Los humores cambian rápido en la Argentina.

Lo sucedió Menem, un carismático y osado gobernador peronista que logró enderezar la economía con el plan de convertibilidad de Cavallo. Eso le prodigó a Menem reconocimiento y oxígeno para reformar la Constitución -en convivencia con Alfonsín- y asegurarse un nuevo mandato: el primero de seis años según la vieja constitución, más uno de cuatro que la nueva Carta Magna facultaba. No conforme con diez años en el poder, proyecta que la Corte Suprema que le era afín lo habilite a un nuevo período en la interpretación de que su primer presidencia había sido en un régimen anterior. La típica “avivada” argentina.

Pero se interpuso Duhalde, gobernador y hombre fuerte del peronismo de la provincia de Buenos Aires -que había sido fundamental en la primera elección de Menem al aportarle los votos de ese distrito clave- quien frenó el proyecto “re-re”. Es que el intento de perpetuarse de Menem comprometía su propia aspiración presidencial. Pensaba que si lograba la “re-re” no habría como sacarlo más del poder. Con Duhalde en contra, la Corte, por prudencia se abstuvo.

Pero Menem “se la devolvió” con su frío apoyo a la candidatura de Duhalde en la campaña de 1999 que consagró al radical De la Rua. Es que a Menem no le convenía un triunfo de Duhalde: si le iba bien, tendría la reelección asegurada; y si le iba mal, lo más probable es que no hubiera otra chance para el peronismo, y a Menem se le escaparían los tiempos. El conflicto de intereses políticos entre Menem y Duhalde es crucial para comprender la Argentina actual y el acceso de De la Rúa y los Kirchner al poder.

En su carrera hacia la “re-re” y antes que ese proyecto se cayera, Menem, buscando el vital apoyo de gobernadores y gremios repartió fondos a diestra y siniestra, lo que hirió mortalmente a la convertibilidad, que recién estallaría a los dos años de la asunción de De la Rúa, provocando su caída y otro gran sobresalto a la ya vapuleada nueva democracia: cuatro presidentes en dos semanas y un descalabro económico y social mayúsculo. En medio de ese tembladeral cumplió finalmente Duhalde su sueño de llegar a la presidencia, no ungido por el voto popular, sí por elección del Congreso de la Nación y el apoyo de Alfonsín, en un mandato que debió abreviar a causa de un crimen de tinte político sindical.

En la siguiente elección -en octubre de 2013- y para evitar a toda costa el regreso de Menem, Duhalde desde la presidencia en su rol de gran elector sopesó distintas opciones. Es probable -como se acusó en su momento- que De la Sota no midiera bien en la pre-campaña, pero en cualquier circunstancia lucía infinitamente mejor candidato del peronismo que un ignoto y desangelado gobernador de una provincia sureña.

Pero Kirchner tenía en su haber los centenares de millones de dólares que proveyó a Santa Cruz el estado nacional durante la presidencia de Menem por la privatización y ulterior venta de YPF. Daba para financiar holgadamente cualquier campaña -y vaya a saber uno cuantas cosas más-. Con tal de cerrarle el paso a Menem, Duhalde terminó aupando a Néstor Kirchner en el poder. ¡Qué enroque logró!

A Kirchner le cayó del cielo la década de oro de las exportaciones, en un contexto tan favorable que era difícil no ser Gardel. Como en Santa Cruz, otra vez la diosa fortuna se planta a sus pies. La Argentina venía devastada por la crisis del 2001/2002, el aparato productivo estaba con la mitad de su capacidad ociosa -o sea, presto a producir a bajo costo-, una devaluación exagerada le dio al país una competitividad que no tuvo en décadas, había habido en los 90 una colosal inversión en infraestructura, energía y servicios públicos, y la inflación tranquila en un dígito. Y sobre ese contexto caen aquellos precios excepcionales. Era la plataforma ideal para despegar al país y reducir drásticamente la pobreza como lo hicieron Uruguay, Perú, Chile, Brasil… y tantos otros países que administraron esa bonanza con un mínimo de cordura. En la Argentina se dilapidó todo en consumo para disimular -u ocultar- lo que era en si una anomalía del sistema: el traspaso del poder de marido a mujer, como si fuera un bien ganancial, con la idea de ir rotando y quedarse a vivir en la Casa Rosada.

Así llegó Cristina Kirchner al poder, con la sociedad distraída consumiendo. Las cosas impensadas de la vida ocurrieron con la muerte de Néstor Kirchner, que cambiaron los planes. No obstante, el matrimonio pudo usufructuar 12 años del poder con todo a su favor, para entregarle a Cambiemos un país quebrado, tan fundido como la provincia de Santa Cruz que recibió aquella fabulosa herencia petrolera. Luego del triste paréntesis de Cambiemos, nuevamente y en virtud de otra “martingala”, Cristina Kirchner vuelve a tener el control político del país y a pergeñar un nuevo proyecto hegemónico (¿de carácter dinástico?) con la sociedad nuevamente mirando para otro lado -esta vez hacia el Covid-19-, con la idea de entronizar al diputado Kirchner en la presidencial del 2023 (¿hasta el 2031?).

Es verdad que lo que vivimos hoy esta totalmente ajustado a derecho y por tanto legalmente inobjetable, pero admitámoslo: ¿en qué democracia del mundo el segundo de la lista nomina a la cabeza de fórmula? Lo mínimo que se puede decir es que se trata de una “atipicidad”, una “originalidad” argentina. ¿En qué momento puede decirse que esta novel democracia vivió un tiempo de sosiego institucional? En el fondo, parece que el país sigue siendo tierra de caudillos, como en el siglo XIX.