Por qué liberar presos es más gorila que peronista

Compartir
Compartir articulo
Presidiarios se ven el techo de la prisión federal de Villa Devoto, en de 2020.
Presidiarios se ven el techo de la prisión federal de Villa Devoto, en de 2020.

Me hago cargo de haber sido responsable de la liberación de los presos de Trelew, de haber acompañado los dos primeros viajes de Austral, y no olvido que dos de los liberados vinieron tres meses después, con dignidad, a comunicarme que volvían a participar de la lucha armada. Cámpora inició su caída cuando la guerrilla lo convenció de que las cárceles debían ser liberadas por el pueblo y no por el Congreso. Perón era un hombre de Estado, un militar de carrera que jamás hubiera aceptado esa delegación del poder a la multitud, como si no se hubieran ganado las elecciones y se dejara de asumir la responsabilidad de conducir los destinos colectivos. No imaginó que Cámpora se dejaría llevar por grupos de jóvenes irresponsables, con importantes cargos en el gobierno que, lejos de agradecer los lugares otorgados por la democracia, poco tardaron en volver a la violencia a la que concebían como un elemento transformador. Perón les había entregado una parte importante de los cargos dando por sentado que se harían responsables de ejercerlos. Cámpora había defraudado a Perón. Elegir su nombre implica optar por la inconsciencia de la violencia juvenil a la digna historia y construcción de un pueblo. Aquel error del ayer es el prólogo del extravío de hoy.

El kirchnerismo es un pragmatismo que encontró en aquel error la herencia de una mística de la que carecía y se ocupó, entonces, de instalar los derechos humanos de la guerrilla en sustitución de la concepción de Estado y Nación propios del peronismo. Hoy parece repetirse el error de imaginar el anarquismo como una superación del peronismo o un sendero de justicia de la política. Al liberar a los presos, se está expresando una concepción del Estado que solo sirve para espantar votantes y debilitar las instituciones, una concepción ajena al peronismo, que fue una fuerza del orden. Asombra el parecido, la semejanza de conductas, entre los “gorilas“ más duros y los jóvenes de La Cámpora. Son unos la contracara de los otros.

La ética es resultado del patriotismo, sin el cual ningún principio puede tener vigencia. Los pueblos orgullosos de su historia dan la vida por su patria. Llevamos cinco décadas dedicados a destruir lo público -el Estado- para entregar sus bienes a sectores privados que generan ganancias sin producir riquezas, siendo esa la causa esencial de nuestro endeudamiento. Los mismos poderes que le dieron letra a la dictadura genocida sedujeron a la dirigencia para la disolución del Estado. Ahora, cuando la sociedad descree de su fracasada conducción, le exigen con razón, asociados a sus inconscientes explotados, un ejemplo de ética y dignidad que no están en condiciones de dar.

El virus disolvió los sueños de eternidad de los codiciosos, el becerro de oro tan adorado por sus profetas enfrentó la muerte a la soberbia de sus tecnologías. Fue ella, la muerte, la que vino a imponer la igualdad que había fracasado en los fusiles de los revolucionarios. Y la corrupción nos asombra como si alguno ignorara que, disuelto el mito de una patria común, se instala el sinsentido de la vida y la corrupción como lógica consecuencia. El economicismo no tiene patria ni bandera; solo la política es el arte que expresa los proyectos nacionales. Las administraciones son los gerentes del imperio de turno y justo cuando el mundo superaba la etapa colonial, nuestra dependencia intelectual y económica nos devolvió a la humillación y a la indignidad política y económica que habían superado con sus luchas nuestros héroes. Con vaivenes -como la década infame- podríamos decir que fuimos patria hasta el último golpe. Ahora, en un mundo que se protege, nos encontramos en un amontonamiento de confrontaciones que aísla a las partes, los pedazos de aquello que durante mucho tiempo tuvo voluntad de constituir una nación. La política tiene solo dos desafíos: primero, intentar una síntesis superadora y luego, recuperar un proyecto de futuro. Los dos pueden ser uno, siempre y cuando la política sea capaz de imponer su poder por sobre los grupos económicos; de lo contrario, hablar de corrupción o de ética va a ser tan solo un divertimento para diletantes.

Los empresarios productivos suelen constituir una “burguesía nacional”. Los intermediarios -eso que fue “el puerto” en nuestra historia- no tienen patria ni bandera y son hoy demasiado poderosos como para permitirnos recuperar el rumbo que merece nuestro pueblo. Sus ganancias los llevan a hablar de “populismo” como si los votos fueran menos importantes que los negocios, que no otro contenido arrastra semejante devaluación de la democracia. El Gobierno comete errores y la oposición ni siquiera logra hilvanar una propuesta. Cristina Kirchner pudo ampliar su espectro de seguidores después del triunfo electoral y ahora parece ingresar en un sectarismo que solo puede ser compartido por los fanáticos, universo que crece exclusivamente en las decadencias. La militancia puede ser una pasión por la justicia o una justificación de la ambición, y ambos mundos están muy lejos de parecerse.

La pandemia permitió convocar a la grandeza. Por ahora, solo estamos en segundas partes que nunca fueron buenas. Entre Vargas Llosa, con su manifiesto liberal, la senadora Felicitas Beccar Varela, que sustituye la realidad por su paranoia olvidando las pandemias que generó su clase, y los que mandan a los presos a prisión domiciliaria está el enorme espacio de la madurez, de la cordura, de la política, que por el momento da la impresión de ser un espacio vacío. Hay patria cuando lo compartido es más fuerte que la riqueza de las diferencias. Por ahora no hay ni siquiera quien intente una síntesis que nos permita recuperar ese sueño colectivo.