¿Estamos en guerra?

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(Foto: Franco Fafasuli)
(Foto: Franco Fafasuli)

¡Por supuesto que sí! Sí –metafóricamente– en guerra, que en tal sentido superó las predicciones novelísticas de Jack London (La peste escarlata, de 1912) y de Albert Camus (La peste, de 1947). Porque ahora nos enfrentamos ante un enemigo no de ciencia ficción ni distópico, sino real, letal, invisible, que no reconoce fronteras y con un carácter muy democrático de infección: el coronavirus o COVID-19. Sus consecuencias se aprecian multidimensionales. La historia universal ha conocido pandemias desde la Guerra del Peloponeso (431a.C-404 a. C), donde la Fiebre Tifoidea dio muerte a la mitad de las tropas, incluido el general y político ateniense Pericles, y a una cuarta parte de la población. Hasta nuestros días, la Peste Antonina, la Peste Bubónica o Negra, las pandemias del Cólera, las Gripes Españolas y Asiática, entre otros agentes mortales produjeron millones y millones de víctimas, muchos más que los originados en las dos guerras mundiales del siglo XX. El alcance de la pandemia actual se aprecia impredecible y sin duda afecta no solo el área de la salud pública sino también se trasladará al ámbito psico-social, económico, político y científico-tecnológico de todos los países del mundo. Ante lo expresado es incomprensible autolimitarse —sobre todo por vetustos resabios ideológicos y partidistas— en el empleo de todos los recursos disponibles, entre ellos las Fuerzas Armadas. Éstas existen porque existe el Estado, el cual tiene objetivos esenciales a proteger y el mayor de ellos es la vida de sus habitantes.

En ese contexto, para asegurar la paz y la soberanía nacional, es oportuno recordar que la misión principal de ellas es:

Disponer, en el ámbito específico y en la acción militar conjunta, de una capacidad de disuasión creíble que posibilite desalentar amenazas que afecten los intereses vitales de la Nación. En la actualidad, es palpable la imposibilidad de cumplir con la misma como consecuencia del incomprensible grado de desatención y miopía, particularmente durante las dos últimas décadas, por todos los que tuvieron la responsabilidad política de conducirlas. Es de destacar que desde mediados del siglo pasado el Instrumento Militar viene cumpliendo otras misiones, supletorias por cierto, en nuestro país y en el mundo. Éstas, en extrema síntesis, son:

-Participación en Misiones de Paz en el marco de las Naciones Unidas. Desde el año 1958 en el Líbano, y luego en el Congo, Medio Oriente, en Centroamérica (Golfo de Fonseca), Croacia, Kosovo y Kuwait-Irak, entre otras. En Chipre, una Fuerza de Tareas se mantiene actualmente allí desde 1993, donde operamos “codo a codo” por la paz con un batallón británico. No puedo obviar señalar que esas misiones aportaron un enriquecimiento profesional, cultural y humano. Han sido valoradas por las máximas autoridades de las Naciones Unidas y por las fuerzas de los principales países del mundo. Veintiséis de nuestros hombres aportaron su cuota de sangre como servidores de la paz.

-Contribuir a la preservación del medio ambiente y al sostenimiento de la actividad científica en la Antártida.

-Brindar apoyo a nuestra comunidad y a la de otros países ante emergencias y desastres naturales (inundaciones, terremotos, nevadas intensas, incendios y campañas sanitarias).

En ese sentido, fue lamentable y poco comprensible que el 18 de julio de 1994 se nos impidió colaborar en auxilio de nuestros conciudadanos en el atentado terrorista sufrido por la AMIA. Habíamos alistado de inmediato una unidad del arma de Ingenieros altamente capacitada para ello, pero se invocó unos pseudopreceptos legales; sin embargo, días más tarde se autorizó el empleo de efectivos militares de otro país, que actuaron bajo otra bandera.

Volviendo a la crisis que envuelve a todo el planeta en la actualidad, la capacidad dual en lo que respecta a despliegue, equipamiento, tecnología, profesionalidad y vocación de servicio de nuestros militares no puede ser puesta en duda, como tampoco que por ser soldados de una democracia son pueblo mismo. Autolimitarse en el empleo del instrumento militar terrestre en las actuales circunstancias, como algunos sectores minoritarios lo han insinuado, sería de una miopía e irresponsabilidad política absoluta. Al respecto tiene vigencia la sentencia de Mark Twain: “Es mejor mantener la boca cerrada y parecer estúpido, antes que abrirla y que no quede la menor duda”.

Afortunadamente todos los sectores de la sociedad, muchos de ellos con ejemplar solidaridad, están encolumnados tras la decisión presidencial que cortó el “nudo gordiano” y dispuso el empleo del Instrumento Militar ante una catástrofe planetaria. Atrás quedó el triste episodio narrado de 1994. El actual Presidente de la Nación y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas —asesorado por un gabinete profesional— obró acorde con el principio ético que impone “no tomar como correcta una norma si no la deciden los afectados por ella, tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría”.

Reitero que sí, estamos en guerra, pero recordemos que en el 323 a. C, a los 33 años, murió Alejandro Magno, el líder militar más grande de la historia, vencedor en decenas de batallas y emperador de casi todo el mundo civilizado. Lo venció un microscópico germen de la malaria.

*Ex Jefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas y ex Embajador en Colombia y Costa Rica.