El sol siempre vuelve a salir

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Hace cinco años recibí una noticia que de un momento a otro, como ahora, me cambió la vida: a mi hijo le diagnosticaron leucemia. Tenía entonces 14 años.

Te lo dicen y no lo podés procesar. Lo escuchás y creés que estás en una película, que al día siguiente te vas a dar cuenta de que no es así, que hubo un error.

Pero no, es así.

Recuerdo esa sensación de tener, de pronto, una nube negra, amenazante, sobre la cabeza. El cielo se puso oscuro. Y ya nada fue igual.

Las rutinas cambiaron, la vida transcurrió más en un cuarto de hospital que en el exterior, hubo que armar logísticas entre los afectos más cercanos para poder acompañarlo en la internación, tuve que aprender de quimioterapia, de transfusiones de sangre, de punciones, de efectos colaterales, de resultados de estudios que nunca había leído. La incertidumbre fue regla.

Valoré enormemente tener una red familiar presente y dispuesta a ayudar en esa emergencia, un empleo que supo entender que no podía continuar el día a día como si nada hubiera pasado.

Conocí la angustia profunda, desesperante, de ver a un hijo ante un desafío tan inmenso a su corta edad como es enfrentar la leucemia.

Sentí las ganas de querer poner mi cuerpo –en lugar del suyo- para dar esa batalla contra un cáncer que se le presentó inesperadamente y sin pedir permiso. Como todo cáncer, traicionero.

Por estos días de pandemia de coronavirus, de aislamiento social preventivo y obligatorio, de noticias atormentantes, de días raros, aquellas imágenes se me hicieron bien presentes. Vuelven cada día.

Me acordé de la desorganización de la vida, del encierro en la habitación del sanatorio, de las corridas, de repartirnos para estar con él y con mi hija menor también, porque ella también nos necesitaba. Recordé lo tanto que ansiaba que el sol me pegara en la cara al caminar al aire libre, lo que deseaba sentarme en un café a leer tranquila y regresar a las rutinas cotidianas, domésticas y laborales. Para espantar fantasmas que me entristecían, pensaba en que en el verano siguiente volveríamos a caminar juntos frente al mar, a reposar al sol en la playa, a leer sin tiempo. Soñaba, a veces entre lágrimas, con esas olas y ese sol que me era esquivo. Sentía la arena tibia en la piel.

Deseaba la normalidad.

No soy creyente pero mucha gente solidaria me regaló virgencitas, rosarios bendecidos, estampitas. Las guardé agradecida. Las tengo todavía. En momentos de desesperación, de cielo negro, imploré a algún ser superior por la salud de mi hijo.

Fueron siete meses en los que la vida fue otra. Muy otra. Nadie nos advirtió que se venía tal vértigo. Pero sucedió. Y fue de un día para el otro.

Y lo acepté. Esa, creo, fue la clave. Salir para adelante. Me paré imaginariamente en la vereda del sol, rescaté ese tejido amoroso familiar que nos abrazó y tendió sus manos a cada instante que lo necesitamos. Nos tocó atajar penales, uno atrás de otro, sin estar preparadxs. Aprendí sobre la fragilidad de las buenas noticias, lo poco que pueden durar en ese contexto, la brevedad de un resultado positivo, porque ese mismo día, unas horas más tarde puede haber otro, con mal augurio, que trae otra vez esa nube negra sobre la cabeza.

En todas las familias se viven situaciones límites. La resiliencia nos fortalece para otras crisis.

En esas circunstancias –como la actual– se valora la importancia de lo obvio que de tan obvio no lo vemos: la salud, que no se puede comprar ni con todo el dinero del mundo, el privilegio de tener garantizado el acceso a una atención médica adecuada, los afectos cercanos.

Pensé esta mañana que podían servir mis recuerdos. La historia tuvo final feliz, y eso, claro, hace a la diferencia. Mi hijo pudo vencer a la leucemia con el fundamental apoyo de un equipo médico que le brindó lo mejor que había a disposición para curarlo. No siempre es así. Fuimos afortunadxs.

La red de familia y amistades, el seguir las indicaciones médicas, el aceptar que aunque nos parezca por momentos extraña o irreal, no es una película, nos está pasando, para mí fue esencial.

Tal vez se sientan angustiadxs o paralizadxs. Es normal. Pero ser proactivxs es la mejor estrategia.

O al menos para mí lo fue. Por eso se los comparto. El sol siempre vuelve a salir.