Las audiencias de todo el mundo se sometieron durante las últimas semanas a un curso intensivo de catástrofes de la Historia moderna, desde la Peste Negra hasta las dos grandes guerras del siglo pasado, y tiene mucho sentido, porque el COVID-19 le plantea a la humanidad un reto de una escala sin precedentes.
El virus pandémico del coronavirus COVID-19 no reconoce fronteras, tampoco nacionalidades, religiones o etnias. Y nada, por ahora, parece detenerlo. Apenas lo mitigan cuarentenas generalizadas. Los costos humanitarios siguen escalando día a día. El cambio de estaciones (primavera boreal y otoño austral) comenzó con más de 250.000 personas afectadas y 12.000 muertes en todo el planeta.
Su expansión global llevó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a categorizar la epidemia original como una pandemia. Su dinámica es veloz, casi voraz, como un incendio que alcanza prácticamente a todos los rincones del mundo al mismo tiempo. Hasta ahora, más de 150 países han confirmado la identificación de algún caso.
Pero los efectos del COVID-19 están demostrando ser tan contagiosos y nocivos para el mundo en términos epidemiológicos como para los mercados de valores, el sistema productivo, el comercio y las economías en general de todo el mundo.
Instancias internacionales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) advierten que la pandemia reducirá el crecimiento mundial en 2020 y deprimiría el de 2021 también, hasta marcar un antes y un después como ocurrió con otras catástrofes que atravesó la humanidad. En otras palabras, el 2008 quedará eclipsado.
El 9 de marzo se convirtió en el segundo “lunes negro” consecutivo en las bolsas mundiales, como consecuencia de las medidas preventivas contra el coronavirus que debieron adoptar muchos países, muy disruptivas para la actividad económica. Desde entonces, la situación no ha hecho más que empeorar, con caídas sin precedentes en los mercados globales, hasta el mínimo rebote del viernes pasado.
El impacto de este crash en cámara rápida sobre las cadenas de producción y la reducción de los flujos de inversión externa directa (IED) que, según estima la UNCTAD pueden ubicarse entre un 5% al 15% bien, puede conducir a una recesión de la economía global.
Todo esto podría tener efectos devastadores de gran alcance llevando a decenas de millones de personas al desempleo, al subempleo y a la pobreza laboral. El COVID-19 podría llevarse casi 25 millones de empleos en el mundo, según las últimas estimaciones de la Organización Mundial del Trabajo (OIT).
Frente a la crisis sanitaria, y para contrarrestar los graves riesgos para la economía global, Arabia Saudita -que ejerce este año la Presidencia del Grupo de los 20 (G20)- convocó a una inédita Cumbre “virtual” de líderes, que defina acciones coordinadas para aliviar el padecimiento del COVID-19 sobre la salud humana pero también resguardar la estabilidad económica y financiera internacional.
Previamente, la reunión de Ministros de Finanzas y Bancos Centrales (6 de marzo) y la Segunda Reunión de Sherpas G20 (12 de marzo), instancias previas a la Cumbre de Líderes, abordaron los efectos humanitarios y económicos del COVID-19 y -tomando las lecciones de la crisis de 2008- coincidieron en impulsar ante esta crisis una respuesta global coordinada, y sostenida por la cooperación.
Nadie puede negar que, en los últimos tiempos, las tensiones geopolíticas y económico-comerciales han ido desdibujando la esencia cooperativa que inspiraron los primeros tiempos del G20, que en el diseño de la respuesta y su ejecución puso en un pie de igualdad a países desarrollados y emergentes.
Pero también es cierto que pasado cierto umbral de gravedad, como ocurrió con la tormenta financiera de 2008, el G20 demostró ser capaz de dar respuestas eficaces a situaciones críticas. Esa capacidad resolutoria puede amalgamar pericia técnica, recursos financieros y sobre todo, como elemento esencial, la más alta voluntad política para mitigar el sufrimiento actual -que supera en mucho el rescate de bancos y deudores de 2008- y pensar ya en la post crisis.
Y es en este momento de incertidumbre y desconcierto internacional que el G20 debe reasumir el liderazgo global, unir esfuerzos y tender la mano a los que más padecen, sin importar la gama de desarrollo de los países, porque su propagación por cualquier país pone en peligro a toda la especie humana.
El G20 es una plataforma adecuada para establecer redes de cooperación entre las autoridades de salud integrada por organismos internacionales, para compartir experiencias e información sobre medidas que han resultado eficaces, para establecer compromisos que mantengan la disponibilidad de los kit de prueba, ventiladores, etcétera. Todo eso es vital si queremos mitigar la expansión del virus.
En un mundo con el grado de interdependencia económica como el actual, signado por cadenas globales de producción que perdurarán más allá de las reacciones aislacionistas que deje esta crisis, la iniciativa individual sólo conduce a profundizar la crisis. Del mismo modo, el mundo necesita coordinar sus respuestas monetarias y fiscales, con las herramientas que ya ha sabido usar en 2008, y otras nuevas si es necesario.
El G20 será juzgado por su voluntad política y decisión para afrontar la amenaza global del COVID-19, de una manera colectiva y efectiva.
Embajador en Estados Unidos. Sherpa argentino G20
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