Coronavirus: la angustia de navegar sin brújula en medio de la tormenta

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Donald Trump, presidente de los Estados Unidos (REUTERS/Yuri Gripas)
Donald Trump, presidente de los Estados Unidos (REUTERS/Yuri Gripas)

Tal vez Donald Trump y Pedro Sánchez tengan pocas cosas en común. Trump es un empresario conservador, multimillonario, y ha defendido posiciones misóginas y racistas. Sánchez, en cambio, es un político socialdemócrata que gobierna España y, al contrario de Trump, es un aliado del movimiento feminista y ha resistido el cierre de fronteras a la inmigración africana. Sin embargo, Trump y Sánchez están atravesando situaciones casi idénticas. El viernes pasado, ambos decretaron la emergencia sanitaria en sus países (“alarma” es el nombre en España), con lo cual concentrarán facultades de tiempos bélicos: están habilitados, por ejemplo, para prohibir el movimiento libre de las personas, desviar partidas presupuestarias, cerrar fronteras, intervenir empresas, entrar en domicilios particulares, suspender elecciones. Trump y Sánchez están además sometidos a acusaciones muy duras por haber minimizado la crisis del coronavirus, es decir, por haber llegado tarde.

La verdad es que los reclamos a Trump y Sánchez tienen sus razones. El martes pasado, en Madrid, se realizó una multitudinaria marcha por los derechos de la mujer, apoyada por el gobierno socialista. El viernes, cerraron hasta los bares de tapas. Si el diagnóstico catastrófico que llevó a las medidas del viernes es correcto -se avecina una catástrofe- la convocatoria del martes fue una irresponsabilidad. En la Argentina ocurrió algo similar, aunque aun con insignificante presencia de la infección. Con pocas horas de diferencia se realizó la manifestación del 8M y se suspendió la del 24M.

Por el lado de Trump, el archivo es demoledor. “Hay solo quince casos. En pocos días no va a haber ninguno”, dijo, mientras negaba partidas presupuestarias para enfrentar la amenaza. Uno de los principales problemas de los Estados Unidos en estos días es que no alcanzan los test de diagnóstico. Los pacientes desesperados por acceder a ellos culpan a la demora del Presidente en tomar las medidas que ahora, finalmente, ha dispuesto.

Lo que ocurre con Trump o con Sánchez se reproduce calcado en casi todos los países democráticos del planeta. El alcalde de Milán, Giuseppe Sala, por ejemplo, salió hace quince días a las calles a compartir un vermouth con otros milaneses para instarlos a seguir con sus vidas normales. Luego se vio obligado a confinar a la población en sus casas. Aun después del cambio radical de percepciones que se produjo esta semana, sigue habiendo líderes, como el brasileño Jair Bolsonaro, que califica al coronavirus como “un problema pequeño” y “una fantasía de los grandes medios”, o el mexicano Andrés Manuel López Obrador, que le pide a su gente que se abrace, que no hay ningún problema.

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España (REUTERS/Sergio Perez)
Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España (REUTERS/Sergio Perez)

Eso puede querer decir dos cosas. Una de ellas es que nuestros líderes no están preparados para gobernar en situaciones de crisis. Eso sería grave, pero solo se trataría de cambiarlos por otros. Pero puede suceder algo aún peor: que el ataque haya sido tan repentino, originado en un flanco tan inesperado y desconocido, y crecido de manera tan vertiginosa, que no existe posibilidad humana de que la reacción de los líderes sea acorde al desafío que enfrenta el mundo.

¿Qué es más angustiante? ¿Ser liderados por personas que tardaron en reaccionar, por lentos, cobardes, demagogos o ignorantes, o enterarse de que no hay posibilidad alguna de que ni siquiera el mejor de los líderes tenga la reacción que corresponde, porque no existe suficiente información disponible? Tal vez no haya ocurrido que los líderes perdieron la brújula, sino que la brújula aun no existe y nadie sabe que va a suceder. No hay mapas. Se está escribiendo una historia sobre territorio desconocido en el que muchas vidas estarán en riesgo.

Desde hace varias semanas, se superponen dos enemigos que atacan a todas las sociedades del mundo: el virus, y el miedo al virus. Son dos cosas muy diferentes. El virus es un elemento de la realidad. El miedo al virus es una reacción psicológica. Puede ser disparada por el propio virus o por un comportamiento en manada ante una amenaza que es percibida como mayor de lo que realmente es. Instalado el miedo -por el virus, por los medios, por los políticos, por las redes, por la globalización, por quien sea- la política ya no tiene escapatoria: tiene que reaccionar, responder con todo, más allá de la dimensión real de la amenaza que pasa a ser un elemento secundario.

La ambigüedad de los líderes, la lentitud en tomar decisiones, los movimientos en direcciones contradictorias obedecieron a un dilema tremendo. Si exageraban con las medidas, podían producir daños irreparables a la economía de sus sociedades. En la crónica que El País de Madrid publica sobre la declaración de la alarma sanitaria en España se cuentan los esfuerzos del ministro de Economía para frenarla.

Muchas personas salieron a stockearse en medio de la pandemia (Maximiliano Luna)
Muchas personas salieron a stockearse en medio de la pandemia (Maximiliano Luna)

Pero no solo es un problema económico. Cada paso hacia el cierre de fronteras, o hacia el confinamiento, o la suspensión de clase o cierre de bares y teatros, puede disparar más el pánico, la demanda sobre el sistema hospitalario y, si las cosas no se calibran bien, desatar nuevas tragedias. Se corre el riesgo de desatender otras enfermedades combatiendo una sobre cuya dimensión hay dudas. Por el contrario, si se minimizaba la reacción, los líderes podían ser culpables de cientos, de miles de muertos.

Esos debates -¿qué hacer? ¿en qué dimensión? ¿cuándo? ¿es necesario tomar medidas para satisfacer a un miedo irracional cuando esas medidas pueden ocasionar calamidades?- se terminaron el miércoles por la tarde. Ese día, ante el congreso norteamericano, le preguntaron a Anthony Fauci cuánta gente podía ser infectada o morir por el coronavirus. Fauci es una eminencia mundial en infectología y una autoridad indiscutible en los Estados Unidos.

-Si no somos contundentes con la respuesta, millones....muchos millones -respondió.

En pocas horas, se levantaron las fronteras de muchos países, se impusieron cuarentenas, confinamientos, suspensión de clases, cierre de bares, concentración inédita de poder en los gobiernos, suspensión de vuelos, declaraciones de alarma y de emergencia.

Es raro lo que ocurre, porque hay un desacople entre las cifras oficiales de infectados y las medidas que se tomaron. Los infectados en el mundo son 75 mil y no el doble, como se informa habitualmente, porque en la cuenta no se restan las personas que ya se curaron. Ese dato es increíble: se informa el número de infectados pero no se dice que la mitad ya superó el problema. Ese número creció levemente en los últimos días. Pero sigue siendo una cifra insignificante.

Angela Merkel, canciller de Alemania (John Macdougall/Pool via REUTERS)
Angela Merkel, canciller de Alemania (John Macdougall/Pool via REUTERS)

Angela Merkel sostuvo que el 70 por ciento de los alemanes serán infectados. Es una mujer muy seria y profesional. Pero, ¿cómo hará el cálculo? Ni en China ni en Japón ni en Corea, donde todo parece controlado, los afectados llegan al 0,01 por ciento. ¿Por qué Alemania sería tanto más vulnerable? Pero ya es un debate clausurado. El miedo se ha instalado. ¿Se ha reaccionado ante el virus o ante ese miedo? Si la epidemia es controlada, nunca se sabrá en qué proporción influyó la amenaza real o la imaginada, y si los costos pagados fueron proporcionales al riesgo real.

Entre otros efectos, la combinación de virus y miedo al virus derrumbó a las bolsas del mundo y, con ellas, a los inseguros bonos argentinos. Al cerrar tantos negocios y emprendimientos, y suspenderse tantas actividades, la economía mundial crecerá mucho menos o entrará en recesión. Cada país sufrirá, a su manera, los efectos de esta tormenta. La economía argentina ha sufrido mucho en los últimos años. Muy probablemente, ahora sufrirá más, aun si el virus no llega.

Gobernar, en algún sentido, es siempre viajar sin brújula: conducir un pequeño barco sometido a tempestades que nadie controla, menos que menos un hombre común al que, por su investidura, todo el mundo le reclama que aplique superpoderes que no tiene.

En tiempos de coronavirus, es lógico que eso genere más angustia que de costumbre.

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