Argentina en el mundo: la apuesta de Alberto Fernández

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Los presidentes Emmanuel Macron y Alberto Fernández (AP Photo/Thibault Camus)
Los presidentes Emmanuel Macron y Alberto Fernández (AP Photo/Thibault Camus)

En las teorías clásicas sobre el liderazgo, dos imágenes se disputaron la definición sobre las características y atributos que hacen a un líder. El renombrado filósofo griego Platón, erigió en sus textos clásicos El Político y La República la figura del “filósofo-rey”. Para él, la característica fundante del liderazgo estaba dada por la capacidad no sólo de ocuparse de la dirección sino también de la regulación de la comunidad de ciudadanos. Esto era posible a partir del ejercicio de la política, un arte de suma utilidad para mantener unida a la Polis. En otras palabras, podríamos decir que el objetivo del líder –según Platón- era gobernar en pos de una moral y un bienestar colectivo.

La otra imagen ha sido la extendida por Nicolás Maquiavelo. El reconocido y muchas veces denostado pensador florentino, por su parte, concibió al liderazgo en torno a la figura del “príncipe”. Para quien además de un destacado pensador del Renacimiento italiano, fue funcionario de la breve experiencia republicana que ofició de interregno entre la caída y la restauración de la dinastía de los Médici, el objetivo del liderazgo no radicaba en la idea de un bien común sino en la capacidad para adquirir, consolidar y maximizar el poder.

La tradición política en occidente se vio sin duda más atraída por esta última imagen de liderazgo mucho más que por su antecesora helena, enfocándose en la figura de un líder ambicioso por conquistar el poder a cómo de lugar y casi despreocupado por gobernar.

Si bien en el siglo XX la ciencia política y la sociología han hecho proliferar nuevas y más complejas perspectivas sobre el liderazgo político, resabios de esa vieja dicotomía entre gobernar y la mera ambición por el poder aún están presentes. Sin embargo, el poder en la actualidad no puede estar escindido del ejercicio responsable y efectivo del gobierno. En este marco, reducir el poder a meras prácticas comunicacionales, es un grave error. ¿La comunicación importa? Sí. ¿Puede haber gobierno sin comunicación? No. ¿Puede haber comunicación sin gobierno? Tampoco.

Para muchos analistas, Argentina atraviesa un momento clave. La posibilidad de fortalecer el liderazgo presidencial está supeditado a la capacidad del Presidente y nuevo gabinete en dirimir algunas de las pesadas herencias que junto a los formales atributos del mando el presidente Mauricio Macri le cedió a su sucesor en el cargo. Algunas de esas cargas que Fernández deberá llevar, por lo menos en un primer momento de su gestión, son la pobreza, la inflación, la recesión y la deuda. Esta última es, por estas horas, la gran protagonista en la agenda presidencial.

Una inserción estratégica: ni ejes ideológicos ni aperturismos ingenuos

La Argentina padece de un fenómeno peculiar. No se trata de un problema que otros países no tengan, pero sí de uno que, si bien ha sido extensamente diagnosticado, no hemos podido superar a lo largo del tiempo.

El país ha sido víctima de aquel fenómeno que el sociólogo Manuel Mora y Araujo llamaba “el péndulo argentino”. Se trata de un movimiento oscilante entre polos sin encontrar equilibrio ni estabilidad por mucho tiempo. Le destinamos nuestra energías y recursos a hacer “blanco” con el mismo ímpetu que, al cambiar el gobierno, le destinamos al “negro”. En otras palabras, nos cuestan los “grises”.

En este sentido, la política exterior del país no ha logrado ser una excepción a esta matriz pendular. Con los cambios de gobiernos democráticos desde 1983 a la fecha, la cartera que hoy dirige Felipe Solá pasó de un modelo a otro sin encontrar un objetivo a largo plazo en materia de política exterior. Algo impensable para otras cancillerías del mundo, incluso para la de nuestro principal socio comercial y vecino Brasil, con la continuidad y profesionalismo que ha demostrado Itamaratí.

En el período 2003-2015 el modelo que caracterizó la política exterior tuvo su eje en el relacionamiento con los países de la región que compartían ciertos rasgos que, en lo ideológico, los acercaban. Este modelo, que tanto para quienes lo denostaban como para algunos de los que lo defendían, fue caracterizado como “bolivariano” tuvo su epicentro en la relación entre Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina, a los que podrían sumarse el Brasil de Lula y Dilma, la Nicaragua de Ortega, el Uruguay de Pepe Mujica y la Cuba de Raúl Castro. Más allá de que el modelo incluyó la puesta en marcha de nuevas instancias de integración e instituciones supranacionales como la Unasur o la Celac, es indudable que propició cierto aislamiento ideológico –con sus lógicas consecuencias comerciales- de países europeos y otros que suelen moverse bajo la influencia de Estados Unidos.

Con el nuevo gobierno de Mauricio Macri, y en un contexto latinoamericano caracterizado por una suerte de restauración conservadora, la apertura al mundo comenzó a ser un axioma que entusiasmaría a propios y extraños. Sin embargo, los resultados no fueron del todo positivos. Si bien Macri logró posicionarse como un referente latinoamericano en el concierto de las naciones –hecho evidente en eventos como la Cumbre del G20 celebrada en la ciudad de Buenos Aires-, el líder de Juntos por el Cambio careció de una estrategia global. Su “caballito de batalla” a nivel discursivo en los foros internacionales fue la denuncia del régimen de Maduro y su capital más utilizado fue el vínculo de amistad que lo unía con su par estadounidense Donald Trump.

Lo que está claro de la experiencia pendular de los últimos años es que cuando la política exterior se aferra a dogmas, se maneja con estereotipos o se empantana en discusiones ideológicas, lo más probable es que nada resulte positivo para los intereses del país. Quizás sí sirva para ensalzar liderazgos que en vez de gobernar –siguiendo a Platón- buscan el poder, pero no para aquello que Hans Morgenthau -uno de los grandes teóricos de las relaciones internacionales- consideraba que debía ser la brújula que guiara la política exterior: la defensa del interés nacional.

Dos objetivos de máxima: comercio y deuda

Algunos académicos entienden que los denominados “países en vías de desarrollo” se ven ante las dificultades de enfrentar simultáneamente un doble desafío: por un lado, la necesaria industrialización e inversión en I+D, la sustentabilidad ambiental, la mejora en la calidad de vida y otros objetivos que hacen a la agenda del siglo XXI, y, por otro lado, los déficits de la agenda propia de los gobiernos del siglo XX (incluso del siglo XIX): cloacas, higiene urbana, nutrición, infraestructuras básicas, erradicación de la pobreza, garantizar la escolarización de su población, etc.

En este sentido la estrategia internacional de un país que necesita hacer equilibrio entre dichas agendas no puede ser tomada a la ligera. Si bien comercio y deuda son dos objetivos aparentemente escindidos, el funcionamiento de uno, favorece al otro. Este pareciera ser el axioma que el gobierno nacional ha venido comunicando: si se logra reactivar la economía –poner en marcha la parte ociosa del sector productivo que actualmente ronda el 40%-, se puede pagar la deuda. En otras palabras “crecer para pagar”. Por otro lado, si existe quita de deuda y refinanciación, el país puede crecer. Lo que está claro es que no es posible es pagar la deuda tal y como está y al mismo tiempo crecer.

En este sentido, la apuesta de Fernández es generar una serie de apoyos internacionales de peso que le permitan poder hacer frente a la negociación de la deuda externa, una de las pesadas herencias recibidas del gobierno de Mauricio Macri.

El gabinete presidencial entiende que para negociar con el FMI es necesario –aunque no suficiente- contar con el aval de países como Alemania, Francia y Estados Unidos. Hasta ahora, por lo menos en términos de gestos que se espera se traduzcan también en hechos, Fernández logró estrechar vínculos con el francés Emmanuel Macron, la alemana Angela Merkel e incluso con el estadounidense Donald Trump.

Nada favorece más a un liderazgo cuando este define una visión, un rumbo, un marco de sentido para que los ciudadanos entiendan y compartan los esfuerzos que hay que hacer para alcanzar los objetivos propuestos. En ese sentido Fernández esgrimió, en su discurso de asunción presidencial, lo que podría considerarse la primera directiva destinada para las sedes diplomáticas de Argentina en el exterior: “Conquistar nuevos mercados, motorizar exportaciones, generar una activa promoción productiva de inversiones extranjeras directas, que contribuyan a modificar procesos tecnológicos y a generar empleo”. En otras palabras, dejar de lado premisas ideológicas en pos de generar un vínculo comercial benéfico para el país.

La disyuntiva es clara: la inserción de argentina en el exterior será estratégica o volverá a oscilar entre alianzas ideológicas y aperturismos ingenuos.

*Sociólogo, consultor político y autor de “Comunicar lo local” (Parmenia, 2019)