Los extremistas abundan y asustan. Suelen armar un desarrollo teórico desde sus odios, y en eso son talentosos, en el resentimiento que cultivan con pasión. Son tanto los oficialistas, cuando hablan de “presos políticos”, de “periodismo militante” o de lenguaje inclusivo como los opositores, al pregonar que los únicos que robaron fueron los otros y que ellos, después del cataclismo que engendraron, de la deuda, la inflación y la miseria, ellos, no tienen nada que explicar. Vivimos una indudable decadencia y ambos sectores creen que la culpa es toda ajena, lo que impide gestar una salida.
Ambos hablan de “justicia”, la propia, sin duda. Algún marxista extraviado imagina jugadas que purifiquen amigos y ensucien enemigos; es entendible, si no fueron críticos de Stalin, ¿por qué habrían de serlo de Maduro y sus seguidores autóctonos? Los del partido de los elegantes siempre atribuyeron los robos a la mucama, son los puros que esgrimen unos fácilmente rebatibles “setenta años” de desgracias populistas mientras la izquierda y parte del progresismo sostienen a rajatablas sus “treinta mil desaparecidos” como si una cifra menor, aunque más comprobable, menoscabara la tragedia que vivimos los argentinos. Deformar las matemáticas y convertirlas en consigna no es más que fanatismo. Dos sectas que se arrastran en su variante “rentable”, junto a demasiados negocios y personajes oscuros dando clase de moral ajena. Grupos de ricos detrás de cada demencia en ejercicio, intereses flagrantes que hace tiempo no son los del pueblo, los de las mayorías. Pensamientos cerrados de cada secta, de esas dos variables de la patria, que al ser dos asumen como propio el sinsentido del “dolor de ya no ser”.
Somos un extraño país que decidió destruir el ferrocarril, regaló el Estado por pedazos para “ahorrar” y ahora conoce la miseria y la violencia, la inseguridad y la corrupción. Y nada de eso tiene un bando, todo es el fruto amargo de dos “bandas”, de esos pocos miles o decenas de “nuevos ricos” que surgieron como hongos del poder, en todas sus variantes, pero casi siempre como doloroso resultado de la responsabilidad colectiva degradada en individual.
Macri y sus conservadores no lograron ir mucho más allá de alguna pretendida sofisticación del “antiperonismo” en la que es fácil saber qué odian como complicado entender qué aman. Cristina, de alguna manera, comprendió su obligación de reducir el peso de la izquierda bullanguera y volver al espacio de la política; al achicarse el fanatismo, hubo gestos de acercamiento entre las partes. Igualmente, todavía no sabemos si alcanza. Lo que sí queda claro es que Macri duraba el tiempo en que nos financiaban con deuda la demencia, intentando asustar con Venezuela y sacando más votos por miedo a Cristina que por logros propios. El gobierno crece sin poder imponerse todavía a la angustia de una sociedad que se percibe a sí misma sin futuro y en la que parece imperar una exagerada vigencia de la desesperanza.
Ni Cristina ni Macri son propuestas que superen la duda, no pasan de tablas de salvación en un mar donde la mayoría de los náufragos no tiene siquiera a qué agarrarse. El gobierno demuestra seriedad en lo importante, en lo económico, hasta el punto de que a veces genera un riesgo país mucho menor que el de Macri. Fue absurdo reiterar hasta el hartazgo que debíamos “ubicarnos en el mundo” cuando ni siquiera obtuvieron éxitos de su obsecuencia respecto de los organismos internacionales. Lograron préstamos para expatriar ganancias de sus negociados como intermediarios; ahora viene el tiempo de pagar y resulta paradójico y complicado de entender que de esa dura tarea deba hacerse cargo “el populismo”.
El Gobierno es sin duda superior a los derrotados en las urnas. Los miedos de Venezuela quedaron muy lejos y tan carentes de sentido como los supuestos logros de Macri. Se advierte una fuerte capacidad de autocrítica que lo lleva, al menos, a revisar caminos cuyo único destino era el fracaso. En lo esencial ese es su comportamiento; luego vienen algunas designaciones folclóricas de funcionarios que utilizan al Estado como medio de vida olvidando su función esencial al servicio de los ciudadanos, sin hacerse cargo de que habitan una democracia entre dos fracasos. Democracia en la que hace tiempo no discutimos cuál es el más exitoso sino tan solo quién fue el menos dañino. El oficialismo todavía no entendió que hay personajes que ya dejaron de tener algo por decir y que las obligaciones y lealtades de sector terminan siendo atroces cuando se convierten en reparto de cargos y prebendas, de nombramientos y “cajas”. Sin embargo, el Presidente va encontrando lentamente un rumbo a transitar mientras que los conflictos tan promocionados por sus enemigos no revisten, por ahora, la gravedad anunciada. La oposición sigue aturdida, entre un grupo de fanáticos que niega la derrota y algunos, con historia y experiencia política, que intentan ocupar un espacio racional. Los apolíticos dejaron una deuda compleja, desmesurada en millones de dólares, complicada por la falta de diálogo. Cristina en su dureza y sectarismo había cedido el poder a Macri, quien duplicó la apuesta a la grieta y terminó en una dura y definitiva derrota.
El Gobierno debe continuar buscando su rumbo en el andar, y la oposición, asumir la responsabilidad de su derrota. Ambos necesitan definir su destino porque la política exige salir de sus dos variantes de la decadencia para retornar al crecimiento. Ambos deben entenderlo, es una obligación de la política si se pretende la recuperación de nuestro país como nación.