Cada tanto vemos en los diarios episodios de violencia protagonizados por “rugbiers”. En este momento se habla de un homicidio en patota ocurrido en Villa Gesell en el que al menos cuatro jugadores de un equipo de Zárate atacaron a la víctima de 21 años. El episodio empezó cuando uno de los amigos de la víctima volcó vino en la ropa de uno de los jugadores de Zárate en un boliche. Ambos grupos fueron echados por generar violencia y en la calle ocurrió el ataque como venganza. También se cumplen diez años de un hecho similar ocurrido en Brasil protagonizado por otros rugbiers que en su momento los diarios trataban como víctimas porque habían sido detenidos en otro país. Ahora están a punto de ir a juicio. Infobae hizo un racconto sobre otros casos parecidos.
¿Qué tenemos acá? Hay un gran revuelo en torno a cómo “son” los rugbiers, acerca de la supuesta naturaleza violenta del juego y a la élite que creen pertenecer y, del otro lado, acerca de cómo se estigmatiza a estos deportistas haciendo a todos partícipes de lo que hacen unos pocos.
Yo quiero ponerle a esto un título en el que no va a estar de acuerdo nadie: violencia de género. No va a estar de acuerdo el feminismo porque no hay aquí mujeres involucradas, ni van a estar de acuerdo los antifeministas que creen que el género es un invento del marxismo para acabar con la familia. Sin embargo el género es, en gran medida, la construcción social de los roles que corresponden a las dos categorías “cuidadas”: hombres y mujeres. Y hay grupos específicos que tienen una cultura de mayor obediencia y demostración de pertenencia a las pautas esperadas, donde los comportamientos que se exigen están más acotados y los mensajes disciplinarios son más extremos, inculcando, como en este caso, formas estúpidas y peligrosas de “honor”. Un tipo de machismo que no podría darle más razón a Judith Butler en cuanto a su “performatividad” (su carácter de actuado).
Puedo decir que la cultura del rugby es así porque la conocí. No era común en ese entonces que murieran jóvenes atacados por un grupo. El problema es que todo se ha agravado en tiempos de discusión de género porque la gran disputa es que ahora el varón que sea una florcita tiene que ser respetado y entonces la lucha contra el afeminamiento que para esta cultura interna es la máxima transgresión tiene que exagerarse, el control tiene que ser exacerbado. Es más lo que hay que ser para demostrar que no se es maricón y ahí es donde aparece una bochornosa estupidez que puede llegar a extremos en sus consecuencias, aunque como toda sobreactuación termine frustrando lo que se quiere mostrar.
¿Una camisa arruinada por vino? Eso no se puede permitir. Tenemos que hacer justicia. Y si se hace en patota es algo que con esta crisis de masculinidad no entra en consideración como sí hubiera pasado años antes. El ataque en patota también hubiera sido tratado de maricón. Cuando digo “violencia de género” no estoy queriendo hacer una tipificación legal. Me refiero a que esta violencia está pautada, está casi exigida para poder pertenecer y seguir perteneciendo a un estereotipo masculino del que no se pueda dudar. Tampoco estoy simplemente culpabilizando a los “rugbiers” en particular, porque lo que estoy diciendo es que antes de ser victimarios los que creen que tienen que comportarse de esa manera son ellos también víctimas. Mi comentario no es jurídico. Simplemente no pienso que la disputa de género sea entre varones y mujeres, aunque los involucre como tales, sino entre opresión e individualidad.
La mirada sobre “los malos” que abusan no alcanza, porque al lado de los pocos casos en que alguien muere, hay cientos de personas que sufren el trato estúpido displicente, despreciativo y maligno de los grupos que quieren demostrarse su pertenencia clara a la forma de ser esperada, machota. Si comprendemos esto y lo difundimos seguro que las futuras generaciones serán liberadas de estas ataduras y sufrimientos inútiles. Incluso hay que poner estos sucesos en este marco mayor que incluye otros fenómenos. En las redes sociales hay una tendencia a adoptar posturas infantiles o adolescentes para viabilizar opiniones violentas, segregacionistas o racistas que es raro que se sostengan cara a cara, reproduciendo las condiciones del experimento contado en la película “La Ola”. Se colocan símbolos como un animal a modo de insignia grupal y se hacen exclamaciones públicas tribales agresivas, vistiendo de chiste o juego una exhibición pública de desprecio hacia otros grupos, como minorías fácilmente ridiculizables de acuerdo con los prejuicios ya instalados. Siempre hay que dejar la puerta abierta acerca de que todo es humor como una forma de apaciguar, mariconamente, el efecto sobre sí mismos, su responsabilidad por lo que dicen. En el antifeminismo esto está muy presente; una vuelta a la adolescencia en la que los géneros están más en disputa que nunca, como si volvieran a la inseguridad que vivieron en esos años para volver a reafirmarse. Logrando como los patoteros de Villa Gesell verse como lo opuesto a lo que quieren.
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