2019: el año que vivimos en peligro

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El presidente argentino, Alberto Fernández, habla cerca de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner en un escenario frente a la casa de gobierno después de su asunción, en Buenos Aires, Argentina, 10 de diciembre de 2019. (REUTERS/Ueslei Marcelino)
El presidente argentino, Alberto Fernández, habla cerca de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner en un escenario frente a la casa de gobierno después de su asunción, en Buenos Aires, Argentina, 10 de diciembre de 2019. (REUTERS/Ueslei Marcelino)

El título de esta nota evoca al de una vieja película australiana. En todo caso, habría que añadirle “un año más”. Porque la Argentina se ha acostumbrado a vivir en una suerte de montaña rusa de final incierto durante los últimos cincuenta años.

Hace solo uno, y aun con la memoria fresca del éxito del G20 en el país, el gobierno y buena parte de la sociedad calculaban que lo peor de la pavorosa crisis cambiaria de 2018 estaba quedando atrás; y que ya en enero se habrían de registrar los primeros signos de reversión en términos de precios y actividad económica. Pero la ansiedad, esa tentación de todos los gobiernos argentinos durante el último medio siglo, le terminó jugando una mala pasada. Para darle un golpe terminante y definitivo al déficit fiscal implementó un nuevo ajuste tarifario. Obtuvo el efecto inverso: la inflación prosiguió indómita pese a la recesión pos devaluatoria.

Y el malestar social contenido por las acechanzas del año anterior se plasmó en un malhumor que traspaso a todos los sectores agotando el último remanente de tolerancia hacia los desaciertos macristas atribuibles a la herencia kirchnerista. Con ello, también se fueron marchitando las posibilidades oficiales de un triunfo en la segunda vuelta. Así lo leyeron algunos operadores tanto del oficialismo como de la oposición que aceleró los contactos entre facciones hasta entonces dispersas. Los primeros retornaron a las opciones ingeniosas para sortear el final anunciado: desde el “plan V” hasta un acuerdo con el Frente Renovador de Sergio Massa para preservar el bastión bonaerense. Sin embargo, la cúpula gubernamental no lo vio así pese a estar advertida por asesores de fuste de estar jugando a la ruleta rusa.

El Presidente y su entorno -una historia conocida de la cultura del poder en la Argentina desde el mítico “diario de Yrigoyen”- cifraron sus expectativas en el cálculo de la mayoría de las encuestadoras: una derrota de no más de siete puntos en la PASO que se repetirá en la primera vuelta para atracar en torno a los dos puntos de ventaja en la segunda. Una previsión osada y en el borde. La sorpresiva formula de los Fernández anunciada en junio petrifico al oficialismo. La victoria sonora de su principal aliando provincial, el gobernador Juan Schiaretti; y la promesa de una prosecución de una renovación peronista desde el Interior llego tarde: Massa ya había acordado con los kirchneristas, y Lavagna reafirmó su espléndido aislamiento, al cabo también funcional al kirchnerismo. Era el desenlace previsible con solo analizar el lenguaje corporal de los aliados en sus pálidos encuentros durante los meses anteriores.

El Gobierno, en un rapto de lucidez, se puso a pescar también en ese río devenido en aguaje. Logrando el éxito de calidad de incorporar a la fórmula oficialista al senador Miguel Pichetto que le garantizaba el visto bueno de un “círculo rojo” de regiones abatidas por la causa de los cuadernos. Pero resultó insuficiente para compensar al bloque del Noroeste y Nordeste pobres, la Patagonia y el GBA. Así y todo, en vísperas de las PASO, la dinámica económica empezó a tornarse verosímil con el pronóstico de fines de 2018. Pero a un ritmo demasiado cansino y tardío como para evitar un resultado en la primaria que, por razones invertidas, sorprendió tanto al oficialismo y a la oposición. Un síntoma alarmante y no novedoso del vínculo distante de las élites dirigentes respecto de la sociedad.

Luego, la secuencia infinita entre la primaria, la primera vuelta y el traspaso del gobierno. Y la acechanza de los peores fantasmas del golpismo latente desde 1983: desde elecciones anticipadas hasta un estallido social como los de 1989 y 2001. No solo no ocurrieron sino que el grupo gobernante supo leer acertadamente el mensaje de la marcha de fines de agosto cuya magnitud lo sorprendió sumido en el pesimismo. La gobernadora Vidal ofreció generosamente a su pieza de oro para timonear la economía en una transición que no admitía dogmatismos.

Un proceso reflejado en la política por un Macri que descubrió tardíamente las ventajas de la política de una modalidad de movilización de masas ciudadanas desplegada por etapas desde 1983. Y un aprendizaje que terminó siendo exitoso para reducir a la mitad la brecha de la primaria frente a una oposición que ya había alcanzado su techo. Fue lo que habilitó un tránsito –no una transición- tranquila, digna y con un Macri despedido como un héroe menos por su figura que por lo que representa por contraste. Como colofón, un traspaso de mando normal para la historia del país contemporáneo y pletórico de indicios simbólicos de lo que vendrá.

Por debajo de tanta espuma, algunas corrientes de fondo. En primer lugar, el fracaso del tercer intento desde los 70 de volver a convertir a la Argentina en la moderna economía de mercado como lo fue hasta los 30. Y el consiguiente restablecimiento de otra cerrada, de cotos corporativos inconmovibles bajo el manto protector de un autoritarismo benevolente; y desde las últimas tres décadas, cínico y pobrista.

El autor es miembro del Club Político Argentino

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