Navidad y Janucá, partes de una misma partitura

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Los más grandes, Mozart, Chopin, Haydn, Schumann, dijeron de él que era el más grande. Beethoven lo describió como “el Padre original de la armonía” y en un juego de palabras en alemán, dijo: “Nicht Bach, sondern Meer sollte er heissen”, cuya traducción es “No debiera llamarse Bach (´arroyo´ en alemán), sino Meer (´mar´)”.

Johann Sebastian Bach, uno de los más grandes compositores y pianistas de la música barroca de la primera parte del siglo XVIII, dijo: “Toco las notas como están escritas, pero es Dios quien hace la música”.

Frente a nosotros, la partitura de nuestra vida. Pero no se trata sólo de tocar las notas a través de nuestras decisiones, de ejecutar la obra tal como pensábamos o tal como estábamos convencidos, sino de abrir la puerta a ese plano del espíritu que hace de nuestra vida, una melodía. No alcanza con tocar las notas correctas. La música viene de la mano de la conexión emocional de nuestra alma.

En la noche del lunes se realizó en la hermosísima Parroquia San Ignacio de Loyola un concierto con obras de Bach, dedicado a la llegada de las fiestas de Navidad y Janucá. La inmensa iglesia desbordaba de gente. Las sentidas palabras del párroco dándome el honor de compartir unas palabras acerca de la fiesta de Janucá en su iglesia llenaron de emoción la sala. Tantos siglos de distancia y desencuentro. Finalmente comprendimos que ambas celebraciones hablan de nuevos comienzos, de aprender a reinventarnos. Ambas tradiciones nos hablan de un único Dios, el Dios que hace que todo vuelva a nacer una, y otra vez y que como sus mensajeros en la tierra, estamos llamados a ser multiplicadores de luz.

El concierto fue maravilloso. La fragancia de lo sagrado sobrevolaba la nave central. La estética y la belleza de cada instrumento musical es única. El cuidado, el sonido, y el desafío de saber interpretarlo es único también. Cada músico acariciaba su instrumento con ternura. Todos tenían la misma partitura, pero cada uno ejecutaba su parte. De hecho, la palabra partitura proviene del término homónimo en italiano, que significa literalmente insieme di parti , “conjunto de piezas o partes”. No podríamos esperar que el violín suene como el chelo, o que el oboe suene como la trompeta. Cada uno bello en su propia ejecución, pero sólo juntos se transformaban en un poema de Bach.

Cada una de las corrientes religiosas y culturales tiene su parte, su estilo, su belleza y su forma de interpretar la partitura. La belleza de lo diferente, la riqueza de lo distinto, la bendición de lo único, es lo que nos hace tan imprescindibles, el uno y el otro, para completar una obra de arte. Lo mismo sucede con los pueblos y las naciones. Así debemos reconocernos dentro de nuestra Argentina tan agrietada, dentro de cada comunidad, en cada organización, en los grupos de amigos, y en todas las familias. Cada uno de nosotros somos un instrumento, una forma de pensar, de tocar, de interpretar, pero todos parte de una misma partitura.

Tomar las riendas del propio destino en las manos y llevar adelante lo que parece imposible es el mensaje central de la celebración de Janucá. 150 años antes del nacimiento de Jesús y 800 años antes del surgimiento de Mahoma, los judíos luchaban por su independencia contra el invencible Imperio Griego, en la tierra de Israel. El primer Estado Hebreo fundado por el Rey David 1000 años antes de esa guerra, había caído cuatro siglos atrás en manos de los babilonios. Esta vez, la gesta heroica y milagrosa de los judíos macabeos contra los invasores griegos, hacía nacer el segundo Estado de Israel con capital en Jerusalém, en el año 153 a.e.c. La tradición dice que al triunfar los judíos, encontraron al Monte del Templo profanado con estatuas paganas. Luego de limpiarlo y renovarlo, al intentar encender nuevamente la llama eterna que debe iluminar los Libros Sagrados, sólo encontraron aceite suficiente para mantener el fuego durante un día. Sin embargo el aceite duró, milagrosamente, los ocho días que necesitaban de tiempo para elaborar nuevo aceite sagrado.

Luego llegó Roma, el pueblo judío fue exiliado y la tierra de Judea fue gobernada sucesivamente, por bizantinos, musulmanes, cristianos y otomanos. Hasta este presente, en donde en el vibrante y nuevo tercer Estado de Israel, conviven en libertad todas las teclas religiosas. Una sinfonía que ha transformado a Jerusalém en el centro de la música del universo espiritual.

En el Talmud, en el primer siglo de esta era, se relata la gesta del milagro de la independencia frente a los griegos, y como símbolo, el milagro del aceite que se multiplica. Como parte de la celebración se fijó en aquél tiempo, encender velas durante los ocho días de la fiesta. Las dos escuelas rabínicas más importantes de siglo II, eran las de los rabíes Hilel y Shamai. A cada comentario de uno, el otro se oponía con reglas completamente diferentes. Hilel, el más liberal de ambos, sostenía que durante los ocho días de la fiesta, cada noche se debía encender una vela más. De esta manera, debía encenderse el primer día una vela, el segundo dos, el tercero tres, y así sucesivamente. Mientras que Shamai, siempre más pragmático, refutaba justamente con lo opuesto. Proponía que el primer día se encendieran ocho velas, el segundo siete, el tercero seis, y continuar hasta encender, en el octavo día, una sola vela.

La tradición quedó finalmente tal como planteaba Hilel, y hace unos 2.000 años que encendemos de esa manera la Janukiá (el candelabro especial de ocho brazos que se utiliza en la fiesta). Sin embargo, Hilel nunca negó que fuera Shamai quien en verdad tenía la razón. Desde un punto de vista lógico y racional, si recordamos el misterio del aceite que duró ocho días, claramente el primer día la vasija llena de aceite, regalaba una luz más potente. Al ir disminuyendo el aceite, seguramente al octavo día, la llama habría estado a punto de agotarse. Desde su postura, Shamai no sólo nos habla acerca del aceite de las velas de Janucá. Nos enseña, que al igual que esa llama, todo tiende a decrecer y apagarse lentamente: la potencia de la vida, la fortaleza de la juventud, la salud del cuerpo, lo inquebrantable de las amistades, el vínculo con los hijos, la pasión del amor, el fervor de la fe.

Tantas cosas parecen ir apagándose. Tan difícil sostener la tranquilidad en el hogar, el nivel de la paciencia, el clima en un grupo, o el sabor de la rutina. Tan difícil alimentar los instantes que reservamos para la espiritualidad, los momentos para el alma, o el compromiso con las tradiciones. Es difícil mantener vivas nuestras apuestas idológicas, nuestras banderas e ideales. Es tan difícil sostener la magia del amor.

Todo se va apagando dice Shamai. Mientras tanto, su amigo y contrincante Hilel, le da la razón pero desde otra visión. Su argumento para encender las velas de manera ascendente es: “Maalim bakodesh ve lo moridim”, debemos siempre subir en santidad y nunca bajar. Debemos apostar a elevarnos. A crecer. Es cierto lo que nos dice Shamai, pero no alcanza con tener la razón. No alcanza con tocar las notas que tenemos frente a nosotros. Debemos elevarnos, nunca bajar. Es el alma encendida, quien hace la música.

La respuesta de Hilel no tiene un sustento histórico ni lógico. Pero no lo necesita. Hilel decide no tocar simplemente las notas que están escritas en la partitura, no renuncia a caer en lo que la realidad le impone, sino que decide imprimirle una dimensión espiritual a su forma de ver la vida, para transformarla en melodía.

Apostar a crecer en luz. Es por eso que al día de hoy, 2000 años después, en contra de toda lógica, encendemos la Janukiá como Hilel. En un mundo resquebrajado, en donde todo parece ir deteriorándose, donde somos testigos de lo que se desmorona y desaparece, soñamos al encender una vela más cada noche, que somos nosotros quienes podemos interpretar la vida como una sinfonía, llenándola de espíritu y de luz.

Amigos queridos, amigos todos.

Los últimos años de Beethoven fueron durísimos. El gran maestro había perdido por completo su oído. Habrá sido en ese tiempo que esbozó la frase: “Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo”.

Sin dudas fue testigo en su cuerpo que amaba la música, del deterioro y de la manera en que vamos perdiendo cosas sagradas de nuestra vida. Sin embargo, en medio de ese mutismo, comprendió que no alcanzaba con tocar las teclas. Sino que la música provenía de otro plano. Fue desde su instinto espiritual que compuso la incomparable Novena Sinfonía, sin jamás poder llegar a escucharla.

Siempre crecer en luz. Apostar a multiplicar nuestra esencia, nuestra esperanza en nosotros mismos, y nuestra fe. El mejor instrumento para desafiar la partitura de la vida, es esa profunda convicción de que el milagro que necesitamos para alcanzar nuestro destino, está en la música que brota del alma.

Porque tal como dijo también Beethoven: “Haz lo necesario para lograr tu más ardiente deseo, y acabarás lográndolo”.

El autor es rabino de la Comunidad Amijai y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti