Era la política, estúpido

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Mauricio Macri, durante la conferencia de prensa que brindó tras las PASO
Mauricio Macri, durante la conferencia de prensa que brindó tras las PASO

“Alimentaron el león y ahora nos lo sueltan”, dicen quienes viven con temor la vuelta del kirchnerismo.

La soberbia y el gorilismo nos trajeron hasta acá. Y la improvisación.

El macrismo tenía mucho que aprender cuando llegó a la Casa Rosada. Para empezar, tenía que aprender a caminar el imbricado camino de la política. La mayoría de sus principales dirigentes tenían que aprender la existencia de los grises. Tenían que aprender las variantes de “Si, se puede”, que contemplan “A veces se puede”, “Se puede cuando se hacen las cosas bien”, “No siempre se puede” y, en muchas oportunidades, “No se puede”.

Gerenciar es hacer las cosas correctamente. Liderar es hacer las cosas correctas. El macrismo no hizo ninguna de las dos. Muchos se ilusionaron con la llegada de un nuevo un líder y ni siquiera apareció el gerente.

Si hubiera que describir la administración que languidece por estas horas hasta el 10 de diciembre con una sola palabra, sin dudas sería “irresponsable”. El PRO fue, en esencia, una gestión signada por una completa irresponsabilidad. No estaban preparados para gobernar, no midieron el desafío que enfrentaban, no supieron resolver los problemas que tenían y no se animaron a pedir ayuda. De anunciarse como el mejor equipo de los últimos 50 años probablemente van a tener que esmerarse en no resultar el peor, improvisado, sin coherencia ideológica ni coraje.

“Esto no es una alianza”, advirtió tempranamente Mauricio Macri para bajarle el precio al apoyo radical. Hay que reconocer que el PRO fue mezquino desde sus inicios. Sobich, Lopez Murphy y De Narváez pueden dar fe de ello. El recorrido y el final de la gestión Cambiemos demuestran que era cierta la advertencia inicial del PRO: no eran aliados. El fracaso es todo suyo y ahora nadie está dispuesto a compartirlo.

La Argentina necesitaba desesperadamente deshacerse del peronismo que, desde su aparición a mediados del Siglo XX en adelante, ha sido sinónimo de atraso, corrupción y desprecio por las instituciones. Macri tuvo la oportunidad de lograrlo, con la significativa colaboración del kirchnerismo. Cristina Kirchner y su lote de impresentables había tensado tanto la cuerda que dinamitó el corazón mismo de la fortaleza peronista: su monolítica unidad.

En este punto la carta del gorilismo radical jugó un papel dramático. El visceral encono de Elisa Carrió con el peronismo forzó hasta la irracionalidad el antiperonismo de Macri. Lo convenció de que juntos y solos podrían contra ellos. Y hasta lo hizo deshacerse o desairar al peronismo que lo ayudó a llegar. Desperdiciar el aporte de Emilio Monzó (gran armador del conurbano en tiempos de la campaña electoral de 2015) no admite justificación y marca una capacidad de deslealtad que en política resulta carísima.

Porque es hora de distinguir entre antiperonismo y gorilismo. Antiperonismo es rechazar la admiración de Juan Domingo Perón por el fascismo, su antisemitismo, su colaboración con los jerarcas nazis, sus dudosas inclinaciones éticas, su desprecio por la propiedad privada, su debilidad por el estado grande y controlador. Ser antiperonista es decir que no a la persecución política, a los golpes de Estado (de los que Perón se valía para acceder al poder), al desprecio por la libertad de prensa; es la condena expresa del terrorismo y es, en resumen, la defensa de la división e independencia de poderes y de los valores republicanos.

Ser gorila es identificar al peronismo como el responsable exclusivo de todos los males argentinos. Una charla repulsivamente gorila dio el actor Luis Brandoni en Madrid días antes del 27 de octubre a residentes argentinos en España. Con ese afán nacional del espejo retrovisor, inició la arenga con una larga, pormenorizada y personal descripción del peronismo y los daños que había inflingido a la Argentina. Eso es gorilismo. Porque cualquiera puede deducir que, después de Perón, hubo varios radicales en el poder (incluida esta ultima administración) que no parecen haber influido demasiado en cambiar el rumbo de fracasos. Tan poco hicieron por modificar la herencia peronista que los trajeron de vuelta.

Mauricio Macri no ganó las elecciones de 2015; las perdió el peronismo. Si tan solo el PRO hubiese entendido esa realidad, hoy la historia podría ser otra. Porque la fractura del peronismo se mantuvo por tres años más y con dirigentes dispuestos a saltar del barco. No haber aprovechado esa coyuntura es el error político probablemente más grande del siglo. Resulta que ya que se habían peleado, no había que ignorarlos, solo había que mantenerlos divididos.

Porque aún en el hipotético caso de que Macri hubiese hecho una gestión económica decente, el peronismo unido seguía siendo una amenaza. Basta recordar que en 2015 el candidato del kirchnerismo arañó el 49% de los votos. Nada despreciable después de doce años eternos. Y en tren memorioso, vaya nuestro reconocimiento a Carlos Menem y a Raúl Alfonsín que cocinaron juntos la reforma de la enorme Constitución Nacional de 1853, la mejor de América Latina, e introdujeron en la nueva el engendro de un triunfo electoral con un extraño 45% de votos, una originalidad peronisto-radical. Porque, si vamos a ser justos, para los radicales también hay facturas pendientes.

La receta era simple. No había opciones. Era una sola. Para batirlos primero había que dividirlos. Winston Churchill entendió que la fórmula del triunfo a veces pasa por la concesión, y así ganaron la Segunda Guerra Mundial. Claro; nos faltó un Churchill.

El presidente Clinton inmortalizó una frase que ya es parte de la ciencia política: “Es la economía, estúpido”. En un país tan particular como la Argentina, contradecimos la historia de occidente porque, sin embargo, Macri no perdió por la economía. ¡Era la política, estúpido!