El riesgo de que el miedo fisure la esperanza

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Casa Rosada (iStock)
Casa Rosada (iStock)

Discepolín se equivocó solo una vez. Fue cuando dijo “los inmorales nos han igualado” y se quedó corto, nos superaron hace rato.

Hasta el gobierno de Alfonsín, los grupos de poder económico necesitaban amenazar con golpes; ahora ya son dueños absolutos del verdadero poder, quedando la política y las ideas reducidas a un lugar decorativo. En el presente ya nada define la pretendida ideología, ya todo depende de los intereses de quienes la utilicen. Al principio, los políticos prometían y hasta intentaban gestionar al servicio del conjunto; para terminar convirtiéndose en una clase beneficiaria del poder. En rigor, cualquiera fuere el nombre del pensamiento al servicio del cual se diga estar, neoliberal o populista, la modernidad, especialmente “nuestra modernidad”, se caracteriza por la injusticia social, por la pobreza que generan sus tecnologías al servicio de sectores minoritarios que en nada envidian a las monarquías que la democracia necesitó derrotar para imponer el poder al servicio del pueblo. Pretenden asombrarnos con inventos y grandes cambios, cuando en los hechos son tan solo distracciones que ocultan la imagen del atroz mundo que nos ofrecen.

Hoy pareciera que debemos festejar la ausencia de riesgos de golpe, cuando ni siquiera les resulta necesario a partir del complejo y pernicioso despliegue de su mismo poder. Los partidos políticos dejaron de ser espacios públicos para pasar a ser manejados por grupúsculos cerrados. En la misma capital, ni el peronismo como partido ni los conflictos y debates con el reelecto intendente tienen vigencia, expulsados como han sido por los acuerdos de cúpulas en manos de oscuros personajes más ocultos que públicos, más expresión de intereses privados que colectivos. Los enfrentamientos entre grupos configuran el mapa real de lo que ayer se ocupaba de las necesidades colectivas, la pretendida “ética” es solo un instrumento al servicio de la denuncia y devaluación del otro. Hay excepciones, sin duda, pero en la cima del poder solo se imponen los ganadores, los ricos de turno para quienes la ética es tan solo una debilidad ajena.

Ese camino de enriquecimiento ilimitado de las minorías puede culminar como en Chile, donde los supuestos logros del sistema dejan tan marginados a sus habitantes que la rebelión carece de delegados, de dirigentes capaces de expresarla o contenerla. Los políticos corren el riesgo de convertirse en una casta, en una clase que defiende sus prebendas de sector, en simples delegados de los grandes grupos, donde las ideas devienen en decorados de los negocios. En Bolivia, confrontan dos culturas, los colonos contra los colonizados. Evo pudo contener a las minorías que intentan retornar a sus tiempos de dominación racial. Hay mucho para debatir sin caer en tardíos análisis marxistas que se conforman tan solo con condenar al opresor. Evo había logrado un gobierno eficiente durante tres períodos; se equivocó en el intento de eternizarse, y eso le permitió a la minoría de los colonos cuestionar la democracia. En Chile es menos complejo, se trata de la eterna confrontación entre ricos y pobres, en medio de un sistema que se jacta de ser eficiente mientras impone una distancia social que convierte al mismo hecho de votar en un acto carente de capacidad de modificar las verdaderas urgencias ciudadanas.

Las clases políticas terminan siendo dominantes, disfrutan del poder como clases, y luego expresan sus diferencias sin que estas alteren o modifiquen las carencias de sus pueblos. Y las riquezas ilimitadas, como juego perverso de individuos que se jactan entre ellos de los miles de millones que lograron acumular. Además, tenemos a los que hablan de todo menos de la injusticia que el enriquecimiento de pocos impone a la miseria de muchos. Lograron eso, desenganchar riqueza de miseria, tarea encargada a los economistas que ahora denuncian hasta las leyes laborales e intentan que los vencedores no estén obligados a asumir la dimensión de los daños que genera su maldito deporte de la codicia.

La política exterior es coherente cuando respeta a los gobiernos y las etapas que transita cada sociedad y en consecuencia, intenta integrar intereses y necesidades y no propuestas ideológicas. Europa es un ejemplo de pragmatismo capaz de superar cruentas diferencias históricas; nosotros, parecieran que retornamos a pretendidas gestas ideológicas continentales, que solo pueden dañar relaciones y acumular fracasos. Los sueños de homogeneidades no deben limitar el desarrollo de las necesidades de los pueblos. La política exterior es la verdadera política, solía decir el General. De ella deberíamos ocuparnos.

Finalmente, la fractura social expresa un nuevo absurdo de complicada resolución: el prestigio carece de poder tanto como el desprestigio se apoderó de él. Esa contradicción oculta riesgos excesivos. Si los que gobiernan no se reencuentran con su pueblo, pueden tener malos pronósticos. En eso estamos, con el riesgo de que el miedo fisure la esperanza.